Europa antes de Europa
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Europa antes de Europa
En el contenido actual del término Europa confluyen, superponiéndose sólo parcialmente, dos ideas muy antiguas de distinta procedencia y significado. Está, por un lado, el concepto de una Europa geográfica, identificada desde los inicios del pensamiento corográfico griego (s. VI a. C.) con el vasto continente que se extiende entre el Atlántico y el Don (Tanais). De otra parte, existe una idea cultural y política de Europa que se encuentra de manera intermitente y cambiante en el legado literario de la Antigüedad y que, perteneciendo igualmente al fondo ideológico helénico, tuvo una fortuna desigual en la tradición latina.
La segunda acepción del término se forjó en los lejanos tiempos de la lucha de la Hélade contra el Imperio Persa y vino a señalar una voluntad política y moral de independencia y libertad frente a la “tiranía” asiática, empeño sostenido primero por los griegos de la Península Balcánica y prolongado luego, de forma victoriosa, por los “griegos” de Macedonia y Tracia. Al tiempo que los ejércitos de Alejandro y de sus Diadocos helenizaban Asia y África, la expansión cultural helénica territorializó ésta “Europa moral” extendiendo sus límites hacia el Norte y el Oeste hasta situarlos entre el Adriátrico y el Mar Negro. Se definía de esta forma una verdadera “Europa Anterior” cuyo centro geográfico se situaba en el Ática.
El Imperio Romano nació y creció literalmente de espaldas a esta segunda tradición política. Los geógrafos latinos, con Agripa y Pomponio Mela a la cabeza, recogieron de los griegos sobre todo el concepto territorial, amplio, de Europa, pero fueron relativamente inmunes a cualquier idea política que no tuviese como centro la Península Itálica. La contraposición moral entre europeos y asiáticos no se hizo notar entre los romanos hasta más tarde. Su primera manifestación conservada procede de un hombre de cultura helénica, Dión Casio, según el cual el fracaso del asedio de Hatra, en Mesopotamia, por Septimio Severo (198 d. C.), se debió a la desafección de los valientes soldados europeos del ejército imperial tanto como a la desidia de los asiáticos del mismo ejército.
Pero los europeos de las legiones severianas eran en realidad los soldados bajodanubianos que habían apoyado unos años antes su candidatura al solio imperial, es decir, una tropa cuya procedencia geográfica la hacía partícipe del concepto reducido de una Europa traco-ilírica. Así, y por la fuerza de las circunstancias, el ejército del Ilírico, que había de ser decisivo en los avatares del Imperio en el siglo que estaba a punto de inaugurarse, introducía en el seno de la política imperial la idea de una Europa de militares recios y valerosos cuyos contornos quedaban reducidos al área balcánica al sur de la desembocadura del Danubio.
Este fue sin duda el concepto geográfico que presidió la constitución por Diocleciano de la nueva provincia de Europa, situada en la diócesis de Tracia y en cuyo territorio Constantino habría de fundar en 330 la nueva capital del Imperio: Constantinopla. Resulta paradójico que la nueva Europa “provincial” cayera completamente dentro de los límites de la parte oriental del Imperio, tanto como que la europea Constantinopla se acabara constituyendo en la capital oriental del Orbe Romano; pero lo cierto es que a principios del siglo IV d. C. la división territorial del Imperio no descansaba, como parece que fue el proyecto de Septimio Severo, en la distinción entre una parte europea (que incluía África) y otra asiática, sino entre un Oriente regido desde Constantinopla y un Occidente cuya capital teórica era Roma. La tradición “latina” volvía a situarse de espaldas a la griega al tiempo que la idea de Europa quedaba reducida a un mero “expediente” administrativo.
La descomposición del Imperio de Occidente a lo largo del siglo V d. C. privó progresivamente de sentido a esta contraposición entre un mundo romano occidental y otro oriental: por un lado, los Balcanes, el núcleo geográfico de la Europa tardoimperial, quedaban definitivamente dentro de los límites de Bizancio; por otro, la pérdida de Britannia y la conquista del África romana por los vándalos y su separación definitiva de la dependencia imperial desde 455, dejaban a la Galia, a Hispania y a Italia como únicos territorios sobre los que los emperadores romanos de Occidente trataban, precariamente, de imponer su autoridad.
En el panegírico compuesto en 458 para uno de estos emperadores, el galo Sidonio Apolinar presenta (vv. 5-10) a una Europa jubilosa que aclama a su vencedor, Mayoriano, cuya fama se habría extendido por la Galia y por toda Europa (vv. 206-207). A mediados del siglo V d. C., era, pues, manifiesto el desplazamiento del eje territorial europeo hacia el extremo occidental del mundo antiguo, donde las viejas provincias galas constituían el centro geográfico de una idea política de Europa que se constituía ahora con los restos de la autoridad imperial y que pronto reaparecería cargada de connotaciones de tipo religioso.
La definitiva ruptura hacia fines del siglo V de la unidad de Occidente y la conquista en la primera mitad del VI d. C. por los bizantinos de África, Italia y el Sur de España no sólo no acabó con la idea cultural de Europa, sino que la reordenó en torno a la primacía religiosa del papado de Roma, de modo que el cristianismo acabaría por sustituir en Occidente la unidad política perdida y por borrar la antigua diferenciación cultural entre bárbaros y romanos. Una vez concluido el “episodio” arriano en Hispania, la unidad religiosa fue la norma en el occidente de Europa, donde el Sacro Imperio Romano de Carlomagno restauró de forma pasajera en torno al Rin la unidad política de los territorios europeos. Justo en el momento de la expansión islámica por Asia y por el sur y este del continente europeo, se reconstituía una Europa política, construcción efímera que, sin embargo, estaría en la base de la idea medieval y moderna de Europa.
La segunda acepción del término se forjó en los lejanos tiempos de la lucha de la Hélade contra el Imperio Persa y vino a señalar una voluntad política y moral de independencia y libertad frente a la “tiranía” asiática, empeño sostenido primero por los griegos de la Península Balcánica y prolongado luego, de forma victoriosa, por los “griegos” de Macedonia y Tracia. Al tiempo que los ejércitos de Alejandro y de sus Diadocos helenizaban Asia y África, la expansión cultural helénica territorializó ésta “Europa moral” extendiendo sus límites hacia el Norte y el Oeste hasta situarlos entre el Adriátrico y el Mar Negro. Se definía de esta forma una verdadera “Europa Anterior” cuyo centro geográfico se situaba en el Ática.
El Imperio Romano nació y creció literalmente de espaldas a esta segunda tradición política. Los geógrafos latinos, con Agripa y Pomponio Mela a la cabeza, recogieron de los griegos sobre todo el concepto territorial, amplio, de Europa, pero fueron relativamente inmunes a cualquier idea política que no tuviese como centro la Península Itálica. La contraposición moral entre europeos y asiáticos no se hizo notar entre los romanos hasta más tarde. Su primera manifestación conservada procede de un hombre de cultura helénica, Dión Casio, según el cual el fracaso del asedio de Hatra, en Mesopotamia, por Septimio Severo (198 d. C.), se debió a la desafección de los valientes soldados europeos del ejército imperial tanto como a la desidia de los asiáticos del mismo ejército.
Pero los europeos de las legiones severianas eran en realidad los soldados bajodanubianos que habían apoyado unos años antes su candidatura al solio imperial, es decir, una tropa cuya procedencia geográfica la hacía partícipe del concepto reducido de una Europa traco-ilírica. Así, y por la fuerza de las circunstancias, el ejército del Ilírico, que había de ser decisivo en los avatares del Imperio en el siglo que estaba a punto de inaugurarse, introducía en el seno de la política imperial la idea de una Europa de militares recios y valerosos cuyos contornos quedaban reducidos al área balcánica al sur de la desembocadura del Danubio.
Este fue sin duda el concepto geográfico que presidió la constitución por Diocleciano de la nueva provincia de Europa, situada en la diócesis de Tracia y en cuyo territorio Constantino habría de fundar en 330 la nueva capital del Imperio: Constantinopla. Resulta paradójico que la nueva Europa “provincial” cayera completamente dentro de los límites de la parte oriental del Imperio, tanto como que la europea Constantinopla se acabara constituyendo en la capital oriental del Orbe Romano; pero lo cierto es que a principios del siglo IV d. C. la división territorial del Imperio no descansaba, como parece que fue el proyecto de Septimio Severo, en la distinción entre una parte europea (que incluía África) y otra asiática, sino entre un Oriente regido desde Constantinopla y un Occidente cuya capital teórica era Roma. La tradición “latina” volvía a situarse de espaldas a la griega al tiempo que la idea de Europa quedaba reducida a un mero “expediente” administrativo.
La descomposición del Imperio de Occidente a lo largo del siglo V d. C. privó progresivamente de sentido a esta contraposición entre un mundo romano occidental y otro oriental: por un lado, los Balcanes, el núcleo geográfico de la Europa tardoimperial, quedaban definitivamente dentro de los límites de Bizancio; por otro, la pérdida de Britannia y la conquista del África romana por los vándalos y su separación definitiva de la dependencia imperial desde 455, dejaban a la Galia, a Hispania y a Italia como únicos territorios sobre los que los emperadores romanos de Occidente trataban, precariamente, de imponer su autoridad.
En el panegírico compuesto en 458 para uno de estos emperadores, el galo Sidonio Apolinar presenta (vv. 5-10) a una Europa jubilosa que aclama a su vencedor, Mayoriano, cuya fama se habría extendido por la Galia y por toda Europa (vv. 206-207). A mediados del siglo V d. C., era, pues, manifiesto el desplazamiento del eje territorial europeo hacia el extremo occidental del mundo antiguo, donde las viejas provincias galas constituían el centro geográfico de una idea política de Europa que se constituía ahora con los restos de la autoridad imperial y que pronto reaparecería cargada de connotaciones de tipo religioso.
La definitiva ruptura hacia fines del siglo V de la unidad de Occidente y la conquista en la primera mitad del VI d. C. por los bizantinos de África, Italia y el Sur de España no sólo no acabó con la idea cultural de Europa, sino que la reordenó en torno a la primacía religiosa del papado de Roma, de modo que el cristianismo acabaría por sustituir en Occidente la unidad política perdida y por borrar la antigua diferenciación cultural entre bárbaros y romanos. Una vez concluido el “episodio” arriano en Hispania, la unidad religiosa fue la norma en el occidente de Europa, donde el Sacro Imperio Romano de Carlomagno restauró de forma pasajera en torno al Rin la unidad política de los territorios europeos. Justo en el momento de la expansión islámica por Asia y por el sur y este del continente europeo, se reconstituía una Europa política, construcción efímera que, sin embargo, estaría en la base de la idea medieval y moderna de Europa.
Enrique García Vargas- Mensajes : 22
Fecha de inscripción : 03/12/2010
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