Sobre el concepto de libertad y el gusto por la anarquía
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Sobre el concepto de libertad y el gusto por la anarquía
Decía el gran historiador, economista y antropólogo austriaco Karl Polanyi de que "el transporte en épocas antiguas era más importante que la producción misma". No debe extrañarnos tal afirmación. En primer lugar tenemos que tener presente que la mentalidad económica de la época tendía más al autoabastecimiento que a la producción de excedentes para el mercado. El concepto de libertad imperante se basaba en la no dependencia de otra persona: Si dependes de otro, para abastecerte o para lo que sea, ya no eres libre. De ahí también el rechazo del impuesto -y por consiguiente del Estado que se mantiene con la recaudación impuesta de los excedentes-, que aún podemos ver en época de Jesucristo, tal como nos lo muestra el Evangelio de San Mateo (17, 24-27):
"Cuando llegaron a Cafarnaum, se presentaron los que cobraban los didracmas y dijeron a Pedro: ¿Vuestro Maestro no paga los didracmas? Respondió: Sí. Y al entrar en casa, se le adelantó Jesús y le dijo: ¿Qué te parece, Simón? ¿Los reyes de la tierra ¿de quiénes cobran tributos o impuestos? ¿De sus propios hijos o de los otros? Como respondiera él: De los otros; concluyó Jesús: De consiguiente están exentos los hijos. Mas, a fin de que no les demos escándalo, ve al mar, echa el anzuelo, saca el primer pez que cojas; y abriéndole su boca, hallarás un estáter [o doble dracma]. Tómalo y dáselo por mí y por ti."
Un espíritu anárquico del cristianismo primitivo que se pone de manifiesto de nuevo en San Marcos (10, 42) cuando pone en boca de Jesús "que los que son tenidos como jefes en las naciones, gobiernan tiránicamente a los súbditos; y los grandes entre ellos ejercen la autoridad vejándolos". Bien es verdad que a medida que el Estado Imperial romano se afirmaba y el cristianismo fue cambiando hacia un sistema jerárquico (con obispos, presbíteros, asamblea de fieles...) se fue produciendo una transformación que ya queda muy bien reflejada en San Agustín, con el paso necesario de la libertad a la obediencia al Estado como consecuencia del pecado, a partir del momento en que la Iglesia pasó a ser depositaria de la religiosidad oficial y sostén de ese mismo Estado, aunque siempre dejando muy claro que “sin la justicia ¿qué otra cosa son los reinos sino grandes robos? Pues, ¿qué son los robos sino pequeños reinos?” (De civitate Dei, 4,4)
He puesto estos ejemplos tomados de textos que nos resultan más familiares por cuestiones culturales, pero se podrían poner otros. En cualquier caso queda claro que el concepto de libertad del que se parte implica la mínima dependencia de los demás, y sólo se puede dar por consiguiente en grupos pequeños que se autoabastecen en la medida de lo posible. Y digo en la medida de lo posible porque siempre hay algunos bienes de los que se carece y que se sienten como necesarios, lo que impulsa a tener relaciones con los vecinos, bien bélicas -para obtener por la fuerza lo que se precisa- o bien pacíficas, para conseguirlo mediante intercambio de regalos -en el caso de los jefes- o bien directamente por trueque entre las personas implicadas. En cualquier caso hay un claro rechazo a lo que hoy denominamos "mercado impersonal", en el que como señalaría Aristóteles en su libro de la Política (I, 3, 1257-1258) y copiaría posteriormente K. Marx en El Capital, se parte del medio de cambio, de la moneda o dinero, para mediante la compraventa obtener como objeto más dinero o capital. Moralmente el capitalismo está mal visto en nuestro mundo antiguo, como algo ajeno a la satisfacción de las necesidades y como algo que por el contrario incita a la generación de nuevas necesidades, como vemos hoy en nuestras sociedades de consumo. No debe extrañarnos, pues, que cuando en el siglo I a.C. Catón haga el prólogo de su libro De agricultura, señale en él que «nuestros antepasados con respecto a esto pensaron así y lo fijaron en sus leyes: condenar al ladrón a pagar el doble, y al usurero al cuádruplo. Por este detalle podemos ver cuán peor ciudadano consideraron al usurero que al ladrón». O sea, que como se suele decir, era más delito fundar un banco que robarlo.
Señalamos todo esto porque damos como un hecho natural que el hombre tiende gozosamente hacia el progreso de forma natural, sin pararnos a pensar que este hecho es sólo el producto reciente de nuestra cultura cristiana, con su concepción del tiempo como un largo recorrido en el que el hombre debe buscar su salvación (luego unos dirán que esta salvación se encontrará en el cielo y otros que en la tierra, en el marco estrictamente humano). El Renacimiento se caracterizará por abrir esta nueva vía del progreso material que el cristianismo había extendido como una fe en el plano espiritual. Pero la situación anterior es bastante distinta. Es verdad que el conocimiento técnico llegó a estar bastante avanzado en la Antigüedad y que, por ejemplo, la máquina de vapor ya nos es descrita por Herón de Alejandría en el siglo III a.C.. Tan verdad como que sólo se aplicó para lograr efectos maravillosos (autómatas, puertas que se abren de forma maravillosa, etc.) y no para producir excedentes, por la sencilla razón de que no había, por lo antes expuesto, gran confianza en un mercado adonde pudieran confluir esos excedentes. Y si algún adelanto técnico se aplicaba, no se consideraba que debiera producir un aumento de los bienes, sino una disminución del trabajo y, por consiguiente, del tiempo libre. Algo que podemos ver muy bien en el siguiente poema que Antípater de Tesalónica (Antología Griega, 9.418), contemporáneo de Cicerón (s. I a.C.), dedicó al elogio de los nuevos molinos de agua:
“Dejad de moler, ¡oh vosotras mujeres que os esforzáis en el molino!; dormid hasta más tarde aunque los cantos de los gallos anuncien el alba. Pues Demeter ordenó a las ninfas [del agua] que hagan el trabajo de vuestras manos, y ellas, saltando a lo alto de la rueda, hacen girar su eje el cual, con sus radios que dan vueltas, hace que giren las pesadas muelas cóncavas de [piedra de] Nisiria. Gustemos nuevamente las alegrías de la vida primitiva, aprendiendo a regalarnos con los productos de Demeter [la Madre Tierra] sin trabajar”
Por la misma razón tampoco debe de extrañarnos que, como señala J. Carcopino, los días festivos en la Roma imperial ocuparan más de la mitad del año, y que la jornada laboral en la época de apogeo del Imperio con Trajano, que comenzaba al salir el sol, oscilase entre las 6 y la 7 horas. Es cierto que sólo se hacía una comida al día, la coena, al anochecer, y que las tardes estaban dedicadas generalmente al ocio y a los espectáculos. Los grandes señores, empezando por el Emperador, con una gran capacidad de acumulación de bienes -derivados de las guerras en forma de botín o de explotación de los vencidos, o bien de la producción de sus propios predios obtenidos gracias a los medios señalados sobre todo- procuraban llenar los días de fiesta con sacrificios que, transformados en barbacoas movidas por un espíritu religioso, estaban en la base de una alimentación popular, que luego se complementaba con sportulae o donativos hechos a los miembros de la propia clientela. En suma, era un género de vida que se cimentaba más en la calidad de vida, trabajando poco, que en la cantidad de géneros disponibles, conseguidos con un intenso trabajo que, en todo caso, era mejor que lo hicieran esos seres subhumanos que eran los esclavos o esas personas tan desgraciadas que no poseían la tierra.
"Cuando llegaron a Cafarnaum, se presentaron los que cobraban los didracmas y dijeron a Pedro: ¿Vuestro Maestro no paga los didracmas? Respondió: Sí. Y al entrar en casa, se le adelantó Jesús y le dijo: ¿Qué te parece, Simón? ¿Los reyes de la tierra ¿de quiénes cobran tributos o impuestos? ¿De sus propios hijos o de los otros? Como respondiera él: De los otros; concluyó Jesús: De consiguiente están exentos los hijos. Mas, a fin de que no les demos escándalo, ve al mar, echa el anzuelo, saca el primer pez que cojas; y abriéndole su boca, hallarás un estáter [o doble dracma]. Tómalo y dáselo por mí y por ti."
Un espíritu anárquico del cristianismo primitivo que se pone de manifiesto de nuevo en San Marcos (10, 42) cuando pone en boca de Jesús "que los que son tenidos como jefes en las naciones, gobiernan tiránicamente a los súbditos; y los grandes entre ellos ejercen la autoridad vejándolos". Bien es verdad que a medida que el Estado Imperial romano se afirmaba y el cristianismo fue cambiando hacia un sistema jerárquico (con obispos, presbíteros, asamblea de fieles...) se fue produciendo una transformación que ya queda muy bien reflejada en San Agustín, con el paso necesario de la libertad a la obediencia al Estado como consecuencia del pecado, a partir del momento en que la Iglesia pasó a ser depositaria de la religiosidad oficial y sostén de ese mismo Estado, aunque siempre dejando muy claro que “sin la justicia ¿qué otra cosa son los reinos sino grandes robos? Pues, ¿qué son los robos sino pequeños reinos?” (De civitate Dei, 4,4)
He puesto estos ejemplos tomados de textos que nos resultan más familiares por cuestiones culturales, pero se podrían poner otros. En cualquier caso queda claro que el concepto de libertad del que se parte implica la mínima dependencia de los demás, y sólo se puede dar por consiguiente en grupos pequeños que se autoabastecen en la medida de lo posible. Y digo en la medida de lo posible porque siempre hay algunos bienes de los que se carece y que se sienten como necesarios, lo que impulsa a tener relaciones con los vecinos, bien bélicas -para obtener por la fuerza lo que se precisa- o bien pacíficas, para conseguirlo mediante intercambio de regalos -en el caso de los jefes- o bien directamente por trueque entre las personas implicadas. En cualquier caso hay un claro rechazo a lo que hoy denominamos "mercado impersonal", en el que como señalaría Aristóteles en su libro de la Política (I, 3, 1257-1258) y copiaría posteriormente K. Marx en El Capital, se parte del medio de cambio, de la moneda o dinero, para mediante la compraventa obtener como objeto más dinero o capital. Moralmente el capitalismo está mal visto en nuestro mundo antiguo, como algo ajeno a la satisfacción de las necesidades y como algo que por el contrario incita a la generación de nuevas necesidades, como vemos hoy en nuestras sociedades de consumo. No debe extrañarnos, pues, que cuando en el siglo I a.C. Catón haga el prólogo de su libro De agricultura, señale en él que «nuestros antepasados con respecto a esto pensaron así y lo fijaron en sus leyes: condenar al ladrón a pagar el doble, y al usurero al cuádruplo. Por este detalle podemos ver cuán peor ciudadano consideraron al usurero que al ladrón». O sea, que como se suele decir, era más delito fundar un banco que robarlo.
Señalamos todo esto porque damos como un hecho natural que el hombre tiende gozosamente hacia el progreso de forma natural, sin pararnos a pensar que este hecho es sólo el producto reciente de nuestra cultura cristiana, con su concepción del tiempo como un largo recorrido en el que el hombre debe buscar su salvación (luego unos dirán que esta salvación se encontrará en el cielo y otros que en la tierra, en el marco estrictamente humano). El Renacimiento se caracterizará por abrir esta nueva vía del progreso material que el cristianismo había extendido como una fe en el plano espiritual. Pero la situación anterior es bastante distinta. Es verdad que el conocimiento técnico llegó a estar bastante avanzado en la Antigüedad y que, por ejemplo, la máquina de vapor ya nos es descrita por Herón de Alejandría en el siglo III a.C.. Tan verdad como que sólo se aplicó para lograr efectos maravillosos (autómatas, puertas que se abren de forma maravillosa, etc.) y no para producir excedentes, por la sencilla razón de que no había, por lo antes expuesto, gran confianza en un mercado adonde pudieran confluir esos excedentes. Y si algún adelanto técnico se aplicaba, no se consideraba que debiera producir un aumento de los bienes, sino una disminución del trabajo y, por consiguiente, del tiempo libre. Algo que podemos ver muy bien en el siguiente poema que Antípater de Tesalónica (Antología Griega, 9.418), contemporáneo de Cicerón (s. I a.C.), dedicó al elogio de los nuevos molinos de agua:
“Dejad de moler, ¡oh vosotras mujeres que os esforzáis en el molino!; dormid hasta más tarde aunque los cantos de los gallos anuncien el alba. Pues Demeter ordenó a las ninfas [del agua] que hagan el trabajo de vuestras manos, y ellas, saltando a lo alto de la rueda, hacen girar su eje el cual, con sus radios que dan vueltas, hace que giren las pesadas muelas cóncavas de [piedra de] Nisiria. Gustemos nuevamente las alegrías de la vida primitiva, aprendiendo a regalarnos con los productos de Demeter [la Madre Tierra] sin trabajar”
Por la misma razón tampoco debe de extrañarnos que, como señala J. Carcopino, los días festivos en la Roma imperial ocuparan más de la mitad del año, y que la jornada laboral en la época de apogeo del Imperio con Trajano, que comenzaba al salir el sol, oscilase entre las 6 y la 7 horas. Es cierto que sólo se hacía una comida al día, la coena, al anochecer, y que las tardes estaban dedicadas generalmente al ocio y a los espectáculos. Los grandes señores, empezando por el Emperador, con una gran capacidad de acumulación de bienes -derivados de las guerras en forma de botín o de explotación de los vencidos, o bien de la producción de sus propios predios obtenidos gracias a los medios señalados sobre todo- procuraban llenar los días de fiesta con sacrificios que, transformados en barbacoas movidas por un espíritu religioso, estaban en la base de una alimentación popular, que luego se complementaba con sportulae o donativos hechos a los miembros de la propia clientela. En suma, era un género de vida que se cimentaba más en la calidad de vida, trabajando poco, que en la cantidad de géneros disponibles, conseguidos con un intenso trabajo que, en todo caso, era mejor que lo hicieran esos seres subhumanos que eran los esclavos o esas personas tan desgraciadas que no poseían la tierra.
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
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