Prestigio vs Mercado
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La economía romana hace 2.000 años, entre el prestigio y el mercado. La consideración social del trabajo

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La economía romana hace 2.000 años, entre el prestigio y el mercado. La consideración social del trabajo Empty La economía romana hace 2.000 años, entre el prestigio y el mercado. La consideración social del trabajo

Mensaje  Genaro Chic Vie Sep 02, 2022 2:03 pm

La economía romana hace 2.000 años

    Decía el gran historiador, economista y antropólogo austriaco Karl Polanyi [1886-1964] de que "el transporte en épocas antiguas era más importante que la producción misma" [1977]. No debe extrañarnos tal afirmación. En primer lugar, tenemos que tener presente que la mentalidad económica de la época tendía más al autoabastecimiento que a la producción de excedentes para el mercado. El concepto de libertad imperante se basaba en la no dependencia de otra persona: Si dependes de otro, para abastecerte o para lo que sea, ya no eres libre. De ahí también el rechazo del impuesto -y por consiguiente del Estado que se mantiene con la recaudación impuesta de los excedentes-, que aún podemos ver en época de Jesucristo, tal como nos lo muestra el Evangelio de San Mateo (17, 24-27):

"Cuando llegaron a Cafarnaum, se presentaron los que cobraban los didracmas y dijeron a Pedro: ¿Vuestro Maestro no paga los didracmas? Respondió: Sí. Y al entrar en casa, se le adelantó Jesús y le dijo: ¿Qué te parece, Simón? ¿Los reyes de la tierra ¿de quiénes cobran tributos o impuestos? ¿De sus propios hijos o de los otros? Como respondiera él: De los otros; concluyó Jesús: De consiguiente están exentos los hijos. Mas, a fin de que no les demos escándalo, ve al mar, echa el anzuelo, saca el primer pez que cojas; y abriéndole su boca, hallarás un estáter [o doble dracma]. Tómalo y dáselo por mí y por ti."

Un espíritu anárquico del cristianismo primitivo que se pone de manifiesto de nuevo en San Marcos (10, 42) cuando pone en boca de Jesús "que los que son tenidos como jefes en las naciones, gobiernan tiránicamente a los súbditos; y los grandes entre ellos ejercen la autoridad vejándolos". Bien es verdad que a medida que el Estado Imperial romano se afirmaba y el cristianismo fue cambiando hacia un sistema jerárquico (con obispos, presbíteros, asamblea de fieles...) se fue produciendo una transformación que ya queda muy bien reflejada en San Agustín [354-430], con el paso necesario de la libertad a la obediencia al Estado como consecuencia del pecado, a partir del momento en que la Iglesia pasó a ser depositaria de la religiosidad oficial y sostén de ese mismo Estado, aunque siempre dejando muy claro que “sin la justicia ¿qué otra cosa son los reinos sino grandes robos? Pues, ¿qué son los robos sino pequeños reinos?” (De civitate Dei, 4,4)

He puesto estos ejemplos tomados de textos que nos resultan más familiares por cuestiones culturales, pero se podrían poner otros. En cualquier caso, queda claro que el concepto de libertad del que se parte implica la mínima dependencia de los demás, y sólo se puede dar por consiguiente en grupos pequeños que se autoabastecen en la medida de lo posible. Y digo en la medida de lo posible porque siempre hay algunos bienes de los que se carece y que se sienten como necesarios, lo que impulsa a tener relaciones con los vecinos, bien bélicas -para obtener por la fuerza lo que se precisa- o bien pacíficas, para conseguirlo mediante intercambio de regalos -en el caso de los jefes- o bien directamente por trueque entre las personas implicadas. En cualquier caso, hay un claro rechazo a lo que hoy denominamos "mercado impersonal", en el que como señalaría Aristóteles [384-322 a.C.] en su libro de la Política (I, 3, 1257-Cool y copiaría posteriormente K. Marx [1818-1883] en El Capital, se parte del medio de cambio, de la moneda o dinero, para mediante la compraventa obtener como objeto más dinero o capital. Moralmente el capitalismo está mal visto en nuestro mundo antiguo, como algo ajeno a la satisfacción de las necesidades y como algo que por el contrario incita a la generación de nuevas necesidades, como vemos hoy en nuestras sociedades de consumo. No debe extrañarnos, pues, que cuando en el siglo I a.C. Catón [234-149 a.C.] haga el prólogo de su libro De agricultura, señale en él que «nuestros antepasados con respecto a esto pensaron así y lo fijaron en sus leyes: condenar al ladrón a pagar el doble, y al usurero al cuádruplo. Por este detalle podemos ver cuán peor ciudadano consideraron al usurero que al ladrón». O sea, que como se suele decir, era más delito fundar un banco que robarlo.

Señalamos todo esto porque damos como un hecho natural que el hombre tiende gozosamente hacia el progreso de forma natural, sin pararnos a pensar que este hecho es sólo el producto reciente de nuestra cultura cristiana, con su concepción del tiempo como un largo recorrido en el que el hombre debe buscar su salvación (luego unos dirán que esta salvación se encontrará en el cielo y otros que en la tierra, en el marco estrictamente humano). El Renacimiento se caracterizará por abrir esta nueva vía del progreso material que el cristianismo había extendido como una fe en el plano espiritual. Pero la situación anterior es bastante distinta. Es verdad que el conocimiento técnico llegó a estar bastante avanzado en la Antigüedad y que, por ejemplo, la máquina de vapor ya nos es descrita por Herón de Alejandría [10-70 d.C., con base en Ctesibio, del s. III a.C.]. Tan verdad como que sólo se aplicó para lograr efectos maravillosos (autómatas, puertas que se abren de forma maravillosa, etc.) y no para producir excedentes, por la sencilla razón de que no había, por lo antes expuesto, gran confianza en un mercado a donde pudieran confluir esos excedentes. Y si algún adelanto técnico se aplicaba, no se consideraba que debiera producir un aumento de los bienes, sino una disminución del trabajo y, por consiguiente, del tiempo libre. Algo que podemos ver muy bien en el siguiente poema que Antípater de Tesalónica (Antología Griega, 9.418), contemporáneo de Cicerón (s. I a.C.), dedicó al elogio de los nuevos molinos de agua:

“Dejad de moler, ¡oh vosotras mujeres que os esforzáis en el molino!; dormid hasta más tarde, aunque los cantos de los gallos anuncien el alba. Pues Demeter ordenó a las ninfas [del agua] que hagan el trabajo de vuestras manos, y ellas, saltando a lo alto de la rueda, hacen girar su eje el cual, con sus radios que dan vueltas, hace que giren las pesadas muelas cóncavas de [piedra de] Nisiria. Gustemos nuevamente las alegrías de la vida primitiva, aprendiendo a regalarnos con los productos de Demeter [la Madre Tierra] sin trabajar

Por la misma razón tampoco debe de extrañarnos que, como señala J. Carcopino (1881-1970) [1939], los días festivos en la Roma imperial ocuparan más de la mitad del año, y que la jornada laboral en la época de apogeo del Imperio con Trajano [r. 98-117], que comenzaba al salir el sol, oscilase entre las 6 y la 7 horas. Es cierto que sólo se hacía una comida al día, la coena, al anochecer, y que las tardes estaban dedicadas generalmente al ocio y a los espectáculos. Los grandes señores, empezando por el Emperador, con una gran capacidad de acumulación de bienes -derivados de las guerras en forma de botín o de explotación de los vencidos, o bien de la producción de sus propios predios obtenidos gracias a los medios señalados sobre todo- procuraban llenar los días de fiesta con sacrificios que, transformados en barbacoas movidas por un espíritu religioso, estaban en la base de una alimentación popular, que luego se complementaba con sportulae o donativos hechos a los miembros de la propia clientela. En suma, era un género de vida que se cimentaba más en la calidad de vida, trabajando poco, que en la cantidad de géneros disponibles, conseguidos con un intenso trabajo que, en todo caso, era mejor que lo hicieran esos seres subhumanos que eran los esclavos o esas personas tan desgraciadas que no poseían la tierra.

Porque la tierra era considerada la verdadera riqueza y no debe sorprendernos que cuando esa compilación legal que es el Digesto (50, 15, 4) establece cómo hay que hacer la declaración de hacienda en época imperial no se le ocurra siquiera contar con el dinero como base imponible, por mucho que se tuviera acumulado en monedas. Estando los hombres ya organizados sobre la base de la posesión de la tierra, los derechos superiores sobre ella acompañarán al poder sobre los hombres, que se distinguirán por poseer o no la tierra. Esta forma de riqueza es por tanto intrínsecamente superior a la riqueza mobiliaria [dinero], despreciada en general como una simple relación con las cosas, aunque éstas cosas puedan en ciertos casos ser prestigiosas. Habrá que esperar al mundo moderno, a la época de Adam Smith [1723-1790], para que la riqueza mobiliaria, considerada -de forma cada vez más abstracta- como medida de todas las cosas, se vuelva plenamente autónoma, permitiendo así una distinción entre lo que llamamos "político" y lo que llamamos "económico" que no existía en las sociedades tradicionales, como las que aquí contemplamos.

Sin embargo, con la constitución de un Estado amplio y de tendencias centralizadoras, a la manera egipcia, las cosas estaban empezando a cambiar. El poder de un Estado se basa en su control del aparato de la fuerza -ejército, policía, etc.- y en su capacidad redistribuidora. Eso implica ya de entrada la necesidad de disponer de todo un personal que no produce bienes de consumo, aunque sí prestaciones laborales útiles: soldados y personal de administración y servicios. Y a estos hay que alimentarlos o bien con botín, en épocas de guerra de conquista, o bien con los excedentes producidos por los administrados. De ahí que desde comienzos de la nueva era veamos al emperador empeñado en una tarea continua de cuantificación de la realidad de sus dominios -a través de censos de personas y catastros de tierras- y en promover la producción y distribución de excedentes. Para obligar a producir bienes, el tributo se irá generalizando -primero en las provincias y finalmente en la propia Italia, al principio exenta- a todos los ciudadanos, y no sólo a los sometidos. Sólo en casos de servicios especiales al Estado, como por ejemplo los que proporcionarán con sus barcos los armadores que trabajen para el Servicio Estatal de Abastecimientos (Annona), se podrán obtener exenciones parciales de impuestos. Y para facilitar su traslado y, de paso, la formación de mercados, se adecuarán lo mejor posible las vías de transporte.

Dado que no se conocía aún la herradura, con lo que las bestias sufrían en sus patas si se las esforzaba, y que además los sistemas conocidos de tiro no estaban muy perfeccionados, amén de que los elementos de amortiguación eran pequeños con relación a la irregular superficie de incluso las mejores carreteras, el transporte por agua era con mucho el más cómodo y barato, sobre todo para mercancías voluminosas y también de carácter frágil, como podía ser por ejemplo un ánfora cargada de vino o de aceite. De este modo, el traslado de una mercancía de este tipo a una distancia media o larga era por lo menos treinta veces más caro por vía de tierra que por mar, por lo que es fácil comprender por qué las grandes aglomeraciones urbanas de la Antigüedad se encuentran siempre junto al mar. O a una vía de navegación interior, como una laguna o un río que dispusiese de agua todo el año en cantidad suficiente. En este caso el coste sólo se remontaba sobre el marítimo en cinco veces la base de cómputo, aunque lógicamente fuese más barato el transporte río abajo que remontando la corriente.

Con Augusto [r. 27 a.C.-14 d.C.] asistimos por ello a una política, que se irá desarrollando en los años siguientes, de adecuación de todas las vías de comunicación para facilitar el transporte de las mercancías que el Estado necesita hacer llegar a las tropas acantonadas sobre todo en las fronteras o hacia la propia Roma, donde el Emperador desarrolla esa política de grandes gastos evergéticos (consistente sobre todo en ofrecer comida gratis o subvencionada a la plebe) a la que antes hemos aludido, mientras que en otras ciudades la iniciativa, siempre con permiso del Príncipe, correrá a cargo de las elites locales, que precisarán por tanto hacer llegar grandes cantidades de mercancía a sus puntos de representación, a los que nosotros llamamos ciudades. Al amparo de una y otra actividad se irá desarrollando, aunque siempre en tono menor, un comercio impersonal de mercado que hará que la moneda fluya en el marco de los mismos, aunque sabemos que tres cuartas partes del intercambio de mercancías se hacía siempre en un radio menor a los veinticinco kilómetros y en un ambiente muy poco monetizado [2002].

En cualquier caso, el Estado es el gran motor de la economía antigua durante el Imperio romano. De hecho el fisco era mucho más que para nosotros el Ministerio de Hacienda, pues se trataba de una inmensa empresa que Paul Veyne  [1990] ha definido como algo intermedio entre la General Motors y los campos de trabajo forzoso del archipiélago Gulag soviético: de él dependían, además de la recaudación de los impuestos, minas y canteras donde trabajaban tanto esclavos como penados -no existían aún las penas de cárcel- y personal asalariado o colonos; otro tanto se puede decir de las extensas fincas que por diversas vías iban cayendo en manos imperiales, y del control del sistema de transportes y distribución de las mercancías que el Estado precisaba hacer llegar a uno u otro punto, bien con vistas al consumo o a la edificación de cualquier obra pública.

Por todo lo dicho, porque el Estado precisaba para sostenerse contar con una buena red de vías de transporte que posibilitase ese traslado de personas y mercancías, vemos cómo desde el reinado de Augusto se comienza una decidida política de adecuación de las vías navegables interiores que, al igual que ocurría en ese Egipto al que tanto se admiraba, permitiese el fluido de las sustancias vitales que mantenían vivo el cuerpo del Poder. En el caso de la Bética se aprovecharon todos aquellos ríos que, por sus características, ofrecían unas posibilidades siquiera mínimas para que por ellos pudiesen transitar algunas embarcaciones menores, sobre todo gabarras. Este fue el caso, por ejemplo, del Guadalete, en el tramo que iba desde Lacca, en la junta de los ríos, hasta su desembocadura; o el del Guadiamar o río de Sanlúcar (el brazo occidental de la desembocadura del Guafdalquivir), en la ruta sevillana del Rocío, que F. Didierjean considera que debió de estar adecuado para la navegación en la antigüedad (reservas de agua, diques). Pero no cabe duda de que en estas tierras el papel de Nilo lo desempeñó el Guadalquivir, entonces llamado Betis.


Recogido en “Nuevas consideraciones sobre la navegación fluvial por el Guadalquivir”, en El Baetis-Guadalquivir, puerta de Hispania, Sanlúcar de Barrameda, 2003, pp. 41-49.

https://www.academia.edu/7098698/Nuevas_consideraciones_sobre_la_navegaci%C3%B3n_fluvial_del_Guadalquivir
 

Genaro Chic

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