El cambio educativo. Carta a un amigo
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El cambio educativo. Carta a un amigo
Recuerdo del primer mensaje :
Hace tres semanas escribí a un amigo en respuesta a una carta suya relativa al cambio educativo. He pensado que podría ser motivo de reflexión para otros, aunque soy consciente de que en la misma se dan por supuestos temas como el de la previa existencia de la inciativa del gobierno de Franco, que fue quien inició la transformación que ha llevado hasta el punto actual, cuando estableció la Educación General Básica (E.G.B.) y duplicó el sueldo de los enseñantes de Secundaria y Primaria (por este orden), luego de que estos últimos se pusiesen en huelga para que se les equiparase en la subida a los primeros, obteniendo la victoria en sus pretensiones. Notemos, sólo a título recordatorio, que entonces a la Escuela Normal de Magisterio se podía acceder con 14 años, luego de haber aprobado la reválida del Bachillerato elemental y para realizar 3 años de estudios; y los profesores titulares de Secundaria habían de superar la reválida del Bachillerato Superior y el curso Preuniversitario y luego los cinco años de una carrera Universitaria, normalmente de Ciencias o de Filosofía y Letras. Con este y otros matices que se podrían añadir, mi pensamiento al respecto de la situación actual es el siguiente:
Querido amigo:
Hace unos tres años puse en el foro lo que yo entendía que era la desafortunada raíz de todo el problema educativo: el hecho de que desde mediados de los 60, aprovechando el despegue económico, se pusieran institutos en todos los pueblos donde antes no los había (en Écija, el mío, que es grande, por ejemplo). Se desplazaba así la figura del maestro de la tríada de autoridad (junto al poder del alcalde) que solía ser básica: cura-médico (y/o boticario)-maestro.
Los maestros, que habían de formar una base importante del recién nacido PSOE, iniciaron entonces una lucha igualatoria respecto a los profesores de instituto, buscando rebajar a éstos mejor al tiempo que procuraban su propia subida. Su fuerte fue la pedagogía (la que a ellos más les interesaba) que era lo que no se estudiaba -ni se estudió luego-en las Facultades de Ciencias o de Filosofía y Letras. Las propias Escuelas de Magisterio (donde estudió mi hermana) se convirtieron, a base de bajar los niveles, en Facultades de Ciencias de la Educación. Como por otro lado ello iba a favor de la corriente neoconservadora que arrancó de los años 80, no sólo se les dejó hacer sino que se les fomentó desde un partido, el PSOE, que apostó por la pedagogía a falta de ideología propia (destierro del marxismo con González). Contra la represión franquista en la que todo parecía que eran obligaciones, se impuso la política permisiva de los derechos del niño, de la mujer y de todo lo que oliese a reprimido, sin mirar los límites.
La cultura se convirtió, de una forma exagerada, en espectáculo, abandonando su sentido profundo de represión y encauzamiento de las pulsiones naturales. Además, eso encajaba muy bien con nuestro espíritu antiguo, católico, de rechazo del trabajo (tripalium) como una virtud. El cabrón de Franco, que hizo trabajar a nuestros padres y no dejaba fornicar libremente, debía quedar desterrado de la memoria histórica. Con su muerte, pues, llegaron el destape, el célebre cambio de las tres C (coche, casa y coño) -que hizo famosa a esa primera generación de gobernantes de la democracia inventada por Willy Brand- y las subvenciones para llevar las cosas a su justo cauce católico: el mantenimiento de los lazos clientelares multiseculares, aunque cambiando parcialmente a los señoritos antiguos por otros más benévolos y a la Iglesia por la Banca.
El sistema educativo sirvió perfectamente a ese fin: el Afeminamiento General Básico de la población, que debía de gozar y no pensar, y no como con el maldito Franco, que al nacer llegábamos a un valle de lágrimas donde había que ganarse el pan con el sudor de la frente propia y las mujeres debían de parir con dolor y ser sumisas con sus maridos. Afortunadamente el desarrollo de los anticonceptivos también jugó a favor de la nueva pedagogía educativa (y por supuesto de los Mercados, a los que les hacía el caldo gordo por el camino constitucional de la progresía). ¿Quién no cayó en esa trampa?
Afortunadamente teníamos crédito y pedimos prestado durante años. Luego se cambió en el sentido de que hubo que vender las empresas nacionales para pagar la deuda (PP) y así poder empezar otra vez. A los alemanes les venía bien y nos ofrecieron meternos en el marco doble (ahora llamado euro) para que le compráramos sus cosas con el crédito de sus bancos, pensando ingenuamente que teníamos intención de devolver lo prestado con la ayuda de los fondos estructurales. Ingenuos: la moral de trabajo había desaparecido por completo, y en lugar de resucitarla nos dedicamos a traer 4 millones de extranjeros para que trabajaran mientras, en los años de mayor auge económico, manteníamos 2 millones de parados subsidiados. Apuntarse al paro era la ilusión de los chavales que tenían que haber estado siendo llevados al fastidioso estudio (cosa que no era políticamente correcta), pues les permitía tener moto o coche, botellonas y polvos de todo tipo.
Evidentemente la Universidad no había de ser una barrera para ello y no lo fue. De ahí que cuando Europa nos ha impuesto una reforma (Plan Bolonia) ésta, que yo procuré desarrollar por mi cuenta en cuanto a metodología durante 20 años, no pudo tomar otra forma que la de volver a marcar el paso dentro de un sistema plenamente burocratizado del que siempre había procurado huir. Y huí en cuanto me ofrecieron la oportunidad de irme a mi casa pagándome como si estuviera dentro. Al fin y al cabo a ellos no les interesaba la docencia ni la investigación más que como medio (para cumplir con las apariencias) y no como objetivo. No sé si las cosas hubiesen podido ser de otra manera, pero te puedo decir que yo, en el entreacto, he disfrutado con la docencia más que con la investigación (a la que ahora me dedico casi en exclusiva por mi cuenta), y también he padecido, como profesor y como padre, viendo la degradación progresiva de todo el sistema.
Ahora ya no quedan por vender, para pagar la última deuda (como los argentinos), más que los aeropuertos y las loterías (que nadie puede negar que siguen siendo rentables, pues todo el mundo invierte en suerte ya que no en creación de verdadera riqueza), y nos disponemos a hacerlo mientras que negamos la evidencia: de que vamos a ser intervenidos y obligados a trabajar por los que ya se han hartado de pagar nuestras fiestas. Sólo la enormidad de nuestra deuda (privada más que pública) podría salvarnos.
Ya sé que no te he contado nada que tú no hayas vivido igual que yo (pertenecemos incluso a la misma clase trabajadora del franquismo, que nos ofreció el salto hacia arriba a cambio de nuestro esfuerzo) pero he sentido la necesidad de desahogarme y te he cogido como confesor involuntario. Perdona el tostón, pues.
(20/12/2010)
Saludos
Querido amigo:
Hace unos tres años puse en el foro lo que yo entendía que era la desafortunada raíz de todo el problema educativo: el hecho de que desde mediados de los 60, aprovechando el despegue económico, se pusieran institutos en todos los pueblos donde antes no los había (en Écija, el mío, que es grande, por ejemplo). Se desplazaba así la figura del maestro de la tríada de autoridad (junto al poder del alcalde) que solía ser básica: cura-médico (y/o boticario)-maestro.
Los maestros, que habían de formar una base importante del recién nacido PSOE, iniciaron entonces una lucha igualatoria respecto a los profesores de instituto, buscando rebajar a éstos mejor al tiempo que procuraban su propia subida. Su fuerte fue la pedagogía (la que a ellos más les interesaba) que era lo que no se estudiaba -ni se estudió luego-en las Facultades de Ciencias o de Filosofía y Letras. Las propias Escuelas de Magisterio (donde estudió mi hermana) se convirtieron, a base de bajar los niveles, en Facultades de Ciencias de la Educación. Como por otro lado ello iba a favor de la corriente neoconservadora que arrancó de los años 80, no sólo se les dejó hacer sino que se les fomentó desde un partido, el PSOE, que apostó por la pedagogía a falta de ideología propia (destierro del marxismo con González). Contra la represión franquista en la que todo parecía que eran obligaciones, se impuso la política permisiva de los derechos del niño, de la mujer y de todo lo que oliese a reprimido, sin mirar los límites.
La cultura se convirtió, de una forma exagerada, en espectáculo, abandonando su sentido profundo de represión y encauzamiento de las pulsiones naturales. Además, eso encajaba muy bien con nuestro espíritu antiguo, católico, de rechazo del trabajo (tripalium) como una virtud. El cabrón de Franco, que hizo trabajar a nuestros padres y no dejaba fornicar libremente, debía quedar desterrado de la memoria histórica. Con su muerte, pues, llegaron el destape, el célebre cambio de las tres C (coche, casa y coño) -que hizo famosa a esa primera generación de gobernantes de la democracia inventada por Willy Brand- y las subvenciones para llevar las cosas a su justo cauce católico: el mantenimiento de los lazos clientelares multiseculares, aunque cambiando parcialmente a los señoritos antiguos por otros más benévolos y a la Iglesia por la Banca.
El sistema educativo sirvió perfectamente a ese fin: el Afeminamiento General Básico de la población, que debía de gozar y no pensar, y no como con el maldito Franco, que al nacer llegábamos a un valle de lágrimas donde había que ganarse el pan con el sudor de la frente propia y las mujeres debían de parir con dolor y ser sumisas con sus maridos. Afortunadamente el desarrollo de los anticonceptivos también jugó a favor de la nueva pedagogía educativa (y por supuesto de los Mercados, a los que les hacía el caldo gordo por el camino constitucional de la progresía). ¿Quién no cayó en esa trampa?
Afortunadamente teníamos crédito y pedimos prestado durante años. Luego se cambió en el sentido de que hubo que vender las empresas nacionales para pagar la deuda (PP) y así poder empezar otra vez. A los alemanes les venía bien y nos ofrecieron meternos en el marco doble (ahora llamado euro) para que le compráramos sus cosas con el crédito de sus bancos, pensando ingenuamente que teníamos intención de devolver lo prestado con la ayuda de los fondos estructurales. Ingenuos: la moral de trabajo había desaparecido por completo, y en lugar de resucitarla nos dedicamos a traer 4 millones de extranjeros para que trabajaran mientras, en los años de mayor auge económico, manteníamos 2 millones de parados subsidiados. Apuntarse al paro era la ilusión de los chavales que tenían que haber estado siendo llevados al fastidioso estudio (cosa que no era políticamente correcta), pues les permitía tener moto o coche, botellonas y polvos de todo tipo.
Evidentemente la Universidad no había de ser una barrera para ello y no lo fue. De ahí que cuando Europa nos ha impuesto una reforma (Plan Bolonia) ésta, que yo procuré desarrollar por mi cuenta en cuanto a metodología durante 20 años, no pudo tomar otra forma que la de volver a marcar el paso dentro de un sistema plenamente burocratizado del que siempre había procurado huir. Y huí en cuanto me ofrecieron la oportunidad de irme a mi casa pagándome como si estuviera dentro. Al fin y al cabo a ellos no les interesaba la docencia ni la investigación más que como medio (para cumplir con las apariencias) y no como objetivo. No sé si las cosas hubiesen podido ser de otra manera, pero te puedo decir que yo, en el entreacto, he disfrutado con la docencia más que con la investigación (a la que ahora me dedico casi en exclusiva por mi cuenta), y también he padecido, como profesor y como padre, viendo la degradación progresiva de todo el sistema.
Ahora ya no quedan por vender, para pagar la última deuda (como los argentinos), más que los aeropuertos y las loterías (que nadie puede negar que siguen siendo rentables, pues todo el mundo invierte en suerte ya que no en creación de verdadera riqueza), y nos disponemos a hacerlo mientras que negamos la evidencia: de que vamos a ser intervenidos y obligados a trabajar por los que ya se han hartado de pagar nuestras fiestas. Sólo la enormidad de nuestra deuda (privada más que pública) podría salvarnos.
Ya sé que no te he contado nada que tú no hayas vivido igual que yo (pertenecemos incluso a la misma clase trabajadora del franquismo, que nos ofreció el salto hacia arriba a cambio de nuestro esfuerzo) pero he sentido la necesidad de desahogarme y te he cogido como confesor involuntario. Perdona el tostón, pues.
(20/12/2010)
Saludos
Última edición por Genaro Chic el Lun Nov 18, 2013 4:03 pm, editado 2 veces
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
El problema educativo del PSOE: confundir estudiantes con clientes
Un nuevo artículo que puede ser de interés:
El problema educativo del PSOE: confundir estudiantes con clientes
El nuevo enfoque educativo del sanchismo ofrece aprobados virtuales para vidas virtuales, alérgicas a la excelencia académica.
Hace poco se publicó la noticia de que el gobierno del PSOE ha decidido eliminar los exámenes de recuperación en la ESO, es decir, que para pasar de curso un estudiante se verá exento de realizar una prueba con la que demuestre objetivamente sus conocimientos y aptitud. Las barreras académicas a la hora de progresar van siendo, reforma a reforma, eliminadas y, con ellas, los peldaños necesarios para progresar intelectualmente. El progreso real es fruto necesario de la dificultad; sin barreras ni dificultades desarrollarse es una imposibilidad.
Con el sucesivo flujo de reformas educativas consumadas desde la Transición, estos peldaños han ido siendo erosionados, al tiempo que los estudiantes iban siendo reblandecidos, hasta crear una superficie académica casi plana que impide inexorablemente el ascenso académico. El escritor Gómez Escribano, que lleva treinta años impartiendo clases de Formación Profesional y no es precisamente un autor de derechas, comenta esto respecto a las nuevas generaciones de alumnos:
"Están mucho peor formados que nosotros. Cuando dicen 'la generación mejor formada' yo me descojono. Yo creo que la mejor generación, en cuestión de formación, hemos sido nosotros, porque hemos tenido un sistema educativo… y es una puta mierda [decirlo], porque el sistema que había cuando yo estudiaba era la Ley Villar-Palasí [1970-1990], que era un ministro de Franco [1968-1973]. Pero un tío que salía de C.O.U. [que se cursó por última vez durante el año académico 2000-2001], joder, era un señor: culto, que sabía matemáticas, que sabía filosofía. Hoy en día un tipo que sale del bachillerato L.O.G.S.E. es un bulto sospechoso", lamenta.
Sobre la decadencia intelectual progresiva del alumnado me comenta un profesor de universitario de Ingeniería Aeronáutica que lleva casi veinte años impartiendo clase: "Cuando comencé a dar clase algunos tenían problemas para resolver la ecuación de una parábola (un problema muy sencillo); siete años después, algunos no eran capaz de sacar la ecuación de una recta (algo aún más simple); y hoy me encuentro a algunos alumnos que tienen problemas para hacer una regla de tres". Por otro lado, como me han dicho ya muchos profesores, los estudiantes hoy son tratados como clientes, es decir, como autoridades, puesto que, como todos sabemos: "el cliente siempre tiene la razón". Muchas veces no se saben la lección, pero conocen bien los reglamentos y sus derechos, aunque a menudo ignoren sus obligaciones.
"Yo sí te creo" en las aulas
Hoy parece que todo es virtual, hasta los aprobados. Por lo visto en la actualidad se puede cambiar de sexo, raza o identidad con solo decidirlo mentalmente. Es decir, que nos convertiríamos en aquello que deseamos, pero virtualmente, sin serlo de veras, es decir, material o físicamente. Se quiere erradicar así, de modo virtual, lo trágico de la existencia: el desajuste existente entre mis deseos (subjetividad) y el mundo real (objetividad). Del mismo modo, hoy uno no aprueba al demostrar materialmente sus conocimientos, sino por simple decisión propia o ajena (de los profesores); es decir, que solo aprueba en su imaginación.
Pasar de curso sin aprobar es un modo implícito de dar la razón siempre al alumno. Su voluntad, su subjetividad, se materializaría como por arte de magia. Se trata de una especie de "yo sí te creo" [2018] de las aulas. No hace falta comprobación, argumento, ni prueba objetiva —es decir, un examen— para demostrar algo. Se torna todopoderosa la voluntad, pero una voluntad meramente mental, el simple deseo, cuando lo cierto es que una voluntad verdadera ha de materializarse en el mundo a través de la lucha y la objetivación, en un proceso correoso que nos sirve para madurar y mejorar como individuos.
Hay quien considera este tipo de medidas una forma de progresismo, cuando en realidad tales mecanismos son un producto ideológico del neoliberalismo que nos enseña eso de que lograr lo que te propones es fruto de una actitud mental, o que el sujeto "se hace a sí mismo".
Quien crea que progresar consiste en alimentar nuestras propias fantasías narcisistas está muy equivocado. En el fondo, la creencia en la omnipotencia del deseo y la voluntad mental es una herramienta de opresión e infantilización. Tratamos a los jóvenes, y no tan jóvenes, como bebés. Las palabras del mitólogo Joseph J. Campbell [1904-1987] sobre el infante nos remiten a la nueva medida adoptada por el ministro de Universidades: "En el mundo del bebé las atenciones de los padres le conducen a creer que el universo se ajusta a sus propios intereses y que [el universo] está listo para responder ante cualquiera de sus pensamientos y deseos […] esto está ligado a una experiencia de efecto inmediato. La impresión resultante es la de una omnipotencia del pensamiento […] El mundo del niño es gobernado por reglas de mandato y respuesta", escribe. O, como decía Bourdieu [1930-2002]: "Los niños son como pequeños burgueses".
Los intereses del poder
Estamos formando bebés grandes, vulnerables y narcisistas, narcotizados por sus propios deseos.
Vivimos inmersos en una estructura social y cultural global con múltiples tentáculos que nos reblandece y humilla subrepticiamente, al no dejarnos batirnos en duelo con la realidad objetiva y sus obstáculos. Y las medidas del ministerio de Castells [n. 1942], aparentemente izquierdistas (contrarias a la discriminación), sirven principalmente a los intereses del poder: crear jóvenes ignorantes, blandengues, que se crean sus propias fantasías (por ejemplo, que aprueban). Hoy cualquier persona a la que no des la razón te acusa de discriminación, y los aprobados sin recuperación operan de acuerdo con el mismo mecanismo: “o me apruebas por la cara, o me estás discriminando”. También hoy, en muchos casos, una verdad científica es considerada discriminatoria o es calificada de prejuicio, cuando no hay postjuicio (es decir, juicio elaborado a posteriori, tras argumentar, experimentar y probar) en vez de un juicio científico.
Vivimos en un mundo que nos impele a creernos nuestras propias fantasías. Y alguien se preguntará: ¿qué tiene de malo creerte tus propias fantasías? Una pregunta cuya respuesta es muy sencilla: creerte tus propias fantasías es la forma más extrema de alienación. Cuanto más pierde uno pie con respecto al mundo objetivo, de los objetos, más vivirá en entornos puramente virtuales, enajenados y falsos. ¿Es preferible vivir alegremente en un mundo de mentiras o luchar contra la realidad para transformarla? Al poder le interesa que nos creamos nuestros propios deseos y mentiras en el plano virtual para así apropiarse el ámbito de lo material. Y a su vez, a los poderosos no les interesa la adulación y el vivir falsamente. Es por ello que existió antaño la figura del bufón medieval, que podía decir la verdad "en broma" al rey, sin padecer retribución alguna. El bufón era el anclaje del rey al mundo real; un anclaje que nos está siendo arrebatado a las personas de a pie en nombre de un progresismo estadounidense, espurio; un simulacro de progresismo. Para mí y para los míos abogo por sufrir, luchar y vencer en el mundo real. Y que ese plano virtual, al que nos vemos abocados a penetrar cada vez con más insistencia, se lo queden otros: los enajenados, los alienados...
Iñaki Domínguez (n. 1981)
https://www.vozpopuli.com/altavoz/cultura/psoe-estudian
El problema educativo del PSOE: confundir estudiantes con clientes
El nuevo enfoque educativo del sanchismo ofrece aprobados virtuales para vidas virtuales, alérgicas a la excelencia académica.
Hace poco se publicó la noticia de que el gobierno del PSOE ha decidido eliminar los exámenes de recuperación en la ESO, es decir, que para pasar de curso un estudiante se verá exento de realizar una prueba con la que demuestre objetivamente sus conocimientos y aptitud. Las barreras académicas a la hora de progresar van siendo, reforma a reforma, eliminadas y, con ellas, los peldaños necesarios para progresar intelectualmente. El progreso real es fruto necesario de la dificultad; sin barreras ni dificultades desarrollarse es una imposibilidad.
Con el sucesivo flujo de reformas educativas consumadas desde la Transición, estos peldaños han ido siendo erosionados, al tiempo que los estudiantes iban siendo reblandecidos, hasta crear una superficie académica casi plana que impide inexorablemente el ascenso académico. El escritor Gómez Escribano, que lleva treinta años impartiendo clases de Formación Profesional y no es precisamente un autor de derechas, comenta esto respecto a las nuevas generaciones de alumnos:
"Están mucho peor formados que nosotros. Cuando dicen 'la generación mejor formada' yo me descojono. Yo creo que la mejor generación, en cuestión de formación, hemos sido nosotros, porque hemos tenido un sistema educativo… y es una puta mierda [decirlo], porque el sistema que había cuando yo estudiaba era la Ley Villar-Palasí [1970-1990], que era un ministro de Franco [1968-1973]. Pero un tío que salía de C.O.U. [que se cursó por última vez durante el año académico 2000-2001], joder, era un señor: culto, que sabía matemáticas, que sabía filosofía. Hoy en día un tipo que sale del bachillerato L.O.G.S.E. es un bulto sospechoso", lamenta.
Sobre la decadencia intelectual progresiva del alumnado me comenta un profesor de universitario de Ingeniería Aeronáutica que lleva casi veinte años impartiendo clase: "Cuando comencé a dar clase algunos tenían problemas para resolver la ecuación de una parábola (un problema muy sencillo); siete años después, algunos no eran capaz de sacar la ecuación de una recta (algo aún más simple); y hoy me encuentro a algunos alumnos que tienen problemas para hacer una regla de tres". Por otro lado, como me han dicho ya muchos profesores, los estudiantes hoy son tratados como clientes, es decir, como autoridades, puesto que, como todos sabemos: "el cliente siempre tiene la razón". Muchas veces no se saben la lección, pero conocen bien los reglamentos y sus derechos, aunque a menudo ignoren sus obligaciones.
"Yo sí te creo" en las aulas
Hoy parece que todo es virtual, hasta los aprobados. Por lo visto en la actualidad se puede cambiar de sexo, raza o identidad con solo decidirlo mentalmente. Es decir, que nos convertiríamos en aquello que deseamos, pero virtualmente, sin serlo de veras, es decir, material o físicamente. Se quiere erradicar así, de modo virtual, lo trágico de la existencia: el desajuste existente entre mis deseos (subjetividad) y el mundo real (objetividad). Del mismo modo, hoy uno no aprueba al demostrar materialmente sus conocimientos, sino por simple decisión propia o ajena (de los profesores); es decir, que solo aprueba en su imaginación.
Pasar de curso sin aprobar es un modo implícito de dar la razón siempre al alumno. Su voluntad, su subjetividad, se materializaría como por arte de magia. Se trata de una especie de "yo sí te creo" [2018] de las aulas. No hace falta comprobación, argumento, ni prueba objetiva —es decir, un examen— para demostrar algo. Se torna todopoderosa la voluntad, pero una voluntad meramente mental, el simple deseo, cuando lo cierto es que una voluntad verdadera ha de materializarse en el mundo a través de la lucha y la objetivación, en un proceso correoso que nos sirve para madurar y mejorar como individuos.
Hay quien considera este tipo de medidas una forma de progresismo, cuando en realidad tales mecanismos son un producto ideológico del neoliberalismo que nos enseña eso de que lograr lo que te propones es fruto de una actitud mental, o que el sujeto "se hace a sí mismo".
Quien crea que progresar consiste en alimentar nuestras propias fantasías narcisistas está muy equivocado. En el fondo, la creencia en la omnipotencia del deseo y la voluntad mental es una herramienta de opresión e infantilización. Tratamos a los jóvenes, y no tan jóvenes, como bebés. Las palabras del mitólogo Joseph J. Campbell [1904-1987] sobre el infante nos remiten a la nueva medida adoptada por el ministro de Universidades: "En el mundo del bebé las atenciones de los padres le conducen a creer que el universo se ajusta a sus propios intereses y que [el universo] está listo para responder ante cualquiera de sus pensamientos y deseos […] esto está ligado a una experiencia de efecto inmediato. La impresión resultante es la de una omnipotencia del pensamiento […] El mundo del niño es gobernado por reglas de mandato y respuesta", escribe. O, como decía Bourdieu [1930-2002]: "Los niños son como pequeños burgueses".
Los intereses del poder
Estamos formando bebés grandes, vulnerables y narcisistas, narcotizados por sus propios deseos.
Vivimos inmersos en una estructura social y cultural global con múltiples tentáculos que nos reblandece y humilla subrepticiamente, al no dejarnos batirnos en duelo con la realidad objetiva y sus obstáculos. Y las medidas del ministerio de Castells [n. 1942], aparentemente izquierdistas (contrarias a la discriminación), sirven principalmente a los intereses del poder: crear jóvenes ignorantes, blandengues, que se crean sus propias fantasías (por ejemplo, que aprueban). Hoy cualquier persona a la que no des la razón te acusa de discriminación, y los aprobados sin recuperación operan de acuerdo con el mismo mecanismo: “o me apruebas por la cara, o me estás discriminando”. También hoy, en muchos casos, una verdad científica es considerada discriminatoria o es calificada de prejuicio, cuando no hay postjuicio (es decir, juicio elaborado a posteriori, tras argumentar, experimentar y probar) en vez de un juicio científico.
Vivimos en un mundo que nos impele a creernos nuestras propias fantasías. Y alguien se preguntará: ¿qué tiene de malo creerte tus propias fantasías? Una pregunta cuya respuesta es muy sencilla: creerte tus propias fantasías es la forma más extrema de alienación. Cuanto más pierde uno pie con respecto al mundo objetivo, de los objetos, más vivirá en entornos puramente virtuales, enajenados y falsos. ¿Es preferible vivir alegremente en un mundo de mentiras o luchar contra la realidad para transformarla? Al poder le interesa que nos creamos nuestros propios deseos y mentiras en el plano virtual para así apropiarse el ámbito de lo material. Y a su vez, a los poderosos no les interesa la adulación y el vivir falsamente. Es por ello que existió antaño la figura del bufón medieval, que podía decir la verdad "en broma" al rey, sin padecer retribución alguna. El bufón era el anclaje del rey al mundo real; un anclaje que nos está siendo arrebatado a las personas de a pie en nombre de un progresismo estadounidense, espurio; un simulacro de progresismo. Para mí y para los míos abogo por sufrir, luchar y vencer en el mundo real. Y que ese plano virtual, al que nos vemos abocados a penetrar cada vez con más insistencia, se lo queden otros: los enajenados, los alienados...
Iñaki Domínguez (n. 1981)
https://www.vozpopuli.com/altavoz/cultura/psoe-estudian
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
Apología del suspenso y de las recuperaciones
Otra reflexión sobre el tema:
Apología del suspenso y de las recuperaciones
El Ministerio de Educación desea eliminar los exámenes de recuperación en la ESO, pero la medida perjudica al alumno y transmite valores contrarios al esfuerzo
Sería difícil discernir qué es peor: si cambiar las leyes educativas al albur de las mayorías ideológicas o dejarlas en manos de pedagogos metidos a políticos. Entre las últimas ocurrencias que han tenido, además de esquilmar aún más los currículos, postergando el conocimiento frente a las habilidades o competencias, se encuentra la de desterrar las recuperaciones, lo que deja al alumno sin posibilidad alguna de enmendarse.
El cambio comenzó a dar sus primeros coletazos hace tiempo. Y tendríamos que haberlo previsto, pues no era imposible adivinar la senda que estábamos tomando cuando, de golpe y porrazo, liquidamos esa redención postrera que se abría en septiembre. El verano, entonces, tenía otro significado, otro color, otro sentido. Para algunos, en efecto, era una recompensa, el laurel que coronaba sus esfuerzos; para otros, menos afortunados, una suerte de purgatorio radiante, lleno de libros, pero con olor a mar y a crema bronceadora.
La enfermedad igualitarista sacudió, pues, esa primigenia estructura didáctica, hiriendo el mínimo sentido de la justicia que pudiera existir en alumnos famélicos de conocimiento. Suspenso o aprobado, nadie osa hoy a cuestionar el derecho a las vacaciones de un niño, aunque viva durante el curso en una situación de permanente holgazanería. ¡Ay, qué daño han hecho los derechos fundamentales! Las recuperaciones se pasaron, así, a junio o julio por decreto ley.
Algún “experto” ha comentado que la última propuesta, es decir, eliminar las recuperaciones, situará a nuestro país en la vanguardia, permitiendo que nos adaptemos a la política educativa de los países más avanzados. Ahora bien, una mirada a los resultados académicos muestra lo que cualquiera con sentido común sabe: es la exigencia lo que mejora la calidad de la enseñanza.
En este sentido, no sé cómo los expertos en educación han pasado por alto una hecho inquietante y paradójico. ¿Por qué será que la insistencia en la innovación docente y las estrategias en el aula no han conducido a una mejora significativa del rendimiento escolar? Sobre esta cuestión han escrito mucho -y siempre bien y atinadamente- Gregorio Luri e Inger Enkvist, entre otros, exigiendo a nuestros políticos dejar de hacer experimentos con gaseosa, y reivindicando, precisamente, todo aquello que las nuevas leyes -y aquí, como para otras muchas cosas, el color político no constituye desgraciadamente garantía de nada- quieren destruir.
En un libro reciente, delicioso y sublime, como todos los suyos, Mauricio Wiesenthal explica el sentido originario del término disciplina, que arranca de “discere”, la palabra latina que traducimos por “aprender”. De ahí que las disciplinas, aclara, designen tanto “las artes del espíritu como los arreos utilizados para fustigar”. Despejad el malentendido que pudiera atenazar al analfabeto malpensado: no, no se trata de proponer métodos sangrientos, ni lacerar al alumno, sino recordar que el saber, como casi todo lo valioso de la vida, exige esfuerzo, dedicación y método.
En cualquier caso, detrás de todas estas decisiones, laten dos tendencias peligrosas. En primer lugar, el desprecio al mérito, al logro, a la valía individual. La crítica a la meritocracia se ha extendido tanto que necesitamos urgentemente un nuevo Nietzsche para sacudir nuestra mediocre desidia. Nuestros chicos no desean emular a quien sobresale, ni anhelan parecerse a quienes son mejores, sino cortarles la cabeza, lo cual dice bastante de nuestra entretela moral.
Ciertamente, un sistema social basado en el mérito, como apuntan algunos, puede tener sus defectos. Por ejemplo, las clases creadas bajo su amparo se anquilosan y petrifican. Michael Sandel ha aludido a lo que ocurre en las mejores universidades, a las que solo acceden los hijos de los más pudientes. Sin embargo, si esos resultados nos resultan irrazonables es, justamente, porque quebrantan el principio del mérito.
La segunda tendencia, más preocupante, es el veneno del elitismo pertinaz, por irónico que pudiera parecer. El hecho de que unos aprueben y otros suspendan no implica un juicio moral. Lo más admirable del hombre es su diversidad: unos están más dotados intelectualmente; otros son manitas. Hay ingenieros y carpinteros, políticos y gendarmes. Si insistimos en borrar las diferencias es porque rige en nosotros un prejuicio clasista y pensamos que hay profesiones o formas de vida más dignas que otras. Y eso genere complejos dolorosos y socialmente letales.
De ahí esta apología del suspenso, que nuestros legisladores pretenden retirar para no socavar la autoestima de nuestros niños. Pero solo quien toma conciencia de sus fracasos puede recomponerse, de la misma manera que, a pesar de lo que pudiera sentir, es más seguro para todos avisar al timonel cuando se despista. Es el único medio de enderezar el rumbo. Haríamos bien en inscribir la famosa cita de Brecht en las aulas: “Prueba otra vez. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. No hay mejor forma de afrontar un suspenso.
Josemaría Carabant
https://www.elconfidencialdigital.com/articulo/ideas-cooltura/apologia-suspenso-recuperaciones/20211001171617281339.html
Apología del suspenso y de las recuperaciones
El Ministerio de Educación desea eliminar los exámenes de recuperación en la ESO, pero la medida perjudica al alumno y transmite valores contrarios al esfuerzo
Sería difícil discernir qué es peor: si cambiar las leyes educativas al albur de las mayorías ideológicas o dejarlas en manos de pedagogos metidos a políticos. Entre las últimas ocurrencias que han tenido, además de esquilmar aún más los currículos, postergando el conocimiento frente a las habilidades o competencias, se encuentra la de desterrar las recuperaciones, lo que deja al alumno sin posibilidad alguna de enmendarse.
El cambio comenzó a dar sus primeros coletazos hace tiempo. Y tendríamos que haberlo previsto, pues no era imposible adivinar la senda que estábamos tomando cuando, de golpe y porrazo, liquidamos esa redención postrera que se abría en septiembre. El verano, entonces, tenía otro significado, otro color, otro sentido. Para algunos, en efecto, era una recompensa, el laurel que coronaba sus esfuerzos; para otros, menos afortunados, una suerte de purgatorio radiante, lleno de libros, pero con olor a mar y a crema bronceadora.
La enfermedad igualitarista sacudió, pues, esa primigenia estructura didáctica, hiriendo el mínimo sentido de la justicia que pudiera existir en alumnos famélicos de conocimiento. Suspenso o aprobado, nadie osa hoy a cuestionar el derecho a las vacaciones de un niño, aunque viva durante el curso en una situación de permanente holgazanería. ¡Ay, qué daño han hecho los derechos fundamentales! Las recuperaciones se pasaron, así, a junio o julio por decreto ley.
Algún “experto” ha comentado que la última propuesta, es decir, eliminar las recuperaciones, situará a nuestro país en la vanguardia, permitiendo que nos adaptemos a la política educativa de los países más avanzados. Ahora bien, una mirada a los resultados académicos muestra lo que cualquiera con sentido común sabe: es la exigencia lo que mejora la calidad de la enseñanza.
En este sentido, no sé cómo los expertos en educación han pasado por alto una hecho inquietante y paradójico. ¿Por qué será que la insistencia en la innovación docente y las estrategias en el aula no han conducido a una mejora significativa del rendimiento escolar? Sobre esta cuestión han escrito mucho -y siempre bien y atinadamente- Gregorio Luri e Inger Enkvist, entre otros, exigiendo a nuestros políticos dejar de hacer experimentos con gaseosa, y reivindicando, precisamente, todo aquello que las nuevas leyes -y aquí, como para otras muchas cosas, el color político no constituye desgraciadamente garantía de nada- quieren destruir.
En un libro reciente, delicioso y sublime, como todos los suyos, Mauricio Wiesenthal explica el sentido originario del término disciplina, que arranca de “discere”, la palabra latina que traducimos por “aprender”. De ahí que las disciplinas, aclara, designen tanto “las artes del espíritu como los arreos utilizados para fustigar”. Despejad el malentendido que pudiera atenazar al analfabeto malpensado: no, no se trata de proponer métodos sangrientos, ni lacerar al alumno, sino recordar que el saber, como casi todo lo valioso de la vida, exige esfuerzo, dedicación y método.
En cualquier caso, detrás de todas estas decisiones, laten dos tendencias peligrosas. En primer lugar, el desprecio al mérito, al logro, a la valía individual. La crítica a la meritocracia se ha extendido tanto que necesitamos urgentemente un nuevo Nietzsche para sacudir nuestra mediocre desidia. Nuestros chicos no desean emular a quien sobresale, ni anhelan parecerse a quienes son mejores, sino cortarles la cabeza, lo cual dice bastante de nuestra entretela moral.
Ciertamente, un sistema social basado en el mérito, como apuntan algunos, puede tener sus defectos. Por ejemplo, las clases creadas bajo su amparo se anquilosan y petrifican. Michael Sandel ha aludido a lo que ocurre en las mejores universidades, a las que solo acceden los hijos de los más pudientes. Sin embargo, si esos resultados nos resultan irrazonables es, justamente, porque quebrantan el principio del mérito.
La segunda tendencia, más preocupante, es el veneno del elitismo pertinaz, por irónico que pudiera parecer. El hecho de que unos aprueben y otros suspendan no implica un juicio moral. Lo más admirable del hombre es su diversidad: unos están más dotados intelectualmente; otros son manitas. Hay ingenieros y carpinteros, políticos y gendarmes. Si insistimos en borrar las diferencias es porque rige en nosotros un prejuicio clasista y pensamos que hay profesiones o formas de vida más dignas que otras. Y eso genere complejos dolorosos y socialmente letales.
De ahí esta apología del suspenso, que nuestros legisladores pretenden retirar para no socavar la autoestima de nuestros niños. Pero solo quien toma conciencia de sus fracasos puede recomponerse, de la misma manera que, a pesar de lo que pudiera sentir, es más seguro para todos avisar al timonel cuando se despista. Es el único medio de enderezar el rumbo. Haríamos bien en inscribir la famosa cita de Brecht en las aulas: “Prueba otra vez. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. No hay mejor forma de afrontar un suspenso.
Josemaría Carabant
https://www.elconfidencialdigital.com/articulo/ideas-cooltura/apologia-suspenso-recuperaciones/20211001171617281339.html
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
Para qué sirve la educación hoy
La educación fracasa: pero ¿y si no fuera un error, sino una característica de nuestro sistema?
«La verdadera grieta al ponernos a educar es bien otra: la que se abre entre quienes creen que educar debe servir para algo (propagar ideología, perpetuar nuestro sistema económico) y cuantos creemos que educar debe servirle a alguien (al educando)»
La verdadera grieta en el campo de la educación no es la que nos separa entre izquierdistas y derechistas. O la que nos divide entre innovadores y tradicionalistas. La verdadera grieta al ponernos a educar es bien otra: la que se abre entre quienes creen que educar debe servir para algo (propagar ideología, perpetuar nuestro sistema económico) y cuantos creemos que educar debe servirle a alguien (al educando) [Paideia].
Buena parte de nuestras izquierdas y derechas creen que educar consiste sobre todo en un privilegio para los docentes: durante miles de horas, tendrán a su disposición a millones de niños encerrados en miles de colegios, y obligados a escuchar con mayor o menor desgana las ideas que al profesor, nuncio de la Bondad en la Tierra, le pete inculcarles. Hay educadores a los que solo sugerirles que ésta anda lejos de ser su misión trascendente les enrabieta. Como si a un sacerdote le sugirieras que abandonara sus altares (¿propiciatorios?), cual si a un predicador le invitaras a bajarse del púlpito.
Dado que la mayor parte de estos profesores-propagandistas son de izquierda (los datos muestran este sesgo por doquier: Europa, Estados Unidos, Canadá…), y dado que también fue todo un ídolo de la izquierda, Juan Jacobo Rousseau [1712-1778; abandonó a sus cinco hijos al nacer], quien mayores esperanzas depositó sobre este rol redentor de la educación, la derecha a menudo se ha refugiado en la otra táctica educativa que mencionábamos antes. Propongamos una instrucción no centrada en adoctrinar, sino en formar futuros trabajadores, o emprendedores del mañana. En vez de clases sobre Valores éticos, enseñemos Valores bursátiles; en vez de Igualdad de género, Contabilidad.
Pero, como decíamos al inicio, estamos trabajando con una dicotomía errónea. A la postre, la separación entre izquierdas y derechas no resulta tan importante. Cuando unas y otras creen que la educación sirve para hacerle algo al alumno (meterle ideas correctas, adiestrarlo en habilidades útiles) siempre es posible, al final, un pacto de buena amistad.
Y, de hecho, eso es lo que tenemos a nuestro derredor. Escuelas, colegios y universidades que lo mismo suministran ideología «para hacer buenos ciudadanos» que entrenan competencias «para mejorar nuestra mano de obra». Y si alguien osara recordar que un alumno es algo más que un ciudadano o un productor futuro (que un alumno es una persona, por ejemplo, con dignidad propia, y por lo tanto no sujeto al uso que otros, ideologías o sistemas económicos, organizaciones políticas o empresas, dispongan de él) a quien así hable habrá de tomársele como un tipo harto inconveniente.
Ahora bien, he aquí que nos topamos, una vez instalados en ese marco, con toda una sorpresa. O con una doble sorpresa, pues afecta a las dos patas de esa educación utilitaria que estamos describiendo.
En primer lugar, miramos a las nuevas generaciones de alumnos y salta a la vista que cada vez aprenden menos cosas. Los temarios de los libros de texto, poco a poco, se jibarizan; a sus habilidades de cálculo mental las sustituye una calculadora; su vocabulario se empobrece. ¿Cómo es posible, si ese fuera el caballo de batalla de muchos ideólogos educativos, que no crezcan las «competencias» de nuestros educandos, sino que incluso mermen? Quizá solo en el conocimiento del inglés sea palpable la tendencia contraria (pero ¿es por las clases de esa asignatura o gracias a videojuegos e internet?).
En segundo lugar, las cosas tampoco funcionan mucho mejor en la cara ideologizante de nuestros centros educativos. Lo advirtió hace ya años Peter Sloterdijk [n. 1947]: si el objetivo de tanta y tanta educación como llevamos impartida en los últimos siglos era mejorar la moralidad de la especie humana, resulta dudoso su éxito. Como alemán que es, bien sabe él de la refinada cultura que podían exhibir muchos nacionalsocialistas; como niños que todos hemos sido, bien conocemos lo indiferentes (cuando no difidentes) que nos dejaban nuestras maestras y sus cansinas insistencias en que nos portásemos requetebién. Sí, seguiremos haciendo murales por la paz mundial y ejercicios en clase «contra toda violencia»; pero luego, en el patio del colegio, cuando nadie nos mire, solo si jugamos a imitar un concurso de belleza y queremos hablar como las misses repetiremos las banalidades pacifistas de nuestros mayores.
¿Para qué sirve entonces la educación, si no sirve para las cosas que quieren los que dicen que sirve?
Hace unos días el profesor Enrique Galindo [n. 1975] nos recordaba en Twitter una inquietante hipótesis. (Galindo es buen ejemplo de que la grieta importante en educación no es la que divide a conservadores e izquierdistas; como militante de Izquierda Unida que es, muchas cosas me separan de él; como crítico con la educación actual, muchas cosas nos acomunan). Se trata de una conversación con un alto cargo francés que recoge Michel Desmurget [n. 1965] en su libro La fábrica de cretinos digitales [2019]. Merece la pena reproducirla:
«Después del blablablá habitual acerca de los beneficios de los dispositivos digitales, la conversación fue transcurriendo del siguiente modo:
-Yo (Desmurget): Todos los estudios demuestran una importante reducción de las competencias cognitivas de estos jóvenes, desde el lenguaje hasta la capacidad de atención, pasando por los conocimientos culturales y fundamentales más básicos. Y, como ya sabemos, sobre todo gracias a los informes PISA, la digitalización de los colegios no hace más que empeorar la situación.
-Él (alto cargo francés): Se habla de la economía del conocimiento, pero se trata de algo minoritario. En el futuro, más del 90 % de los empleos serán de escasa cualificación, en los sectores de ayuda a las personas dependientes, servicios, transporte, limpieza en el hogar… Para estos puestos tampoco hacen falta personas muy formadas.
-Yo: ¿Y entonces para qué hacer que todos estudien una carrera universitaria, si van a terminar como dependientes en Decathlon?
-Él: Pues porque un estudiante sale más barato que un parado y está más aceptado socialmente. Todos conocemos ya el nivel de esos títulos. Son solo de cara a la galería. No hay que ser ingenuos. Además, cuanto más tiempo estén en la Universidad, más nos ahorraremos en pensiones».
¿Nos hallamos ante una declaración aislada, consecuencia indeseada de que el capitoste galo de referencia acabara de comer demasiado brie o de ingerir excesivo Burdeos? El propio Galindo desmonta esa sospecha, trayendo un par de citas de documentos en este caso oficiales, de nada menos que la OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos], en línea similar.
Así, en su publicación Las escuelas de mañana, de 2001, se habla ya de «no todo el mundo elegirá una carrera en el dinámico sector de la nueva economía (de hecho, la mayoría no lo hará), por lo que los planes de estudio no pueden diseñarse como si todos debieran llegar lejos».
Y hace ocho años, en su informe Mejores competencias, mejores empleos, mejores condiciones de vida, se insistía en que «hay indicios de una tendencia hacia el aumento de la polarización de competencias: se necesitan trabajadores altamente calificados para labores relacionadas con la tecnología; se contratan trabajadores menos calificados para la prestación de servicios que no pueden automatizarse, digitalizarse o subcontratarse, tales como el cuidado de otras personas; se sustituyen las competencias medias por robots inteligentes».
Al leer estos textos, de repente, todo cuadra. Ya no es un misterio que una escuela que se dice orientada a instruir al alumno para que sirva a la sociedad luego instruya de manera tan escasa; ya no resulta enigmático que cada vez más dinero dedicado a la educación forme de modo cada vez peor. ¿Y si todo eso no fuera un error de nuestro sistema educativo, sino una característica intencionada del mismo? (Como dicen los informáticos: it’s not a bug, but a feature [no es un error, sino una característica]).
¿Y si la vía que tienen nuestros colegios e institutos de servir al país no fuera ilustrar hasta el máximo posible a cada uno de los que por ellos pasan? ¿Y si el propósito fuera retener estabulados a millones de niños y jóvenes para que no molesten a los que estamos en edades productivas? ¿Y si se les entretuviera en tanto con un poco de ideología por acá, un poco de saberes por allá, pero sin esfuerzos excesivos, que al fin y al cabo la mayoría de esos alumnos terminarán haciendo cosas como cuidar ancianos o fregar esas escaleras donde Roomba no marcha del todo bien? ¿Y si nuestros profesores fueran ya solo animadores socioculturales mejor pagados que sus homónimos en Benidorm, que amenizan a jubilados en vez de a púberes?
La hipótesis es sencilla, aunque desasosegante. Mas ya Occam [c. 1280-349] nos advirtió que lo primero no empece para que algo sea verdad. Hay un viejo chiste soviético que habla de que en sus fábricas los obreros hacían como que trabajaban, mientras el Estado hacía como que les pagaba por ello. Poco a poco, nuestra educación se asimila a ello: un sistema donde los profesores hacen como que enseñan, y los alumnos como que aprenden. Y a ningún gobierno le molesta que así sea: se afanará, al contrario, en que obtener suspensos cada vez importe menos, en que cada vez se deban hacer menos recuperaciones, en que el esfuerzo sea menos y menos necesario. La economía del futuro no necesita otra cosa. Y corregir exámenes en septiembre resulta un tostonazo.
Mientras, los que pensamos que educar vale por sí mismo, no por lo que la economía futura, o por lo que una u otra ideología ansíen hacer del estudiante; los que creemos que darle a un chico saber es como darle salud o fuerza física o afecto o disfrute de la vida (cosas que se justifican no por lo que podrá hacer luego con tales virtudes, sino porque ellas mismas fundan lo valioso de nuestra existencia); los que creemos que la educación debe hacer mejores personas porque sí, no porque luego vayan a ser útiles a la sociedad o a la economía, deberemos aguardar tiempos mejores. ¿Con alguna esperanza? Bueno, justo si hemos leído libros antiguos (de esos que no sirven para nada) sabemos ninguna decadencia es perpetua; así que acaso pronto los hados tornen a sernos propicios y arriben tiempos mejores para educar.
Miguel Ángel Quintana Paz
Director académico y profesor en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid.
https://theobjective.com/elsubjetivo/educacion-fracaso-error-caracteristica-sistema
«La verdadera grieta al ponernos a educar es bien otra: la que se abre entre quienes creen que educar debe servir para algo (propagar ideología, perpetuar nuestro sistema económico) y cuantos creemos que educar debe servirle a alguien (al educando)»
La verdadera grieta en el campo de la educación no es la que nos separa entre izquierdistas y derechistas. O la que nos divide entre innovadores y tradicionalistas. La verdadera grieta al ponernos a educar es bien otra: la que se abre entre quienes creen que educar debe servir para algo (propagar ideología, perpetuar nuestro sistema económico) y cuantos creemos que educar debe servirle a alguien (al educando) [Paideia].
Buena parte de nuestras izquierdas y derechas creen que educar consiste sobre todo en un privilegio para los docentes: durante miles de horas, tendrán a su disposición a millones de niños encerrados en miles de colegios, y obligados a escuchar con mayor o menor desgana las ideas que al profesor, nuncio de la Bondad en la Tierra, le pete inculcarles. Hay educadores a los que solo sugerirles que ésta anda lejos de ser su misión trascendente les enrabieta. Como si a un sacerdote le sugirieras que abandonara sus altares (¿propiciatorios?), cual si a un predicador le invitaras a bajarse del púlpito.
Dado que la mayor parte de estos profesores-propagandistas son de izquierda (los datos muestran este sesgo por doquier: Europa, Estados Unidos, Canadá…), y dado que también fue todo un ídolo de la izquierda, Juan Jacobo Rousseau [1712-1778; abandonó a sus cinco hijos al nacer], quien mayores esperanzas depositó sobre este rol redentor de la educación, la derecha a menudo se ha refugiado en la otra táctica educativa que mencionábamos antes. Propongamos una instrucción no centrada en adoctrinar, sino en formar futuros trabajadores, o emprendedores del mañana. En vez de clases sobre Valores éticos, enseñemos Valores bursátiles; en vez de Igualdad de género, Contabilidad.
Pero, como decíamos al inicio, estamos trabajando con una dicotomía errónea. A la postre, la separación entre izquierdas y derechas no resulta tan importante. Cuando unas y otras creen que la educación sirve para hacerle algo al alumno (meterle ideas correctas, adiestrarlo en habilidades útiles) siempre es posible, al final, un pacto de buena amistad.
Y, de hecho, eso es lo que tenemos a nuestro derredor. Escuelas, colegios y universidades que lo mismo suministran ideología «para hacer buenos ciudadanos» que entrenan competencias «para mejorar nuestra mano de obra». Y si alguien osara recordar que un alumno es algo más que un ciudadano o un productor futuro (que un alumno es una persona, por ejemplo, con dignidad propia, y por lo tanto no sujeto al uso que otros, ideologías o sistemas económicos, organizaciones políticas o empresas, dispongan de él) a quien así hable habrá de tomársele como un tipo harto inconveniente.
Ahora bien, he aquí que nos topamos, una vez instalados en ese marco, con toda una sorpresa. O con una doble sorpresa, pues afecta a las dos patas de esa educación utilitaria que estamos describiendo.
En primer lugar, miramos a las nuevas generaciones de alumnos y salta a la vista que cada vez aprenden menos cosas. Los temarios de los libros de texto, poco a poco, se jibarizan; a sus habilidades de cálculo mental las sustituye una calculadora; su vocabulario se empobrece. ¿Cómo es posible, si ese fuera el caballo de batalla de muchos ideólogos educativos, que no crezcan las «competencias» de nuestros educandos, sino que incluso mermen? Quizá solo en el conocimiento del inglés sea palpable la tendencia contraria (pero ¿es por las clases de esa asignatura o gracias a videojuegos e internet?).
En segundo lugar, las cosas tampoco funcionan mucho mejor en la cara ideologizante de nuestros centros educativos. Lo advirtió hace ya años Peter Sloterdijk [n. 1947]: si el objetivo de tanta y tanta educación como llevamos impartida en los últimos siglos era mejorar la moralidad de la especie humana, resulta dudoso su éxito. Como alemán que es, bien sabe él de la refinada cultura que podían exhibir muchos nacionalsocialistas; como niños que todos hemos sido, bien conocemos lo indiferentes (cuando no difidentes) que nos dejaban nuestras maestras y sus cansinas insistencias en que nos portásemos requetebién. Sí, seguiremos haciendo murales por la paz mundial y ejercicios en clase «contra toda violencia»; pero luego, en el patio del colegio, cuando nadie nos mire, solo si jugamos a imitar un concurso de belleza y queremos hablar como las misses repetiremos las banalidades pacifistas de nuestros mayores.
¿Para qué sirve entonces la educación, si no sirve para las cosas que quieren los que dicen que sirve?
Hace unos días el profesor Enrique Galindo [n. 1975] nos recordaba en Twitter una inquietante hipótesis. (Galindo es buen ejemplo de que la grieta importante en educación no es la que divide a conservadores e izquierdistas; como militante de Izquierda Unida que es, muchas cosas me separan de él; como crítico con la educación actual, muchas cosas nos acomunan). Se trata de una conversación con un alto cargo francés que recoge Michel Desmurget [n. 1965] en su libro La fábrica de cretinos digitales [2019]. Merece la pena reproducirla:
«Después del blablablá habitual acerca de los beneficios de los dispositivos digitales, la conversación fue transcurriendo del siguiente modo:
-Yo (Desmurget): Todos los estudios demuestran una importante reducción de las competencias cognitivas de estos jóvenes, desde el lenguaje hasta la capacidad de atención, pasando por los conocimientos culturales y fundamentales más básicos. Y, como ya sabemos, sobre todo gracias a los informes PISA, la digitalización de los colegios no hace más que empeorar la situación.
-Él (alto cargo francés): Se habla de la economía del conocimiento, pero se trata de algo minoritario. En el futuro, más del 90 % de los empleos serán de escasa cualificación, en los sectores de ayuda a las personas dependientes, servicios, transporte, limpieza en el hogar… Para estos puestos tampoco hacen falta personas muy formadas.
-Yo: ¿Y entonces para qué hacer que todos estudien una carrera universitaria, si van a terminar como dependientes en Decathlon?
-Él: Pues porque un estudiante sale más barato que un parado y está más aceptado socialmente. Todos conocemos ya el nivel de esos títulos. Son solo de cara a la galería. No hay que ser ingenuos. Además, cuanto más tiempo estén en la Universidad, más nos ahorraremos en pensiones».
¿Nos hallamos ante una declaración aislada, consecuencia indeseada de que el capitoste galo de referencia acabara de comer demasiado brie o de ingerir excesivo Burdeos? El propio Galindo desmonta esa sospecha, trayendo un par de citas de documentos en este caso oficiales, de nada menos que la OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos], en línea similar.
Así, en su publicación Las escuelas de mañana, de 2001, se habla ya de «no todo el mundo elegirá una carrera en el dinámico sector de la nueva economía (de hecho, la mayoría no lo hará), por lo que los planes de estudio no pueden diseñarse como si todos debieran llegar lejos».
Y hace ocho años, en su informe Mejores competencias, mejores empleos, mejores condiciones de vida, se insistía en que «hay indicios de una tendencia hacia el aumento de la polarización de competencias: se necesitan trabajadores altamente calificados para labores relacionadas con la tecnología; se contratan trabajadores menos calificados para la prestación de servicios que no pueden automatizarse, digitalizarse o subcontratarse, tales como el cuidado de otras personas; se sustituyen las competencias medias por robots inteligentes».
Al leer estos textos, de repente, todo cuadra. Ya no es un misterio que una escuela que se dice orientada a instruir al alumno para que sirva a la sociedad luego instruya de manera tan escasa; ya no resulta enigmático que cada vez más dinero dedicado a la educación forme de modo cada vez peor. ¿Y si todo eso no fuera un error de nuestro sistema educativo, sino una característica intencionada del mismo? (Como dicen los informáticos: it’s not a bug, but a feature [no es un error, sino una característica]).
¿Y si la vía que tienen nuestros colegios e institutos de servir al país no fuera ilustrar hasta el máximo posible a cada uno de los que por ellos pasan? ¿Y si el propósito fuera retener estabulados a millones de niños y jóvenes para que no molesten a los que estamos en edades productivas? ¿Y si se les entretuviera en tanto con un poco de ideología por acá, un poco de saberes por allá, pero sin esfuerzos excesivos, que al fin y al cabo la mayoría de esos alumnos terminarán haciendo cosas como cuidar ancianos o fregar esas escaleras donde Roomba no marcha del todo bien? ¿Y si nuestros profesores fueran ya solo animadores socioculturales mejor pagados que sus homónimos en Benidorm, que amenizan a jubilados en vez de a púberes?
La hipótesis es sencilla, aunque desasosegante. Mas ya Occam [c. 1280-349] nos advirtió que lo primero no empece para que algo sea verdad. Hay un viejo chiste soviético que habla de que en sus fábricas los obreros hacían como que trabajaban, mientras el Estado hacía como que les pagaba por ello. Poco a poco, nuestra educación se asimila a ello: un sistema donde los profesores hacen como que enseñan, y los alumnos como que aprenden. Y a ningún gobierno le molesta que así sea: se afanará, al contrario, en que obtener suspensos cada vez importe menos, en que cada vez se deban hacer menos recuperaciones, en que el esfuerzo sea menos y menos necesario. La economía del futuro no necesita otra cosa. Y corregir exámenes en septiembre resulta un tostonazo.
Mientras, los que pensamos que educar vale por sí mismo, no por lo que la economía futura, o por lo que una u otra ideología ansíen hacer del estudiante; los que creemos que darle a un chico saber es como darle salud o fuerza física o afecto o disfrute de la vida (cosas que se justifican no por lo que podrá hacer luego con tales virtudes, sino porque ellas mismas fundan lo valioso de nuestra existencia); los que creemos que la educación debe hacer mejores personas porque sí, no porque luego vayan a ser útiles a la sociedad o a la economía, deberemos aguardar tiempos mejores. ¿Con alguna esperanza? Bueno, justo si hemos leído libros antiguos (de esos que no sirven para nada) sabemos ninguna decadencia es perpetua; así que acaso pronto los hados tornen a sernos propicios y arriben tiempos mejores para educar.
Miguel Ángel Quintana Paz
Director académico y profesor en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid.
https://theobjective.com/elsubjetivo/educacion-fracaso-error-caracteristica-sistema
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
Re: El cambio educativo. Carta a un amigo
Copio un artículo que me ha parecido interesante en relación al cambio educativo que, en general, padecemos.
Las primeras letras
Juan Manuel de Prada
La moderna pedagogía ha introducido métodos perfectamente imbéciles. Quizá uno de los más perniciosos haya consistido en retrasar hasta edades muy avanzadas el acceso a la lectura y la escritura; un retraso que, amén de limitar la curiosidad de los niños que empiezan a descubrir el mundo, enrarece su trato con el idioma y, a la larga, limita sus posibilidades cognitivas. Sobre todo si, como lleva haciéndose desde hace algún tiempo, el aprendizaje de la caligrafía se abrevia al máximo, mediante la introducción de ordenadores y otros instrumentos electrónicos en la escuela.
Yo aprendí a leer a una edad de la que apenas guardo recuerdos conscientes. Me enseñó mi abuelo, cuando ni siquiera había cumplido los tres años, en unas cartillas antañonas rescatadas del comercio que había regentado, allá en su pueblo, hasta jubilarse. No creo exagerar si afirmo que mi vocación literaria (o al menos mi fascinación siempre renovada por las palabras) se fraguó entonces. Fue esta convivencia tan temprana con la lectura lo que transformó por completo mi relación con el mundo. Recuerdo que esta precocidad espantaba a muchos de mis familiares, que acusaban a mi abuelo de haberme iniciado en una disciplina demasiado exigente para mi tierna edad.
Nunca entendí aquel motivo de escándalo: al acceder al paraíso ignoto de la palabra cuando se estaba despertando mi curiosidad, pude disfrutar de experiencias gratificantes que a otros niños les estaban vedadas. Así, el lenguaje se convirtió para mí en una posesión grata, siempre en expansión, siempre renovada e inabarcable. Treinta y tantos años después, puedo afirmar que esa posesión nunca consumada del todo sigue incitándome con nuevos descubrimientos. El lenguaje es la música que nos habita, el estribillo que pone ritmo a nuestra respiración. Una vida sin acceso pleno al lenguaje es una vida sin música, una vida sorda y por lo tanto cercenada.
Hoy, por lo que he podido constatar, en las escuelas no se enseña a leer a los niños hasta que no han cumplido los cinco años, o incluso más allá. Los planes educativos han decidido establecer que los cinco años es una edad demasiado temprana para acceder a ese tesoro de deslumbramientos constantes. Craso error. Cuando a los cinco años no se sabe leer, es previsible que a los diez no se sabrá escribir sin faltas de ortografía; y que a los quince no se sabrá desentrañar el significado de un texto mínimamente complejo. Y esta tendencia sospecho que se intensificará, dada la omnipresencia de una tecnología que nos aparta de la lectura y la escritura. Se está reprimiendo una facultad natural en el ser humano; y cuando las facultades naturales se reprimen, no debe extrañarnos que disminuya nuestra capacidad de comprensión.
Nos quejamos con frecuencia de que nuestros jóvenes hayan desertado de la lectura; y gastamos ingentes fondos públicos en potenciar los hábitos lectores. ¿No resultaría todo mucho más sencillo si aceptásemos de una vez por todas que los verdaderos lectores sólo existen cuando la lectura se convierte en la primera forma de aproximación a la realidad que los rodea? Si obligáramos a nuestros hijos a permanecer con los ojos vendados hasta los cinco años, lo más normal sería que, una vez removida la venda de sus ojos, mostraran síntomas de fotofobia. Si los mantuviéramos aislados, lo más normal sería que después padecieran misantropía. Del mismo modo, cuando se les hurtan las delicias de la lectura, es natural que crezcan ajenos a su disfrute. Pero afirmar semejante verdad de Perogrullo te convierte inmediatamente en enemigo de la moderna pedagogía.
Llamadme, pues, antimoderno. Yo más bien me considero adversario de la mentecatez y la estulticia. Si a los tres años se empezasen a enseñar los rudimentos de la lectura y la escritura, quizá se podría evitar que nuestros hijos se convirtiesen en analfabetos funcionales. Por supuesto, no sería la panacea universal que aniquilase esta calamidad educativa (son muchos los elementos que conspiran para alejar a nuestros jóvenes de la letra impresa); pero siquiera salvaríamos los primeros escollos.
La moderna pedagogía dispone de formidables instrumentos para extender su reinado de sombra; quizá el más eficaz consista en inocularnos la creencia demencial de que, si nos atrevemos a exigir una educación que no reprima las facultades naturales del niño, estamos en realidad abogando por una educación represora y asfixiante. Y, mientras nadie se atreva a denunciar la desnudez del rey, nuestros hijos seguirán condenados a la intemperie, sin una mala letra que los cobije del frío exterior.
https://www.abc.es/xlsemanal/firmas/juan-manuel-de-prada/juan-manuel-de-prada-las-primeras-letras.html
Las primeras letras
Juan Manuel de Prada
La moderna pedagogía ha introducido métodos perfectamente imbéciles. Quizá uno de los más perniciosos haya consistido en retrasar hasta edades muy avanzadas el acceso a la lectura y la escritura; un retraso que, amén de limitar la curiosidad de los niños que empiezan a descubrir el mundo, enrarece su trato con el idioma y, a la larga, limita sus posibilidades cognitivas. Sobre todo si, como lleva haciéndose desde hace algún tiempo, el aprendizaje de la caligrafía se abrevia al máximo, mediante la introducción de ordenadores y otros instrumentos electrónicos en la escuela.
Yo aprendí a leer a una edad de la que apenas guardo recuerdos conscientes. Me enseñó mi abuelo, cuando ni siquiera había cumplido los tres años, en unas cartillas antañonas rescatadas del comercio que había regentado, allá en su pueblo, hasta jubilarse. No creo exagerar si afirmo que mi vocación literaria (o al menos mi fascinación siempre renovada por las palabras) se fraguó entonces. Fue esta convivencia tan temprana con la lectura lo que transformó por completo mi relación con el mundo. Recuerdo que esta precocidad espantaba a muchos de mis familiares, que acusaban a mi abuelo de haberme iniciado en una disciplina demasiado exigente para mi tierna edad.
Nunca entendí aquel motivo de escándalo: al acceder al paraíso ignoto de la palabra cuando se estaba despertando mi curiosidad, pude disfrutar de experiencias gratificantes que a otros niños les estaban vedadas. Así, el lenguaje se convirtió para mí en una posesión grata, siempre en expansión, siempre renovada e inabarcable. Treinta y tantos años después, puedo afirmar que esa posesión nunca consumada del todo sigue incitándome con nuevos descubrimientos. El lenguaje es la música que nos habita, el estribillo que pone ritmo a nuestra respiración. Una vida sin acceso pleno al lenguaje es una vida sin música, una vida sorda y por lo tanto cercenada.
Hoy, por lo que he podido constatar, en las escuelas no se enseña a leer a los niños hasta que no han cumplido los cinco años, o incluso más allá. Los planes educativos han decidido establecer que los cinco años es una edad demasiado temprana para acceder a ese tesoro de deslumbramientos constantes. Craso error. Cuando a los cinco años no se sabe leer, es previsible que a los diez no se sabrá escribir sin faltas de ortografía; y que a los quince no se sabrá desentrañar el significado de un texto mínimamente complejo. Y esta tendencia sospecho que se intensificará, dada la omnipresencia de una tecnología que nos aparta de la lectura y la escritura. Se está reprimiendo una facultad natural en el ser humano; y cuando las facultades naturales se reprimen, no debe extrañarnos que disminuya nuestra capacidad de comprensión.
Nos quejamos con frecuencia de que nuestros jóvenes hayan desertado de la lectura; y gastamos ingentes fondos públicos en potenciar los hábitos lectores. ¿No resultaría todo mucho más sencillo si aceptásemos de una vez por todas que los verdaderos lectores sólo existen cuando la lectura se convierte en la primera forma de aproximación a la realidad que los rodea? Si obligáramos a nuestros hijos a permanecer con los ojos vendados hasta los cinco años, lo más normal sería que, una vez removida la venda de sus ojos, mostraran síntomas de fotofobia. Si los mantuviéramos aislados, lo más normal sería que después padecieran misantropía. Del mismo modo, cuando se les hurtan las delicias de la lectura, es natural que crezcan ajenos a su disfrute. Pero afirmar semejante verdad de Perogrullo te convierte inmediatamente en enemigo de la moderna pedagogía.
Llamadme, pues, antimoderno. Yo más bien me considero adversario de la mentecatez y la estulticia. Si a los tres años se empezasen a enseñar los rudimentos de la lectura y la escritura, quizá se podría evitar que nuestros hijos se convirtiesen en analfabetos funcionales. Por supuesto, no sería la panacea universal que aniquilase esta calamidad educativa (son muchos los elementos que conspiran para alejar a nuestros jóvenes de la letra impresa); pero siquiera salvaríamos los primeros escollos.
La moderna pedagogía dispone de formidables instrumentos para extender su reinado de sombra; quizá el más eficaz consista en inocularnos la creencia demencial de que, si nos atrevemos a exigir una educación que no reprima las facultades naturales del niño, estamos en realidad abogando por una educación represora y asfixiante. Y, mientras nadie se atreva a denunciar la desnudez del rey, nuestros hijos seguirán condenados a la intemperie, sin una mala letra que los cobije del frío exterior.
https://www.abc.es/xlsemanal/firmas/juan-manuel-de-prada/juan-manuel-de-prada-las-primeras-letras.html
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
El negocio de la educación
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Puede leerse en https://prestigiovsmercado.foroes.org/t282-el-negocio-de-la-educacion
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Última edición por Genaro Chic el Jue Mar 31, 2022 12:23 pm, editado 2 veces
Genaro Chic- Mensajes : 729
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Re: El cambio educativo. Carta a un amigo
Un artículo que creo que muestra claramente las últimas barrabasadas en nuestro sistema educativo
LA DESILUSTRACIÓN
Bajo el ruido del plan anticrisis y su controversia política y mediática, el Consejo de Ministros expidió ayer el decreto que apaga las últimas luces de la razón en la enseñanza. El currículum de la ESO, con su hilarante neolenguaje de pedantería tecnocrática, remata el trabajo de desilustración comenzado en la Primaria y garantiza que los alumnos lleguen a los dieciséis años sin la formación adecuada pero catequizados en los principales ‘mantras’ identitarios de la izquierda contemporánea.
Consolida la supresión de las notas numéricas y la obtención del título sin límite de suspensos, suprime la Filosofía, los logaritmos o la cronología histórica e introduce en todas las materias una obligatoria «perspectiva emocional y de género». El grueso de la instrucción pública queda así colonizado por los principales sesgos del Gobierno -ecofeminismo, memoria democrática, sostenibilidad, etc.- con el pretexto de aligerar el aprendizaje de un exceso de detallismo académico.
Se cierra el círculo. Tendremos una generación de jóvenes semianalfabetos perfectamente instruidos en los dogmas de fe posmodernos.
Porque el verdadero problema no está tanto en el enfoque doctrinario, al fin y al cabo habitual en todas nuestras leyes educativas, como en la aculturación que predica la nueva pedagogía. En teoría no debería existir inconveniente para que la inmersión ideológica respetase una cierta estructura intelectual rigurosa en el estudio de las matemáticas, la lengua, la biología o la historia: bastaría con aplicarles una interpretación de parte, incluso tendenciosa, sin perder la formalidad metódica. Pero lo que da a entender ese terco empeño en adelgazar los contenidos es que los propios promotores de esta nueva cultura del esfuerzo mínimo consideran que el conocimiento es incompatible con el progresismo. Que la mentalidad facilista y dúctil que aspiran a forjar sólo puede inculcarse a través de la mediocridad, la flojera de espíritu, la trivialidad didáctica o el vacío científico. La ignorancia como principio de un orden basado en la asimilación de prejuicios necesita erradicar la cultura general, el protocolo lingüístico o el razonamiento deductivo.
La abolición del mérito completa el designio igualitario. Los conceptos de suspenso o aprobado forman parte de un sistema obsoleto, primitivo, arcaico. Las calificaciones aritméticas son el sustrato de un código de valores competitivos cuyo impacto causa en el estudiante un efecto traumático. Como la Filosofía, ese vestigio de un pensamiento rancio felizmente superado. En un primer momento, el currículo distinguía entre saberes deseables -es decir, prescindibles- y saberes básicos. Los primeros han sido directamente orillados para igualar el rasero de la capacitación por el nivel más bajo. ‘Consumatum est’, apaga y vámonos. Directos por el camino más corto y más rápido hacia el fracaso
Ignacio Camacho
ABC, 30 de marzo de 2022
LA DESILUSTRACIÓN
Bajo el ruido del plan anticrisis y su controversia política y mediática, el Consejo de Ministros expidió ayer el decreto que apaga las últimas luces de la razón en la enseñanza. El currículum de la ESO, con su hilarante neolenguaje de pedantería tecnocrática, remata el trabajo de desilustración comenzado en la Primaria y garantiza que los alumnos lleguen a los dieciséis años sin la formación adecuada pero catequizados en los principales ‘mantras’ identitarios de la izquierda contemporánea.
Consolida la supresión de las notas numéricas y la obtención del título sin límite de suspensos, suprime la Filosofía, los logaritmos o la cronología histórica e introduce en todas las materias una obligatoria «perspectiva emocional y de género». El grueso de la instrucción pública queda así colonizado por los principales sesgos del Gobierno -ecofeminismo, memoria democrática, sostenibilidad, etc.- con el pretexto de aligerar el aprendizaje de un exceso de detallismo académico.
Se cierra el círculo. Tendremos una generación de jóvenes semianalfabetos perfectamente instruidos en los dogmas de fe posmodernos.
Porque el verdadero problema no está tanto en el enfoque doctrinario, al fin y al cabo habitual en todas nuestras leyes educativas, como en la aculturación que predica la nueva pedagogía. En teoría no debería existir inconveniente para que la inmersión ideológica respetase una cierta estructura intelectual rigurosa en el estudio de las matemáticas, la lengua, la biología o la historia: bastaría con aplicarles una interpretación de parte, incluso tendenciosa, sin perder la formalidad metódica. Pero lo que da a entender ese terco empeño en adelgazar los contenidos es que los propios promotores de esta nueva cultura del esfuerzo mínimo consideran que el conocimiento es incompatible con el progresismo. Que la mentalidad facilista y dúctil que aspiran a forjar sólo puede inculcarse a través de la mediocridad, la flojera de espíritu, la trivialidad didáctica o el vacío científico. La ignorancia como principio de un orden basado en la asimilación de prejuicios necesita erradicar la cultura general, el protocolo lingüístico o el razonamiento deductivo.
La abolición del mérito completa el designio igualitario. Los conceptos de suspenso o aprobado forman parte de un sistema obsoleto, primitivo, arcaico. Las calificaciones aritméticas son el sustrato de un código de valores competitivos cuyo impacto causa en el estudiante un efecto traumático. Como la Filosofía, ese vestigio de un pensamiento rancio felizmente superado. En un primer momento, el currículo distinguía entre saberes deseables -es decir, prescindibles- y saberes básicos. Los primeros han sido directamente orillados para igualar el rasero de la capacitación por el nivel más bajo. ‘Consumatum est’, apaga y vámonos. Directos por el camino más corto y más rápido hacia el fracaso
Ignacio Camacho
ABC, 30 de marzo de 2022
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