Blanco, negro y gris en hombres y mujeres
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Blanco, negro y gris en hombres y mujeres
Blanco, negro y gris en hombres y mujeres
Las mujeres, aparte de tener el cerebro generalmente más compartimentado, tienen unos cuantos millones más de fibras nerviosas que los varones en la conexión entre la parte derecha y la izquierda del mismo. Ello influye en una percepción más holística de la realidad, o sea una percepción mayor de los grises que componen el cuadro de la vida, en tanto que en los varones predomina una mayor simplicidad, lo que facilita la mejor precisión en la definición de los blancos y los negros que componen esa gris realidad que percibimos (podríamos decir, remitiéndonos a la sabiduría popular del refranero, que “quien mucho abarca poco aprieta”, y viceversa). La distinta proporción relativa de hormonas que afectan al funcionamiento de nuestro cerebro terminan configurando un universo distinto entre los dos sexos que forman el sistema que denominamos “ser humano” (Woolf, 1977), sujeto y objeto de las relaciones económicas que tendremos que afrontar para su análisis en el marco mediterráneo donde se van a desarrollar las culturas que veremos entrar en contacto.
Pensamos que la obsesiva manía de considerar que todo lo que nos separa a los varones de las mujeres es sólo cuestión de cultura, despreciando lo obvio (que hay diferencias sustanciales, perceptibles en los propios cromosomas sexuales), lleva a perder la contemplación de matices que son muy interesantes (por ejemplo, la inversión que realiza un hombre en bienes de prestigio se estima ahora en un 30%, como mucho, de su fortuna, mientras que la mujer puede llegar a duplicar este montante) para comprender el funcionamiento económico de las sociedades. Las diferencias biológicas relativas al sexo y perceptibles en el cerebro tienden a manifestarse en las formas de actuar, pese al papel igualador de la cultura dominante, normalmente masculina, siendo claro que los comportamientos que han llevado al desarrollo del capitalismo actual tienen este carácter evidente (Noyes, 2004). Habría que replantear, pues, toda nuestra manera de ver la historia económica (y, por supuesto, también la que no tiene este apelativo).
El mayor nivel de testosterona en el varón lo hace más agresivo, lo que le lleva a un mayor interés por la lucha jerárquica a nivel individual así como, a nivel colectivo, al desarrollo de empresas bélicas y al establecimiento de economías de mercado basadas en la competencia. La mujer, en cambio, predispuesta a la crianza, será más proclive a actividades en que se manifieste de forma preferente la sociabilidad, realzando más los aspectos cualitativos de las relaciones que los cuantitativos dominantes en las sociedades de mercado. Con todo, puesto que ambos forman sistema, el varón y la hembra, no podemos ver una conducta estrictamente masculina ni femenina en unos comportamientos que están bastante presididos por unos sistemas determinados de valores, de carácter emocional, que son además cambiantes.
Pero de lo que no parece caber duda hoy es que dichos comportamientos están influidos por el hecho biológico básico. Sabemos hoy que los genomas masculino y femenino son bastante más distintos de lo que se pensaba, siendo relativamente más simple el del varón y ofreciendo una gran complejidad el de la mujer. Éste incluso puede presentar variaciones entre los distintos individuos al encontrarse parcialmente activo (un 15 % de los genes) en las hembras uno de los dos cromosomas X que la distinguen, cuando antes se pensaba que se evitaba la duplicación permaneciendo totalmente inactivo uno de ellos. Pero es que además un 10 % más de los genes se encuentran activos en algunos cromosomas, mientras que en otros no, lo que da a las mujeres una complejidad muy superior a la de los varones. No se puede olvidar este hecho al tener en cuenta los comportamientos sociales, incluso cubiertos por el influjo cultural que puede tender a reprimir al hecho biológico.
También guarda relación con nuestro cerebro la capacidad de hablar que tenemos, apoyada en un aparato supralaríngeo que permite la emisión de sonidos articulados. La relación pensamiento-lenguaje está demostrada (el hombre como «ser que tiene lenguaje» del que habla Gadamer (1997)) y difícilmente podríamos comprender el fenómeno cultural sin este poderoso medio de comunicación que tenemos (Arist., Pol., 1253a). Nuestro pensamiento integra, a través de una memoria simbólica, una serie de imágenes mentales que tienden a organizarse en el tiempo y permitir un yo socialmente constituido en un grado superior (cualitativa y cuantitativamente) al de otros mamíferos superiores. Nuestro lenguaje puede traducir, a diferencia del de los otros animales, un pensamiento cognoscitivo y deductivo o bien sentimientos elaborados en un marco social mutante, apoyados en una semántica precisa que permite operar una segmentación de esa realidad exterior que se nos ofrece como algo continuo (Meyer, 1996). Puede traducir la conciencia de ser consciente que constituye, de algún modo, la esencia del homo sapiens sapiens, que va mucho más allá del denominado homo oeconomicus.
Llegados a este punto deberíamos considerar que nuestro pensamiento es, de acuerdo con lo expuesto, al mismo tiempo emocional y racional, y que cada forma tiende a expresarse a través de un sistema de comunicación distinto. Así como que cada uno de ellos, sin ser del todo independientes, manifiesta unas determinadas peculiaridades que el historiador debe tener presentes. En cualquier caso, antes de seguir adelante, deseamos dejar claro que entendemos que las dos formas de pensamiento que consideramos constituyen partes de un mismo sistema, como las dos orillas de un río entre las cuales discurren las aguas que fluyen en una determinada dirección (sólo el mítico río Océano del arcaísmo griego tenía una única orilla); o como los distintos matices de grises que se pueden situar entre una franja blanca y otra negra que corren en paralelo. No existen, para nosotros, dos realidades (emocional y racional) sino dos formas básicas de percibirla, aunque la forma no deje de tener su importancia relativa.
Sentado esto, podíamos decir que las dos maneras fundamentales (la emocional y la racional) de percibir la realidad, que recibimos de las sensaciones, se atienen, respectivamente, a los aspectos cualitativos y a los cuantitativos de la misma. Gracias a la primera, a la emocional, la realidad se manifiesta finita pero de límites difusos (o sea, como el humo o el viento [spiritus]), mientras que la segunda, la racional, descompone esa realidad en unidades homogéneas, de carácter infinito en teoría sumatoria pero bien delimitadas. En una percepción de conjunto sería algo así como lo que se obtiene en la física cuántica en la distinción entre onda y corpúsculo, de manifestación simultánea.
G. Chic Garcia, El comercio y el mundo mediterráneo en la Antigüedad, Ed. Akal, Tres Cantos, 2009, p. 14-16.
Las mujeres, aparte de tener el cerebro generalmente más compartimentado, tienen unos cuantos millones más de fibras nerviosas que los varones en la conexión entre la parte derecha y la izquierda del mismo. Ello influye en una percepción más holística de la realidad, o sea una percepción mayor de los grises que componen el cuadro de la vida, en tanto que en los varones predomina una mayor simplicidad, lo que facilita la mejor precisión en la definición de los blancos y los negros que componen esa gris realidad que percibimos (podríamos decir, remitiéndonos a la sabiduría popular del refranero, que “quien mucho abarca poco aprieta”, y viceversa). La distinta proporción relativa de hormonas que afectan al funcionamiento de nuestro cerebro terminan configurando un universo distinto entre los dos sexos que forman el sistema que denominamos “ser humano” (Woolf, 1977), sujeto y objeto de las relaciones económicas que tendremos que afrontar para su análisis en el marco mediterráneo donde se van a desarrollar las culturas que veremos entrar en contacto.
Pensamos que la obsesiva manía de considerar que todo lo que nos separa a los varones de las mujeres es sólo cuestión de cultura, despreciando lo obvio (que hay diferencias sustanciales, perceptibles en los propios cromosomas sexuales), lleva a perder la contemplación de matices que son muy interesantes (por ejemplo, la inversión que realiza un hombre en bienes de prestigio se estima ahora en un 30%, como mucho, de su fortuna, mientras que la mujer puede llegar a duplicar este montante) para comprender el funcionamiento económico de las sociedades. Las diferencias biológicas relativas al sexo y perceptibles en el cerebro tienden a manifestarse en las formas de actuar, pese al papel igualador de la cultura dominante, normalmente masculina, siendo claro que los comportamientos que han llevado al desarrollo del capitalismo actual tienen este carácter evidente (Noyes, 2004). Habría que replantear, pues, toda nuestra manera de ver la historia económica (y, por supuesto, también la que no tiene este apelativo).
El mayor nivel de testosterona en el varón lo hace más agresivo, lo que le lleva a un mayor interés por la lucha jerárquica a nivel individual así como, a nivel colectivo, al desarrollo de empresas bélicas y al establecimiento de economías de mercado basadas en la competencia. La mujer, en cambio, predispuesta a la crianza, será más proclive a actividades en que se manifieste de forma preferente la sociabilidad, realzando más los aspectos cualitativos de las relaciones que los cuantitativos dominantes en las sociedades de mercado. Con todo, puesto que ambos forman sistema, el varón y la hembra, no podemos ver una conducta estrictamente masculina ni femenina en unos comportamientos que están bastante presididos por unos sistemas determinados de valores, de carácter emocional, que son además cambiantes.
Pero de lo que no parece caber duda hoy es que dichos comportamientos están influidos por el hecho biológico básico. Sabemos hoy que los genomas masculino y femenino son bastante más distintos de lo que se pensaba, siendo relativamente más simple el del varón y ofreciendo una gran complejidad el de la mujer. Éste incluso puede presentar variaciones entre los distintos individuos al encontrarse parcialmente activo (un 15 % de los genes) en las hembras uno de los dos cromosomas X que la distinguen, cuando antes se pensaba que se evitaba la duplicación permaneciendo totalmente inactivo uno de ellos. Pero es que además un 10 % más de los genes se encuentran activos en algunos cromosomas, mientras que en otros no, lo que da a las mujeres una complejidad muy superior a la de los varones. No se puede olvidar este hecho al tener en cuenta los comportamientos sociales, incluso cubiertos por el influjo cultural que puede tender a reprimir al hecho biológico.
También guarda relación con nuestro cerebro la capacidad de hablar que tenemos, apoyada en un aparato supralaríngeo que permite la emisión de sonidos articulados. La relación pensamiento-lenguaje está demostrada (el hombre como «ser que tiene lenguaje» del que habla Gadamer (1997)) y difícilmente podríamos comprender el fenómeno cultural sin este poderoso medio de comunicación que tenemos (Arist., Pol., 1253a). Nuestro pensamiento integra, a través de una memoria simbólica, una serie de imágenes mentales que tienden a organizarse en el tiempo y permitir un yo socialmente constituido en un grado superior (cualitativa y cuantitativamente) al de otros mamíferos superiores. Nuestro lenguaje puede traducir, a diferencia del de los otros animales, un pensamiento cognoscitivo y deductivo o bien sentimientos elaborados en un marco social mutante, apoyados en una semántica precisa que permite operar una segmentación de esa realidad exterior que se nos ofrece como algo continuo (Meyer, 1996). Puede traducir la conciencia de ser consciente que constituye, de algún modo, la esencia del homo sapiens sapiens, que va mucho más allá del denominado homo oeconomicus.
Llegados a este punto deberíamos considerar que nuestro pensamiento es, de acuerdo con lo expuesto, al mismo tiempo emocional y racional, y que cada forma tiende a expresarse a través de un sistema de comunicación distinto. Así como que cada uno de ellos, sin ser del todo independientes, manifiesta unas determinadas peculiaridades que el historiador debe tener presentes. En cualquier caso, antes de seguir adelante, deseamos dejar claro que entendemos que las dos formas de pensamiento que consideramos constituyen partes de un mismo sistema, como las dos orillas de un río entre las cuales discurren las aguas que fluyen en una determinada dirección (sólo el mítico río Océano del arcaísmo griego tenía una única orilla); o como los distintos matices de grises que se pueden situar entre una franja blanca y otra negra que corren en paralelo. No existen, para nosotros, dos realidades (emocional y racional) sino dos formas básicas de percibirla, aunque la forma no deje de tener su importancia relativa.
Sentado esto, podíamos decir que las dos maneras fundamentales (la emocional y la racional) de percibir la realidad, que recibimos de las sensaciones, se atienen, respectivamente, a los aspectos cualitativos y a los cuantitativos de la misma. Gracias a la primera, a la emocional, la realidad se manifiesta finita pero de límites difusos (o sea, como el humo o el viento [spiritus]), mientras que la segunda, la racional, descompone esa realidad en unidades homogéneas, de carácter infinito en teoría sumatoria pero bien delimitadas. En una percepción de conjunto sería algo así como lo que se obtiene en la física cuántica en la distinción entre onda y corpúsculo, de manifestación simultánea.
G. Chic Garcia, El comercio y el mundo mediterráneo en la Antigüedad, Ed. Akal, Tres Cantos, 2009, p. 14-16.
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