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Marco Aurelio Antonino: El reseteo del Imperio Romano

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Mensaje  Genaro Chic Sáb Mar 13, 2021 2:57 pm

Marco Aurelio Antonino: El reseteo del Imperio Romano

         Cuando llegó al mando del Imperio Romano Marco Aurelio (121-180) era un hombre maduro (40 años) y bien formado intelectualmente, con aficiones filosóficas en la línea del estoicismo (escribió en griego unas Meditaciones  [170-180] que han sido muy leídas) y buen bagaje jurídico. Pero también este hombre, inteligente y trabajador, estaba acostumbrado a las tareas de gobierno, para las que había sido formado desde su niñez, en tiempos de Hadriano [76-138], y que desempeñó durante 14 años como asociado en el poder a Antonino Pío [86-151].

        Inmediatamente agregó él mismo al gobierno a su hermano legal, Lucio Vero [130-169], 10 años menor que él, con el que formó un colegio imperial como durante la República había funcionado otro consular. Éste último personaje también había recibido una buena formación intelectual (como M. Aurelio fue discípulo del gramático M. Cornelio Frontón [c. 95-167]), y era cónsul en el momento de la muerte de su padre adoptivo, aunque tenía una afición por la “buena vida” que le hacía diferir de su colega. La confianza de M. Aurelio se manifestó en este nombramiento, que se acompañó con la entrega de los asuntos militares y se afirmó con la entrega en matrimonio que le hizo de su hija Lucila [c. 150-182]. El sumo sacerdocio del Pontificado quedó no obstante reservado para el mayor de los dos Augustos.

          En principio el gobierno se mantuvo en la línea de buena relación con el Senado que había mostrado Antonino, sin que dejase de afianzarse la acción todopoderosa de la administración dependiente de los emperadores. Pero pronto la paz en las fronteras fue rota cuando Vologesse IV (147-192), rey de los partos, invadió Armenia (162), siendo luego recibido como libertador en las ciudades sirias. Las rutas estratégicas del comercio oriental siempre fueron motivo de disputa entre los grandes poderes de la zona y los comerciantes que viajaban por las que iban entre Palmira e India apoyaban a unos u otros buscando resaltar sus intereses privados, como era de esperar y ya supo apreciar Trajano [53-117] cuando fracasó al afirmarse en Mesopotamia.

        Ahora L. Vero acudió a Oriente y apoyado en buenos generales, especialmente por el nuevo legado de Siria [provincia fronteriza] C. Avidio Casio [c. 130-175], supo restaurar la situación e incluso revertirla en 164-165. Pero también ahora la guerra no resultó rentable pese a que se llegaron a adquirir nuevos territorios. En este caso la causa no fueron las revueltas instigadas por los comerciantes: hizo su aparición una tremenda epidemia que hacía años se venía desarrollando en todo el continente Euroasiático y que afectó a todos, produciendo una gran mortalidad desde un extremo (China, en 161) hasta el opuesto (Roma) (McLaughin, 2010). El contacto con los ejércitos persas infectados fue mortal también para los romanos, y estos a su vez lo trasladaron al desplazar sus ejércitos a Centroeuropa para contener nuevas invasiones.

          Se suele dar –por parte de muchos historiadores- a esta plaga (denominada Antonina por el nombre del emperador) una importancia decisiva en el hundimiento del sistema socioeconómico y político hasta entonces dominante en Europa, aunque ello es sin duda debido a falta de análisis. Es evidente que esta pandemia causó graves problemas en las poblaciones que la sufrieron, con independencia del país en que se diese, como ocurrió con la llamada “gripe española” que azotó a todo el mundo -en guerra o no- en los años 1918-1920 y que produjo la muerte de entre 50 y 100 millones de personas [de un total de 1.825 millones] . En el ejército chino, por ejemplo, produjo un 35 % de víctimas. Se cree que ello fue debido a un virus que mata produciendo en los cuerpos una tormenta de citocinas, lo que produce víctimas incluso entre jóvenes y adultos saludables –cuando no suele ser lo habitual-, y determinados animales. Lo cual no fue óbice para un gran desarrollo económico y militar en el decenio siguiente en el caso más reciente.

        En la Roma “de los divinos hermanos” [Aurelio y Vero] la enfermedad –que se prolongó con rebrotes hasta 189- causó según nuestras fuentes hasta 2.000 víctimas diarias en el ambiente urbano, y posiblemente millones –entre 5 y 7- en el resto del territorio [de los 60 millones estimados]. Y es poco dudoso que ello afectara gravemente a una economía productiva que se basaba más en la utilización de fuerza laboral humana que en el uso de la técnica, como se dijo con anterioridad.

          Pero no fue la plaga el único mal que vino del Este. Una serie de pueblos se pusieron en marcha hacia Occidente moviendo con un efecto de carambola a los que estaban más cerca de las fronteras del Imperio Romano, quienes se vieron empujados a buscar la salvación tras ellas. Los escandinavos gépidos y godos, atravesando Polonia y Bielorrusia llegaron hasta Ucrania.

        Ya en 162 los desarrollados germanos catos y los caucos habían tenido que ser rechazados de Retia y Germania Superior (Alsacia y parte de Suiza) -aprovechando que buena parte de las tropas romanas se habían desplazado al Este- pero fue sobre todo a partir de 166 cuando cruzaron el Danubio los marcomanos –desde antiguo clientes de los romanos en Bohemia (Chequia)-, los longobardos –guerreros y agricultores del Elba inferior- y otros pueblos germanos, como los ubios, lacringios y osos a los que luego se sumarían otros, como los vándalos. Otros ejércitos, en este caso pertenecientes a los iraníes sármatas (Ucrania, Polonia), atacaban por la zona de Hungría (entre el Danubio y el Tisza).

         En 168 se reclutaron para esta lucha dos nuevas legiones a tal fin, con lo que su número volvió a ser el de la época de Trajano (30), lo que significaba un gran esfuerzo económico en un momento en que la economía no podía ser boyante. Ambos emperadores acamparon en Austria y, dado el temor producido entre sus enemigos, que entraron en negociaciones, M. Aurelio regresó a Roma. En 169 regresó también L. Vero, muriendo en extrañas circunstancias. Pero la guerra continuó y los invasores fueron capaces incluso de saquear el templo de Eleusis, junto a Atenas.

         Luchas inusitadas para el Imperio se desarrollaron en los años siguientes, cuando nuevas invasiones de enormes proporciones se produjeron en 170, lo que obligó a nuevos esfuerzos de reclutamiento cuando los bárbaros llegaron al norte de Italia (Aquileya). En esta operación se distinguió P. Helvio Pertinax [126-193], que años más tarde llegaría fugazmente a ser emperador.

       El agotamiento económico que supuso mantener en campaña unos 120.000 hombres obligó incluso a M. Aurelio – consciente de que no era viable imponer impuestos adicionales a los provinciales - a hacer subasta de sus bienes personales, con la promesa de reintegrar el dinero más adelante si alguien devolvía lo que ahora compraba, lo que era una manera de deuda pública reemborsable; amén de echar mano a todo tipo de población, incluso esclavos, para hacerlos combatientes.

        Con estas fuerzas en acción, la campaña contra los germanos se desarrolló en Centroeuropa entre los años 171 y 174, con gran esfuerzo. Cuando la caída de un rayo sobre una torre de asalto y una fuerte lluvia (que los cristianos dijeron que les había concedido su Dios) atemorizaron a los supersticiosos germanos, la moral de los combatientes cambió y al final los marcomanos pidieron la paz, que se les concedió en condiciones muy duras, teniendo que entregar sus caballos y siendo desplazados al interior del Imperio 13.000 personas que fueron tratadas como rendidos (dediticii) y mandados a trabajar los campos imperiales –tan dañados en su demografía laboral por las guerras y la peste- como colonos forzosos. Sería a estos, como a los esclavos, a los únicos a los que no se concedería la ciudadanía cuando se extendiese a todos en 212.

        Lo mismo sucedió luego con otros bárbaros, hasta unos 30.000 en total, siguiendo por otro lado una costumbre seguida por los propios germanos con sus prisioneros, aunque en muchos casos la entrega se hizo bajo convenios y no simplemente por entrega: debían proporcionar reclutas. Estos esclavos-colonos no podían ser separados de la tierra, con la que formaban unidad (eran “inquilinos”). Además se permitió que otros lo hicieran también mediante acuerdo. El ambiente rural se iba haciendo progresivamente más distinto, por su carácter bárbaro, del que poblaba las ciudades.

          Vencidos los germanos, el emperador se volvió contra los yázigos sármatas. En esta ocasión el campo central se estableció en Serbia. La ofensiva tuvo que detenerse cuando de Siria llegó la noticia de que el general Avidio Casio se había sublevado, tras someter una revuelta en la triguera Egipto, al parecer movido por la noticia falsa del deceso de M. Aurelio. Al enviar el emperador las tropas contra él, el rebelde fue matado por sus propias tropas.

        Como garantía de futuro, su hijo, el joven  Lucio Aurelio Cómodo [161-192], de 16 años, fue nombrado co-emperador en 177. Breves incursiones mauritanas atravesaron el estrecho de Gibraltar y asaltaron la Bética, causando destrozos en los lugares abiertos y agravando los problemas productivos de sus minas. Fueron rechazados no obstante en poco tiempo.

        En el frente danubiano 8.000 jinetes sármatas fueron luego obligados a servir en el Imperio Romano como fuerzas especiales de caballería, mientras se liberaban decenas de miles de prisioneros romanos. La germanización del ejército había comenzado, aunque de momento se procuraba alejar a las nuevas tropas de sus lugares de origen (5.500 de estos jinetes fueron enviados a Britania), como a los numeri  o “números”.

          Nuevas sublevaciones se produjeron y los emperadores acudieron al frente de nuevo en 179, estableciendo de nuevo sus reales en Austria. La campaña de represalia resultó victoriosa, pero M. Aurelio contrajo la peste y murió en 180. Cómodo, el nuevo emperador de 19 años, se apresuró a aprovechar la ventaja para firmar la paz con los germanos que estaban al borde de la derrota y retiró buena parte de las tropas. Pese a que no hubo conquistas, se terminó pactando con los yázigos y al menos se logró la paz en la zona de Panonia [aproximadamente Hungría] otros 50 años.

         Tras esta guerra, que retrotrae por sus dimensiones a la época en que gobernaban los cónsules, Roma no volvió a ser la misma. Cientos de miles de ciudadanos fueron llevados por los enemigos como prisioneros que no se recuperaron, y millones murieron como consecuencia de la epidemia y de los combates. Pero el principal problema era estructural y estas circunstancias no hicieron sino agravarlo.

          Hadriano [76-138] había tenido la perspicacia de observar que el Imperio resultaba muy caro y que sólo una buena gestión podía hacer que los gastos no superaran los ingresos. La administración misma, en su desarrollo, era costosa, pero los mecanismos de control para evitar una corrupción abundante podían hacer que llegase a ser rentable.

          El mantenimiento de lucrativas aduanas para el comercio exterior, sobre todo, seguía siendo una fuente fundamental de rentas para el Estado, y ello se mantuvo hasta la primera parte de la época de Marco Aurelio, cuando los anales chinos nos hablan de una representación romana que –en 166- rinde pleitesía por vez primera al emperador de China, Huan, aunque éste quedaría decepcionado por la escasa calidad de los regalos entregados, llegando a la conclusión de que la situación del Imperio romano (Da Qin) no era tan boyante. No volvemos a tener noticias de nuevos contactos. El comercio exterior se hundió y con él el nivel de ingresos imperiales.

        Si en época de Trajano [53-117] se pusieron de moda las historias de Alejandro Magno y sus expediciones orientales, ahora Luciano de Samósata [125-181] se burlaba de las historias escritas acerca de las conquistas del Este. Lo cierto es que también China, aunque no sabemos la relación, entró en crisis en los años 170 en medio de inundaciones y rebeliones –sobre todo la de los turbantes amarillos en 184- provocadas en principio por el hambre, que terminarán  por poner fin a la dinastía Han [206 a.C. – 220 d.C.] [NOTA abajo].

         La guerra defensiva, que sólo produjo gastos, hizo que buena parte de los recursos del Estado tuvieran que ser movilizados para atenderla. La arqueología, coincidente con los estudios realizados sobre la evolución de las emisiones de isótopos de metales registrados en los hielos del Ártico y en las turberas, nos señala con claridad que las grandes explotaciones mineras que exigían grandes inversiones de capital cesaron su actividad en estos momentos, como hemos estudiado en otro lugar.

         Dado el control que el Estado ejercía sobre este elemento vital para la economía del Imperio como eran los metales –y en particular del oro y de la plata, elementos básicos del sistema monetario- la ausencia impuesta de un fuerte capitalismo privado hacía que fuese el Fisco quien se tuviese que hacer cargo de las costosísimas inversiones en infraestructuras, como por ejemplo en los sistemas de desagüe, que eran imprescindibles. De forma que la falta de capitales, unida a la escasa tecnología desarrollada al dar preferencia a la mano de obra humana, aumentando del número de unidades productivas en vez de su productividad, dieron al traste con el mantenimiento.

        El creciente coste del combustible (madera) y el simultáneo deterioro de la calidad del mineral disponible a la profundidad a la que era técnicamente posible extraerlo habrían hecho cada vez menos rentables las operaciones. Una inscripción de Aljustrel, en Portugal, nos habla del intento realizado en 173 para restaurar esta mina del S.O. de Hispania, en la época en que la región sufriera el saqueo de las bandas de moros antes señaladas, que posiblemente no hicieron sino agravar el problema. Si se piensa que lo que Roma enviaba al lejano Oriente a cambio de sus productos de lujo era el oro y, sobre todo, la plata, es fácil entender por qué el comercio con esa zona se vino abajo estrepitosamente, y con ello la rentabilidad de las aduanas fronterizas.

         El Estado no tenía dinero pero sí gastos, por lo que hubo de recurrir de forma exagerada a devaluar el contenido de plata de las monedas (el denario pasó a una ley de plata del 78% y su peso además se redujo de 3,4 a 2,36 gramos), causando una fuerte inflación (o sea deprecia¬ción gradual y sistemática de la moneda) generalizada, dado que el sistema, que se seguía sosteniendo oficialmente sobre la plata y el oro, ya no se pudo mantener la clásica relación 25:7.

        Esto tuvo fuertes repercusiones fiscales. Los productos que solía comprar para entregarlos gratis o subvencionados a la plebe romana y a los ejércitos difícilmente podían ser compensados por falta de liquidez, al tiempo que no podía dejar de prescindir de ellos si quería mantener la paz social de Roma y, especialmente, de las tropas. No es por ello casual que el primer testimonio que tenemos de la annona militaris como impuesto no compensado se dé en un papiro egipcio de 179. Marco Aurelio, rehusando aumentar el sueldo de los soldados en dinero y ante la necesidad de adecuar su nivel a las nuevas circunstancias, lo habría completado con una distribución gratuita de trigo.

         Este aumento notable de los impuestos en especies, camuflado al principio con la existencia de una deuda que el Fisco teóricamente sostenía con sus abastecedores y transportistas, iba claramente contra los intereses de los productores, que se empobrecían trabajando sin esperanzas de recompensa. No es casual, por ejemplo, que buena parte de los alfares de envases (ánforas) de aceite que hasta Antonino Pío atendían al servicio de los abastecimientos estatales (Annona) desaparezcan en la Bética, en tanto que quedan casi exclusivamente aquellos cuyas marcas nos hablan de que pertenecían a ricas familias, a veces de senadores.

        Los envasadores privados que servían también al suministro (diffusores olearii) debieron ver también poca rentabilidad en ello, por lo que no es de extrañar que pronto desaparecieran, como sucedió con los arrendatarios de impuestos. Tal vez ello explique la inscripción de Sevilla –datable en 161-169- en la que nos habla de un ayudante del prefecto de la Annona enviado para controlar el censo de la producción de aceite (pues había que entregar una parte) así como de garantizar que se pagasen las compras y también los servicios de los armadores que ponían sus barcos a disposición del estado a cambio de un canon y privilegios sociales.

          Estos privilegios, como antes se señaló, se hacían fundamentalmente a costa de las finanzas municipales de las ciudades a las que pertenecían, donde se veían exentos de hacer las prestaciones que le hubiesen correspondido ocupando cargos públicos. Marco Aurelio y Lucio Vero, como sus antecesores, acuciados por la necesidad, mantuvieron los privilegios de los que hacían el comercio de trigo y aceite para el mercado del pueblo de Roma, pero, atendiendo a las quejas de las ciudades que veían perder las aportaciones de estas ricas personas, renovaron por un lado la prohibición a los senadores – a los que se les redujo a ¼  la cantidad de capital que habían de tener en Italia- de dedicarse al comercio, y por otro establecieron un aumento de un 500% en la capacidad de la flota que los armadores precisaban aportar al servicio de la Annona para liberarse de las cargas municipales, al tiempo –eso sí- que quitaba la limitación temporal (cinco años) establecida anteriormente para dicha exención.

        Una medida en suma que tendía a reducir el número de personas exentas de las prestaciones (munera) municipales a la vez que acentuaba el carácter patrimonial  de la actividad del armador. O sea, que profundizaba el foso entre los más ricos o más honrados (honestiores) y los pobres (humiliores), de los que ya habla abiertamente la legislación para marcar diferencias en el trato que debían recibir en caso de condena.

         Se iba produciendo así lo que se ha denominado “síndrome de Roma”: una economía en la que los magnates ricos se liberan a sí mismos de toda carga fiscal, la pasan al trabajo y a la industria y se retiran a sus latifundios, mientras la economía retrocede a niveles de mera producción local de subsistencia. La población se hacía cada vez más campesina y tenía además una menor capacidad de compra, lo que restringía la actividad comercial, tradicionalmente ligada a las ciudades.

          La escasa rentabilidad que pudiera tener la recaudación de los impuestos locales para los que habían seguido arrendando su recaudación, obviamente desapareció en estas circunstancias, por lo que nada extraño tiene que el gobierno central disponga que, cuando no haya licitadores (a los que se ofrecen también ventajas como a los armadores antes señalados)  sean las autoridades locales, forzadas hereditariamente por su fortuna a ocupar los cargos municipales, las que se hagan cargo responsablemente de dicha recaudación.

          La situación de estas clases medias se fue haciendo cada vez más desesperada, presionadas tanto por el gobierno central como por los de abajo, que les exigían las compensaciones acostumbradas por su sumisión, como eran las celebraciones de juegos de anfiteatro. Por ello M. Aurelio tendrá que acudir en su socorro para establecer los límites de los gastos exigibles a tal fin de acuerdo con la categoría de las ciudades, que declinaban progresivamente en su mayoría y veían disminuir drásticamente el número de edificios y dedicaciones de prestigio habituales en la época anterior.

        Los negocios iban mal, y el hecho de que veamos a M. Aurelio legislar por vez primera para regular la preferencia de cobro de los que se viesen afectados por la liquidación de un banquero es un síntoma más de que ello era así (Dig. 42.5.24.1).

          El intervencionismo progresivo de la administración imperial en los asuntos de los ciudadanos, que iba acercando a Roma en su modo de comportamiento al de los avanzados estados palaciegos del Próximo y Medio Oriente, establecía cada vez más rigideces en el simple organismo de antaño. El formalismo y la convención fueron ganado terreno a medida que la figura del emperador se elevaba cada vez más ante sus súbditos, y una prueba de ello la tenemos en la fijación de epítetos que sirven para distinguir el rango o jerarquía social: a los senadores y sus familias directas se les denomina “clarísimos” o “ilustrísimos”; a los más altos cargos de la administración “eminentísimos”; a los que le siguen en importancia “perfectísimos”, y a los dirigentes de rango menor “notables”.

         Se estableció en todo el Imperio el registro de los nacimientos (lo que suponía que el Estado iba ganando terreno sobre la familia, al tiempo que se iba reconociendo al matrimonio una dimensión psicológica y moral nueva) y se reguló incluso el número de días festivos, que en Roma quedaron limitados a "sólo" ciento treinta y cinco días anuales en los que la actividad de los tribunales quedaba interrumpida.

        No es de extrañar que la población apartada de los circuitos del poder, que debió sufrir mucho en esta época convulsa, buscase más que nunca el apoyo en las asociaciones de pobres donde se prestaban ayuda mutua y donde siempre era factible buscarse el patrocinio de una persona importante (con frecuencia una mujer, que encontraban en esta esfera una manera de actuar por su cuenta en un mundo de hombres) que los protegiese.

          Un asociacionismo que el emperador, que lo buscaba con fines económicos entre los ricos, favoreció con fines sociales entre los pobres: a unos y a otros tipos de asociaciones les permitió recibir legados testamentarios. Por otro lado, los actos evergéticos, que antes se solían manifestar en edificios, se dan cada vez más en forma de banquetes populares, que atendían a las necesidades más perentorias. En este ambiente los cristianos, organizados en asambleas locales (iglesias) que se comunicaban frecuentemente entre sí, fueron tomando cada vez más relevancia, ganando adeptos y, al mismo tiempo, antipatías de los que los veían crecer en influencia. La contabilidad del más allá (los pobres serán los dueños del reino de los cielos) se imponía cuando las esperanzas en el más acá fracasaban.

        M. Aurelio en general, aunque los despreciaba, los dejaba hacer, aunque en casos puntuales dejaba desatarse los instintos asesinos para que les sirvieran como chivos expiatorios del descontento popular, como sucedió en Lyon en 177. La jerarquización, propia de la época, se iba apoderando también de ellos (frente al dios honestior estaban los humildes humanos, aunque unos más dotados de gracia que otros), lo que les daba fuerza al sentirse coordinados y tomar conciencia de su exclusividad, como se ve en el hecho de que vayan teniendo cementerios propios, a veces, por el problema de espacio de enterramiento propio de las grandes ciudades, excavando bajo el solar grandes complejos de galerías subterráneas o catacumbas, como se solía hacer cuando ese problema se presentaba.

         Era con todo una tendencia marcada por la costumbre, no una obligación. Digamos que la idea de la esperada resurrección de los cuerpos coadyuvó con la crisis económica (una inhumación era más barata que una cremación con los medios de la época) para cambiar el ritual de la muerte. La designación de “cementerio” (dormitorio) para definir estos espacios fúnebres arranca precisamente de ahí, de la esperanza cristiana del despertar a una nueva vida tras la muerte.

NOTA

 Sería correcto afirmar que los imperios contemporáneos de los Han y los romanos eran los mayores que existían en ese momento en el mundo conocido. Ambos eran conscientes de la existencia del otro, y existía un vínculo comercial a través de los otros imperios que existían en Asia Central y que actuaban como intermediarios, como Partia. Era un intercambio bastante desigual; China exportaba especias, telas, y, principalmente, seda. El Imperio romano (llamado en China Da Qin) únicamente podía ofrecer oro y plata a cambio, puesto que no poseían otras manufacturas de interés para los chinos. Uno de los pocos contactos directos registrados entre ambos imperios aparece en el Libro de Han Posterior (Hou Hanshu), donde se cuenta que supuestamente una embajada romana representando al emperador [M. Aurelio] Antonino (r. 138-161) alcanzó la capital Luoyang y fue recibida por el emperador Huan (r. 147-168). (https://es.wikipedia.org/wiki/Dinast%C3%ADa_Han) .


G. Chic García, Historia de Europa (1500 a.C.- 500 d.C.), Universidad de Sevilla, 2014, pp. 589-596.

Genaro Chic

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