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El protocolo en la restauración de obras de arte: la intuición frente a la sistematización.

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Mensaje  FabiánPP Vie Mar 18, 2011 12:12 pm

Leyendo en este foro “Libertad ¿tan sólo una ilusión?” me crucé con diferentes reflexiones del profesor Genaro acerca de la intuición y la libertad de voluntad, y en consecuencia el producto de la felicidad. Quisiera ceñir la amplitud ontológica de estas palabras a un campo concreto de acción sobre el patrimonio artístico, no sé si extensible a todo el patrimonio cultural… La frustración (infelicidad) de percepción que significa la mirada a algunos objetos fraccionados, incompletos, cuando no los esperamos, cuando sentimos, porque imaginamos o predecimos, la presencia de lo perdido.
Muchos factores determinan esta frustración, porque a veces no se produce, pero otras sí (porque inhibe la felicidad). Los trabajos de restauración del patrimonio entran de lleno en estas consideraciones. Los criterios acerca de la reconstrucción o no de los objetos no están sujetos al gusto del que mira, aunque están hechos para ser mirados, y la decisión sobre la reconstrucción o no de lo perdido, no debe estar sistematizada, sino asentada en la libertad de acción (libertad de actuar según la intuición) de los que intervienen en el proceso; eso sí, una libertad de acción fundamentada, crítica pero finalmente siempre subjetiva. Sin embargo, este no es el proceder de la actual restauración en obras de arte.

La era digital ha generado, además de la conocida tecnología, una manera de analizar la realidad.

Sistematizar, protocolizar, ordenar la realidad de manera tal que siempre encaje en un esquema… Pero ¿y si la realidad no encuentra lugar en dicho esquema? o más aún, ¿y si el lugar que encuentra se demuestra a posteriori erróneo o directamente es erróneo de manera evidente? El protocolo se convierte en el abrigo del inexperto, el sin-ideas; la seguridad del que dice cumplir un protocolo sin más, es una falsa seguridad, porque no analiza ni interpreta críticamente las consideraciones en juego. La intuición, otro modo de conocimiento, empieza a no tener lugar.

Cuando tomamos cualquier decisión, lo primero que el cerebro realiza es una consulta con los contenidos de la memoria para saber si las experiencias adquiridas o la llamada memoria filética o ancestral nos pueden orientar respecto a la decisión a tomar. F.J. Rubia, en “El controvertido tema de la libertad”, Revista de Occidente nº 356, Enero 2011.

La intuición, fundamentada en el libre impulso, pero la mayoría de las veces basada en la fenomenología, en la experiencia, queda denostada, y su aplicación se describe como un riesgo por sus resultados impredecibles. Pero sus resultados son a veces los “satisfactorios” (los que generan felicidad, satisfacción) y sí están fundamentados, como explica Rubia, fundamentado en lo experimentado satisfactoriamente.

Actuar en base a un protocolo, en la medicina, en la seguridad civil, en los estudios sociológicos, pero también en la restauración de obras de arte… Se hace presente el aforismo de don Genaro Chic: “siempre que pasa lo mismo ocurre igual, o casi siempre…” y ahí está el valor añadido, ahí radica el matiz, en el “casi siempre”.

La restauración de obras de arte ha ido conformando un corpus teórico y práctico, válido en muchas de sus facetas, pero que en otras genera un proceder a veces incomprensible para el propietario de la obra, para el público e incluso, y aún más, para muchos de los técnicos o estudiosos que observan las obras ya restauradas. Soluciones conceptualmente inexplicables, intervenciones de un “conservacionismo” exagerado, en los que no se admite ni la más nimia reconstrucción, o reconstrucciones descritas como neutras, que adquieren un protagonismo ajeno al discurso propio de la obra, objetos artísticos que con el potencial de su imagen intacto, se dejan reducidos a la ruina, imágenes desconstruidas cuando son objetos susceptibles de ser recuperados…

Este criterio, válido en numerosas ocasiones, aplicado al modo de sagrado recetario, sistematizado en su aplicación, se nos aparece desde las administraciones públicas que velan por la conservación del patrimonio, como la única regla de intervención.

La restauración de obras de arte es un conflicto permanente de percepción visual y la percepción del objeto es, además de todo lo demás que pueda ser, una reflexión acerca del paso del tiempo, al modo de una vánitas barroca, moralizante, donde se enfrentan la infinitud del tiempo histórico (el pasado pero también el futuro) con la finitud de nuestro presente.

Conservar este conflicto puede ser la regla o el principio íntimo y profundo de la restauración. Conformar dicho significado en la obra de arte concreta sobre la que se interviene, es complejo y muy dificultoso, requiriendo siempre de un análisis crítico, un análisis formal, estético, artístico, sobre el que es fácil teorizar, pero muy difícil sistematizar; en general debe valer como norma la conservación en la obra de la huella que deja el inexorable paso del tiempo.

Pero la primera cuestión a considerar a la hora de intervenir físicamente sobre una obra de arte, siendo una cuestión previa y muy de fondo, es ¿debe ser la obra de arte soporte de su propia historicidad? a lo que parece evidente la respuesta que lo es consustancialmente a ella, siendo entonces la pregunta ¿debe por ello soportar la obra todas las facetas de su historicidad? a lo que probablemente debamos responder que algunas de sus manifestaciones históricamente materiales, son más bien taras históricas que no aportan a la obra y la desconstruyen como imagen y como objeto.
La cuestión práctica de este dilema es cuáles deben ser objeto de intervención y cuáles no, en qué medida deben serlo y con qué criterio.

El factor tiempo vuelve a primera línea teórica: si llevamos la obra restaurada a su tiempo histórico cero, tenderemos a la re-pristinación, a la recuperación plena del objeto al modo en el que fue realizado (en cualquier caso, siempre con la ausencia de la certeza sobre ese aspecto original). De este modo queda anulado su tiempo histórico, o su tiempo-vida, y el objeto queda desnaturalizado, pierde lo que llamamos en restauración “carácter”, y esa obra, al modo de un objeto moderno, reinaugura un nuevo camino en el tiempo, obligándosele otra vez a un proceso de estabilización y envejecimiento.

Podemos, frente a esto, recuperar en el momento de la restauración, su tiempo histórico, estabilizándolo en ese estadio de la historia para catapultarlo al futuro. Pero la dificultad neta de esta cuestión es ponderar ¿cómo debe ser la expresión de ese tiempo histórico?

Se cruzan en el pensamiento las palabras del teórico austríaco Alois Riegl, Presidente de la Comisión de Patrimonio del Imperio Austríaco, y que en 1903 redactó un informe para la conservación de dicho patrimonio. Este teórico hiló fino en sus reflexiones, y sus ideas siguen vigentes en muchos aspectos:

Las manifestaciones de destrucción en la obra humana reciente (deterioro prematuro) nos desagradan tanto como las manifestaciones de creación reciente en la obra humana antigua (restauraciones exageradas)… lo que complace al hombre contemporáneo de principios del siglo XX es la creación y la destrucción en toda su pureza. “El culto moderno de los monumentos, su carácter y sus orígenes”.

El valor de lo antiguo en una obra radica en dejar perceptible dichas huellas, expresión del paso del tiempo. Pero la restauración también debe identificar sus potencialidades, si las tuviera, para encontrar la recuperación natural de la obra como imagen, si se requiriera hacerlo. Debiera comprometerse entonces en promediar entre lo conservado y lo perdido, buscando dicha potencialidad en su imagen, que se deduce del análisis morfológico de la obra, de discernir donde está la ruina irrecuperable, por la pérdida de discurso formal, o de observar cuáles son sus valores formales recuperables en un grado de análisis necesariamente subjetivo, pero analítico, difícilmente protocolizable, que al final, creo, sólo puede quedar sustentado en la valoración y el gusto de los que lo analizan. La intuición como criterio.

Sin embargo, las administraciones que tienen la obligación legal de la supervisión y el control de las intervenciones sobre el patrimonio, pero también muchos profesionales, están imbuidas, en numerosas ocasiones, de un complejo, un complejo apriorísticamente asumido como un dogma innegociable, y teñido de un prurito de cientificismo que asegura, con ello, la ética de la intervención… ¡no tocar! y conservar… ¿Por qué no reproducir aquello que evidentemente falta?¿Por qué no recomponer una unidad formal parcialmente deteriorada pero susceptible de reconstrucción? Y ¿porqué no también lo contrario?

Todo es percepción e intuición, pero esta lucha contra el protocolo te obliga a teorizar sobre lo que la mayoría entiende naturalmente… El exceso de teorización es expresión de esta crisis. Las administraciones nos obligan, a veces con "autoritad" (fundamentada en el silogismo del intelectual) pero otras a la fuerza (ejerciendo el poder), a vivir una vida pensada, idealizada y si me apuran a veces se da el salto a una vida ideologizada, en el fondo incómoda y no querida, o si es querida, lo es de manera conceptual, como una pose teórica… pero desnaturalizada, y finalmente, y realmente, asumida hasta el grado de la convicción plena.

Claro que esto es así hasta que llega la reflexión del lego, que como la del niño del cuento del Nuevo vestido del Rey, desmonta el exceso de teorización, y descubre el falso teorema: “¡pero si a ese santo le faltan los dedos!”, y claro es, lo que no se puede explicar es que es realmente inexplicable…

FabiánPP
Invitado


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