Creencias. Lección de psicología
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Creencias. Lección de psicología
Todos tenemos creencias, o sea pre-juicios, axiomas, verdades evidentes que decimos que no necesitan demostración. Por ejemplo. Durante milenios no se dudó de algo que para todos resultaba evidente: que el sol salía por el este (levante) y se ocultaba poniéndose por el oeste (poniente). Lo veía todo el mundo, era algo que no necesitaba demostración. Pero hubo gente que miraba al cielo por la noche y no comprendía por qué había unos astros que no seguían la lógica de los desplazamientos de los demás, eran errantes (en griego “planetas”) y buscaron explicar este hecho singular. Propusieron la hipótesis de que en realidad el centro no era la Tierra, sino el Sol, lo que ayudaba a comprender tan extraño comportamiento de esos astros díscolos. Luego se descubrió el telescopio (“lo que sirve para mirar lejos” en griego) y la visión de la realidad cambió: la creencia geocéntrica fue desplazada por la heliocéntrica, y lo que antes era base de toda la lógica científica de la naturaleza fue sustituida por otra visión igualmente lógica. La lógica no era la realidad que analizaba, estaba claro. Pero como dice el físico Thomas S. Kuhn (La revolución copernicana) tan lógico era pensar una cosa como la otra. Sin embargo el hecho atacaba las creencias multiseculares y la gente se sintió perdida. Es lógico que quisieran cargarse a Galileo.
Lo que pasó en el siglo XVII ha pasado siempre. Las creencias nos dan seguridad y nos da miedo no poder creer en lo que siempre habíamos dado por seguro. Como señalaba Numa D. Fustel de Coulanges en el siglo XIX (La ciudad antigua) no hay nada más poderoso que una creencia. Esta, aunque sea producto de nuestra imaginación, nos domina y tendemos a obedecerla hasta la muerte si es preciso. ¿No es hoy, por ejemplo, el dinero una creencia (un pre-juicio) de aspecto racional –como la teoría geocéntrica- en el que todos creemos y causa la mayor parte de nuestras alegrías si pensamos que está con nosotros, y de nuestras desgracias si creemos que nos ha abandonado?
Con muchas otras cosas pasa lo mismo, y nos negamos a investigar a fondo porque el resultado de lo que podemos encontrar tal vez pueda causarnos una fuerte angustia al considerar que las bases de nuestro pensamiento eran muy débiles. Esto es lo que plantean, en torno a un hecho concreto como es el de los crímenes de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, una serie de prestigioso psicólogos norteamericanos. Pero puede plantearse cualquier otra situación, aunque es evidente que quien quiere dominar a otro considere que es mejor que éste crea y no se plantee las cosas. Que se entretenga y no piense; que se quede en lo interesante y huya de lo importante. Al fin y al cabo, gobernar es hacer creer.
Puedes ver lo que dicen estos científicos en
https://www.youtube.com/watch?v=p0MXHhLJn7g&
Salud psíquica
Lo que pasó en el siglo XVII ha pasado siempre. Las creencias nos dan seguridad y nos da miedo no poder creer en lo que siempre habíamos dado por seguro. Como señalaba Numa D. Fustel de Coulanges en el siglo XIX (La ciudad antigua) no hay nada más poderoso que una creencia. Esta, aunque sea producto de nuestra imaginación, nos domina y tendemos a obedecerla hasta la muerte si es preciso. ¿No es hoy, por ejemplo, el dinero una creencia (un pre-juicio) de aspecto racional –como la teoría geocéntrica- en el que todos creemos y causa la mayor parte de nuestras alegrías si pensamos que está con nosotros, y de nuestras desgracias si creemos que nos ha abandonado?
Con muchas otras cosas pasa lo mismo, y nos negamos a investigar a fondo porque el resultado de lo que podemos encontrar tal vez pueda causarnos una fuerte angustia al considerar que las bases de nuestro pensamiento eran muy débiles. Esto es lo que plantean, en torno a un hecho concreto como es el de los crímenes de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, una serie de prestigioso psicólogos norteamericanos. Pero puede plantearse cualquier otra situación, aunque es evidente que quien quiere dominar a otro considere que es mejor que éste crea y no se plantee las cosas. Que se entretenga y no piense; que se quede en lo interesante y huya de lo importante. Al fin y al cabo, gobernar es hacer creer.
Puedes ver lo que dicen estos científicos en
https://www.youtube.com/watch?v=p0MXHhLJn7g&
Salud psíquica
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
Re: Creencias. Lección de psicología
A veces, como profesor de Historia, me he visto en la necesidad de mostrar cómo los antiguos no eran más irracionales que nosotros por el hecho de creer en determinados dioses. Así por ejemplo en Deméter (Ceres para los romanos) –diosa terrestre de la agricultura, los cereales y la cosecha-, cuya hija Perséfone (Proserpina) - el grano-, engendrada con Zeus (el cielo), fue secuestrada por su tío Hades o Plutón (el subsuelo o inframundo) y allí este rico plutócrata la tenía como esposa hasta que el grano daba su fruto (o “paría”) de nuevo en primavera, para volver debajo de la tierra cada año cuando se producía la sementera.
Ésta era una de sus creencias y en torno a ellas se montaba una religión, con su ritual para poner en contacto a los hombres con los dioses.
Luego, también en nuestro mundo hubo otras creencias que desplazaron a estas, y la nueva religión desarrolló igualmente una iconografía. Por ejemplo, en Sevilla es fácil encontrar por doquier estampas de Jesús del Gran Poder.
Cuando yo preguntaba, con una estampa en la mano, qué era aquello que les mostraba, no había duda en la respuesta: era el Señor de Sevilla. Y les contestaba a mi vez que no, que aquello era un papel con una imagen. A continuación les mostraba un billete.
Cuando volvía a preguntar, se me respondía –ya con menos seguridad- que se trataba de 20 euros, y mi contestación volvía a ser la misma: era sólo una imagen en un papel y su poder residía exclusivamente en que nosotros tuviéramos fe en él, en que creyéramos que ese papel tenía realmente un gran poder, en que nos lo creyéramos. Y que también esa imagen tenía una evolución histórica. Por ejemplo, en el billete de 100 pesetas (cuya fe ha quedado muy reducida) de 1970 aún figura el cartel que nos anuncia que es sólo un vale que el Banco de España –al menos teóricamente- nos canjeará por oro.
Por entonces sin embargo ya todas las divisas monetarias eran reducibles a un patrón general que era el dólar, que se suponía equivalente a una 35ª parte de onza de oro. A Estados Unidos, a quien representaba esa moneda, se le concedió en los acuerdos de Bretton Woods (1944) la facultad de cambiar dólares por oro a ese precio sin restricciones ni limitaciones. Pero cuando este país, metido en los enormes gastos de la Guerra de Vietnam (que terminó perdiendo), emitió papel de una manera desmedida acabó quebrando la fe de sus socios y desde entonces las monedas fluctúan entre sí. El dinero se convertía en algo puramente fiduciario (de fiducia, de fe), de modo que no volvió a hacerse en nuestras monedas referencia a que un billete sólo fuese un vale relativo a lo que realmente tenía antes valor: el oro. La referencia al pago que haría el Banco de España desapareció.
El dinero pasaba a ser sólo crédito, o sea fe concedida a una persona y que un banco en la práctica creaba cada vez que prestaba el capital depositado previamente por una persona (sin que esa misma persona dejase de tener al mismo tiempo a su disposición el dinero que el banco había prestado a otra u otras). Tanto es así que esa persona podía disponer de un medio para realizar pagos que ya no era un billete de banco con especificación de una cifra concreta. Es lo que llamamos tarjeta de crédito, o sea de fe que se ha depositado en la capacidad que una persona tiene para gastar, y que está reflejada en realidad en unas cifras recogidas en un documento que posee el banco, en el que se dice cuál es la fe que merece esa persona. Eso sí, a diferencia de las creencias religiosas de antaño, ahora la fe no es trascendente (el objeto de la misma no se sitúa fuera del hombre, como los antiguos dioses) sino inmanente (está en el propio hombre) y además tiene un carácter cuantitativo (cantidad exacta) que se contrapone al cualitativo (calidad apreciada) que se suponía a la gracia divina.
Evidentemente para que esto funcione la inmensa mayoría de la población afectada tiene que tener esta creencia en una determinada forma de dinero, pues de lo contrario éste no tendría valor. Es la fe lo que sostiene a una moneda actual, y ésta depende del poder que se crea que tiene quien la emite. Si ese poder no es reconocido, entonces el billete o la referencia al mismo no tiene valor (como no lo tiene tampoco cuando el poder decide cambiarlo por uno nuevo, por ejemplo, la peseta frente al euro).
Es así que asistimos ahora a una nueva crisis de fe, derivada de que se ha abusado en la creación de dinero fiduciario y no se quiere resolver recurriendo a la inflación (la depreciación del dinero) o a la condonación o quita amplia de buena parte de las deudas (o sea a la desaparición de una parte importante de ese dinero que sobra). Mientras el dinero fiduciario no se ajuste a la riqueza real (no fiduciaria, no financiera) será imposible salir de la crisis de fe en la que estamos y la economía, por tanto, no podrá recuperar un ritmo presidido por la confianza.
Ésta era una de sus creencias y en torno a ellas se montaba una religión, con su ritual para poner en contacto a los hombres con los dioses.
Luego, también en nuestro mundo hubo otras creencias que desplazaron a estas, y la nueva religión desarrolló igualmente una iconografía. Por ejemplo, en Sevilla es fácil encontrar por doquier estampas de Jesús del Gran Poder.
Cuando yo preguntaba, con una estampa en la mano, qué era aquello que les mostraba, no había duda en la respuesta: era el Señor de Sevilla. Y les contestaba a mi vez que no, que aquello era un papel con una imagen. A continuación les mostraba un billete.
Cuando volvía a preguntar, se me respondía –ya con menos seguridad- que se trataba de 20 euros, y mi contestación volvía a ser la misma: era sólo una imagen en un papel y su poder residía exclusivamente en que nosotros tuviéramos fe en él, en que creyéramos que ese papel tenía realmente un gran poder, en que nos lo creyéramos. Y que también esa imagen tenía una evolución histórica. Por ejemplo, en el billete de 100 pesetas (cuya fe ha quedado muy reducida) de 1970 aún figura el cartel que nos anuncia que es sólo un vale que el Banco de España –al menos teóricamente- nos canjeará por oro.
Por entonces sin embargo ya todas las divisas monetarias eran reducibles a un patrón general que era el dólar, que se suponía equivalente a una 35ª parte de onza de oro. A Estados Unidos, a quien representaba esa moneda, se le concedió en los acuerdos de Bretton Woods (1944) la facultad de cambiar dólares por oro a ese precio sin restricciones ni limitaciones. Pero cuando este país, metido en los enormes gastos de la Guerra de Vietnam (que terminó perdiendo), emitió papel de una manera desmedida acabó quebrando la fe de sus socios y desde entonces las monedas fluctúan entre sí. El dinero se convertía en algo puramente fiduciario (de fiducia, de fe), de modo que no volvió a hacerse en nuestras monedas referencia a que un billete sólo fuese un vale relativo a lo que realmente tenía antes valor: el oro. La referencia al pago que haría el Banco de España desapareció.
El dinero pasaba a ser sólo crédito, o sea fe concedida a una persona y que un banco en la práctica creaba cada vez que prestaba el capital depositado previamente por una persona (sin que esa misma persona dejase de tener al mismo tiempo a su disposición el dinero que el banco había prestado a otra u otras). Tanto es así que esa persona podía disponer de un medio para realizar pagos que ya no era un billete de banco con especificación de una cifra concreta. Es lo que llamamos tarjeta de crédito, o sea de fe que se ha depositado en la capacidad que una persona tiene para gastar, y que está reflejada en realidad en unas cifras recogidas en un documento que posee el banco, en el que se dice cuál es la fe que merece esa persona. Eso sí, a diferencia de las creencias religiosas de antaño, ahora la fe no es trascendente (el objeto de la misma no se sitúa fuera del hombre, como los antiguos dioses) sino inmanente (está en el propio hombre) y además tiene un carácter cuantitativo (cantidad exacta) que se contrapone al cualitativo (calidad apreciada) que se suponía a la gracia divina.
Evidentemente para que esto funcione la inmensa mayoría de la población afectada tiene que tener esta creencia en una determinada forma de dinero, pues de lo contrario éste no tendría valor. Es la fe lo que sostiene a una moneda actual, y ésta depende del poder que se crea que tiene quien la emite. Si ese poder no es reconocido, entonces el billete o la referencia al mismo no tiene valor (como no lo tiene tampoco cuando el poder decide cambiarlo por uno nuevo, por ejemplo, la peseta frente al euro).
Es así que asistimos ahora a una nueva crisis de fe, derivada de que se ha abusado en la creación de dinero fiduciario y no se quiere resolver recurriendo a la inflación (la depreciación del dinero) o a la condonación o quita amplia de buena parte de las deudas (o sea a la desaparición de una parte importante de ese dinero que sobra). Mientras el dinero fiduciario no se ajuste a la riqueza real (no fiduciaria, no financiera) será imposible salir de la crisis de fe en la que estamos y la economía, por tanto, no podrá recuperar un ritmo presidido por la confianza.
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
La percepción de eterno presente y sus efectos colaterales.
El espejismo del fin de la Historia
Las personas piensan que sus gustos y convicciones son estables, pero cambian más de lo que creen. Un experimento masivo prueba la ductilidad humana
________________________________________
Lo más común es que la gente se sonroje al recordar sus gustos, valores y convicciones del pasado y se pregunte cómo demonios le pudo gustar ese cantante, aquel partido político o este cónyuge que ahora ocupa la mitad del sofá. Todo el mundo acepta haber cambiado. Pero entonces, lo lógico sería suponer que lo mismo va a seguir ocurriendo en el futuro: que los gustos y convicciones actuales van a seguir cambiando, que el cantante de ahora acabará también desafinando, la ideología patinando, el amor muriendo. Pero no es así.
Según ha demostrado un experimento psicológico masivo de tres universidades —con 19.000 personas de 18 a 68 años de edad—, todo el mundo, independientemente de su edad, cree que sus convicciones actuales son ya las definitivas: que ya ha llegado, que ya nada va a cambiar, que el presente es para siempre. Es lo que Daniel Gilbert, de la Universidad de Harvard, y sus colegas llaman “el espejismo del fin de la Historia”. Presentan su macroestudio en la revista Science.
Los psicólogos, por ejemplo, preguntaron a los participantes cuánto estarían dispuestos a pagar por ver dentro de 10 años a su grupo favorito actual. También les preguntaron cuánto pagarían ahora por ver a su grupo favorito de hace 10 años. Y la primera cifra resultó mucho mayor que la segunda, de una manera consistente en todos los grupos de edad.
La gente de 30 años, por poner otro ejemplo, cree que va a cambiar en los próximos 10 años mucho menos de lo que la gente de 40 años admite que ha cambiado en los últimos 10. Los investigadores analizan así el comportamiento, los ideales, los principios y las inclinaciones de sus sujetos. Son estrategias de estudio indirectas —no se compara a la misma persona 10 años antes o después—, pero sus resultados son sólidos gracias a la poderosa estadística que permite una muestra de 19.000 personas.
“La Historia, según parece, siempre se está acabando hoy mismo”, dicen Gilbert y sus colegas del Fondo Nacional de Investigación Científica de Bruselas y la Universidad de Virginia en Charlottesville. “Tanto los adolescentes como los abuelos parecen creer que el ritmo del cambio personal se ha detenido, y que ellos se han convertido hace poco en las personas que seguirán siendo para siempre”.
El espejismo del fin de la Historia, sostienen los investigadores, no solo tiene interés como divertimento psicológico, sino que tiene muchas consecuencias prácticas en la vida de las personas: la gente paga un precio demasiado alto por atesorar para el futuro el tipo de cosas que le satisfacen en el presente, pero que seguramente no le satisfarán en el futuro. Aunque parezca una descripción del matrimonio, la hipoteca o las acciones preferentes, el fenómeno afecta a todos los ámbitos de la psicología humana.
“En cualquier fase de la vida”, escriben Gilbert y sus colegas, “la gente toma decisiones que influyen poderosamente en las vidas de la gente en la que se convertirán; y cuando finalmente se convierten en ellos, ya no parecen tan interesantes”.
Los psicólogos citan el ejemplo del tatuaje indeleble por el que un adolescente se deja la paga de tres meses, y que 10 años después pagaría cualquier cosa por borrar de su piel. No es muy distinto de pagar al abogado para que desuna lo que Dios unió en la precipitada juventud; ni de costear una liposucción que redima media vida de hamburguesas y de pizzas cuatro quesos.
La pregunta que se hicieron los investigadores antes de abordar el estudio fue: “¿Por qué todo el mundo toma tan a menudo unas decisiones de las que después se arrepiente?”. Y sus resultados muestran que la razón es que todos sufrimos una confusión fundamental sobre la naturaleza de nuestro yo futuro. Que cada uno de nosotros subestima gravemente el poder del paso del tiempo para transformar nuestros valores, preferencias y personalidades.
Como es práctica habitual entre los psicólogos experimentales, Gilbert y sus socios se han valido de toda clase de triquiñuelas, como reclutar a una tanda de 7.519 sujetos a través de la web de un popular programa de televisión para, de forma inesperada, someterles a las interminables pruebas del inventario de Personalidad de Diez Dimensiones, el inventario de Valores de Schwartz o cualquier otro inventario que les viniera bien para sus propósitos.
El trabajo deja claro que el ser humano es víctima del espejismo del fin de la Historia, pero sobre la causa de ese espejismo solo se pueden hacer conjeturas. Tal vez la gente crea que su personalidad es tan atractiva, sus valores tan sólidos y sus gustos tan indiscutibles que, honestamente, ¿para qué van a cambiarlos? O tal vez todo el mundo crea conocerse tan bien a sí mismo que no se reconocería bajo una forma distinta. En uno u otro caso, esa cabezonería parece ser una de las pocas cosas que no cambian con el tiempo.
Javier Sampedro
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/01/03/actualidad/1357239073_686659.html
NOTA MÍA:
Quienes me conocen saben que sostengo que mis creencias tienen una duración garantizada de un cuarto de hora, nada más (y es mucho).
Entiendo que el problema estriba en no darnos cuenta de que nuestra mente tiene una doble percepción del espacio y del tiempo a la vez. La primera es la que responde al espacio y al tiempo absolutos, perfectos, que no cambian (en realidad seguimos siendo los mismos aunque estemos cambiando las células continuamente; lo mismo que un río cuyas aguas, que corren, nunca son las mismas). Es lo que denominamos espacio y tiempos sagrados, que los sentimos con una gran fuerza y en los que importa es su calidad y no su cantidad. Se puede decir lo mismo de personas que de cosas, ideas o momentos.
Y la segunda es la que contempla el espacio y el tiempo racional, divisible en unidades mínimas que permiten medirlo de forma cuantitativa. Es el espacio que se puede medir en metros o el tiempo que se estima según el número de minutos (minutus = menudo) que contenga. El cambio es su característica fundamental.
Esto, que lo expuse en mi teoría de la Historia recogida en el libro El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad (Akal, Tres Cantos, 2009) sería bueno que lo contemplaran también los psicólogos en vez de empeñarse en la contemplación racionalista (que no racional) de la realidad.
Las personas piensan que sus gustos y convicciones son estables, pero cambian más de lo que creen. Un experimento masivo prueba la ductilidad humana
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Lo más común es que la gente se sonroje al recordar sus gustos, valores y convicciones del pasado y se pregunte cómo demonios le pudo gustar ese cantante, aquel partido político o este cónyuge que ahora ocupa la mitad del sofá. Todo el mundo acepta haber cambiado. Pero entonces, lo lógico sería suponer que lo mismo va a seguir ocurriendo en el futuro: que los gustos y convicciones actuales van a seguir cambiando, que el cantante de ahora acabará también desafinando, la ideología patinando, el amor muriendo. Pero no es así.
Según ha demostrado un experimento psicológico masivo de tres universidades —con 19.000 personas de 18 a 68 años de edad—, todo el mundo, independientemente de su edad, cree que sus convicciones actuales son ya las definitivas: que ya ha llegado, que ya nada va a cambiar, que el presente es para siempre. Es lo que Daniel Gilbert, de la Universidad de Harvard, y sus colegas llaman “el espejismo del fin de la Historia”. Presentan su macroestudio en la revista Science.
Los psicólogos, por ejemplo, preguntaron a los participantes cuánto estarían dispuestos a pagar por ver dentro de 10 años a su grupo favorito actual. También les preguntaron cuánto pagarían ahora por ver a su grupo favorito de hace 10 años. Y la primera cifra resultó mucho mayor que la segunda, de una manera consistente en todos los grupos de edad.
La gente de 30 años, por poner otro ejemplo, cree que va a cambiar en los próximos 10 años mucho menos de lo que la gente de 40 años admite que ha cambiado en los últimos 10. Los investigadores analizan así el comportamiento, los ideales, los principios y las inclinaciones de sus sujetos. Son estrategias de estudio indirectas —no se compara a la misma persona 10 años antes o después—, pero sus resultados son sólidos gracias a la poderosa estadística que permite una muestra de 19.000 personas.
“La Historia, según parece, siempre se está acabando hoy mismo”, dicen Gilbert y sus colegas del Fondo Nacional de Investigación Científica de Bruselas y la Universidad de Virginia en Charlottesville. “Tanto los adolescentes como los abuelos parecen creer que el ritmo del cambio personal se ha detenido, y que ellos se han convertido hace poco en las personas que seguirán siendo para siempre”.
El espejismo del fin de la Historia, sostienen los investigadores, no solo tiene interés como divertimento psicológico, sino que tiene muchas consecuencias prácticas en la vida de las personas: la gente paga un precio demasiado alto por atesorar para el futuro el tipo de cosas que le satisfacen en el presente, pero que seguramente no le satisfarán en el futuro. Aunque parezca una descripción del matrimonio, la hipoteca o las acciones preferentes, el fenómeno afecta a todos los ámbitos de la psicología humana.
“En cualquier fase de la vida”, escriben Gilbert y sus colegas, “la gente toma decisiones que influyen poderosamente en las vidas de la gente en la que se convertirán; y cuando finalmente se convierten en ellos, ya no parecen tan interesantes”.
Los psicólogos citan el ejemplo del tatuaje indeleble por el que un adolescente se deja la paga de tres meses, y que 10 años después pagaría cualquier cosa por borrar de su piel. No es muy distinto de pagar al abogado para que desuna lo que Dios unió en la precipitada juventud; ni de costear una liposucción que redima media vida de hamburguesas y de pizzas cuatro quesos.
La pregunta que se hicieron los investigadores antes de abordar el estudio fue: “¿Por qué todo el mundo toma tan a menudo unas decisiones de las que después se arrepiente?”. Y sus resultados muestran que la razón es que todos sufrimos una confusión fundamental sobre la naturaleza de nuestro yo futuro. Que cada uno de nosotros subestima gravemente el poder del paso del tiempo para transformar nuestros valores, preferencias y personalidades.
Como es práctica habitual entre los psicólogos experimentales, Gilbert y sus socios se han valido de toda clase de triquiñuelas, como reclutar a una tanda de 7.519 sujetos a través de la web de un popular programa de televisión para, de forma inesperada, someterles a las interminables pruebas del inventario de Personalidad de Diez Dimensiones, el inventario de Valores de Schwartz o cualquier otro inventario que les viniera bien para sus propósitos.
El trabajo deja claro que el ser humano es víctima del espejismo del fin de la Historia, pero sobre la causa de ese espejismo solo se pueden hacer conjeturas. Tal vez la gente crea que su personalidad es tan atractiva, sus valores tan sólidos y sus gustos tan indiscutibles que, honestamente, ¿para qué van a cambiarlos? O tal vez todo el mundo crea conocerse tan bien a sí mismo que no se reconocería bajo una forma distinta. En uno u otro caso, esa cabezonería parece ser una de las pocas cosas que no cambian con el tiempo.
Javier Sampedro
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/01/03/actualidad/1357239073_686659.html
NOTA MÍA:
Quienes me conocen saben que sostengo que mis creencias tienen una duración garantizada de un cuarto de hora, nada más (y es mucho).
Entiendo que el problema estriba en no darnos cuenta de que nuestra mente tiene una doble percepción del espacio y del tiempo a la vez. La primera es la que responde al espacio y al tiempo absolutos, perfectos, que no cambian (en realidad seguimos siendo los mismos aunque estemos cambiando las células continuamente; lo mismo que un río cuyas aguas, que corren, nunca son las mismas). Es lo que denominamos espacio y tiempos sagrados, que los sentimos con una gran fuerza y en los que importa es su calidad y no su cantidad. Se puede decir lo mismo de personas que de cosas, ideas o momentos.
Y la segunda es la que contempla el espacio y el tiempo racional, divisible en unidades mínimas que permiten medirlo de forma cuantitativa. Es el espacio que se puede medir en metros o el tiempo que se estima según el número de minutos (minutus = menudo) que contenga. El cambio es su característica fundamental.
Esto, que lo expuse en mi teoría de la Historia recogida en el libro El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad (Akal, Tres Cantos, 2009) sería bueno que lo contemplaran también los psicólogos en vez de empeñarse en la contemplación racionalista (que no racional) de la realidad.
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Manipulación social de las mentes para el conformismo: "Esto es lo que hay"
«Nos sucede a todos: cada vez nos cuesta más dedicar tiempo a leer un artículo largo cargado de información estructurada y razonada. Exigimos que sea más resumido, más rápido, que se lea en una sola línea y que se ingiera como una pastilla y no como un ágape decente».
¿POR QUÉ NO ESTALLA UNA REVOLUCIÓN?
¿Te has preguntado alguna vez por qué nadie reacciona ante la infame oleada de opresión y abusos de todo tipo que estamos sufriendo?
¿No te produce perplejidad el hecho de que tras tantas y tantas revelaciones sobre casos de corrupción, injusticias, robos y burlas a la ley y a la población en general, a la cual se le ha robado literalmente el presente y el futuro, no suceda absolutamente nada? ¿Te has preguntado por qué no estalla una Revolución masiva y por qué todo el mundo parece estar dormido o hipnotizado?
Estos últimos años se han hecho públicas informaciones de todo tipo que deberían haber dañado la estructura del Sistema hasta sus mismísimos cimientos y sin embargo la maquinaria sigue intacta, sin ni tan solo un arañazo superficial.
Y esto pone de manifiesto un hecho extremadamente preocupante que está sucediendo justo ante nuestras narices y al que nadie parece prestarle atención. El hecho de que SABER LA VERDAD YA NO IMPORTA. Parece increíble, pero los acontecimientos lo demuestran a diario.
La información ya no tiene relevancia. Desvelar los más oscuros secretos y sacarlos a la luz ya no produce ningún efecto, ninguna respuesta por parte de la población. Por más terribles e impactantes que sean los secretos revelados.
Pero actualmente, la “evolución” de la sociedad y sobretodo de la psicología de las masas nos ha llevado a un nuevo estado de cosas. Un estado mental de la población que no se habría atrevido a imaginar ni el más enajenado de los dictadores. El sueño húmedo de todo tirano sobre la faz de la tierra: no tener que ocultar ni justificar nada ante su pueblo. Poder mostrar públicamente toda su corrupción, maldad y prepotencia sin tener que preocuparse de que ello produzca ningún tipo de respuesta entre aquellos a los que oprime.
Ésta es la realidad del mundo en el que vivimos. Y si crees que esto es una exageración, observa a tu alrededor.
Y lo que es más alucinante del caso: una vez “filtradas” estas informaciones, nadie se ha preocupado de rebatirlas. ¡Ni mucho menos!
Todos los medios de comunicación, los poderes políticos y las grandes empresas de Internet implicadas en el escándalo han confirmado públicamente este estado de vigilancia como algo real e indiscutible. Como mucho han prometido, de forma poco convincente y con la boca pequeña que no van a seguir haciéndolo… ¡Incluso se han permitido el lujo de dar algunos detalles técnicos!
¿Y cuál ha sido la respuesta de la población mundial cuando se ha revelado esa verdad?
¿Cuál ha sido la reacción general al recibir estas informaciones? Ninguna.
La gran pregunta es: ¿POR QUÉ?
¿Qué nos ha conducido a todos nosotros, como individuos, a este estado de apatía generalizado? Y la respuesta, como siempre sucede cuando nos hacemos preguntas de este calado, resulta de lo más inquietante. Y está relacionada, directamente, con el condicionamiento psicológico al que está sometido el Individuo en la sociedad actual.
Pues los mecanismos que desactivan nuestra respuesta al acceder a la verdad, por más escandalosa que ésta resulte, son tan sencillos como efectivos. Y resultan de lo más cotidiano.
Simplemente todo se basa en un exceso de información. En un bombardeo de estímulos tan exagerado que provoca una cadena de acontecimientos lógicos que acaban desembocando en una flagrante falta de respuesta. En pura apatía.
Y para luchar contra este fenómeno, resulta clave saber cómo se desarrolla el proceso…
¿CÓMO SE DESARROLLA EL PROCESO?
Para empezar, debemos entender que todo estímulo sensorial que recibimos está cargado de información. Nuestro cuerpo está diseñado para percibir y procesar todo tipo de estímulos sensoriales, pero la clave del asunto radica en la percepción de información de carácter lingüístico, entendiendo por “lingüístico”: todo sistema organizado con el fin de codificar y transmitir información de cualquier clase.
Percepción
Sin lugar a dudas, formamos parte de la generación con mayor capacidad de procesamiento de información a nivel cerebral de la toda historia de la humanidad, con muchísima diferencia, sobre todo a nivel visual y auditivo. Es más, a medida que nacen y crecen nuevas generaciones, éstas adquieren una mayor velocidad de percepción de información.
Probablemente, un espectador de la época de John Wayne se habría mareado viendo una película actual, pues no estaría acostumbrado a procesar tanta información visual a tanta velocidad.
Esto es un ejemplo sencillo del bombardeo de información al que está sometido el cerebro de alguien en la actualidad, en comparación con el de una persona de hace tan solo 50 años. Añádele a esto todas las fuentes de información que te rodean, como la televisión, la radio, la música, la omnipresente publicidad de todo tipo, las señales de tráfico, los diferentes y variados ropajes que viste cada una de las personas con las que te cruzas por la calle y que representan, cada uno de ellos una serie de códigos lingüísticos para tu cerebro, la información que ves en tu móvil, en la tablet, en internet y añádele, además, tus compromisos sociales, tus facturas, tus preocupaciones y los deseos que te han programado tener, etc, etc, etc.
Se trata de una auténtica inundación de información que debe procesar tu cerebro continuadamente. Y todo ello en un cerebro del mismo tamaño y capacidad que el de ese espectador de los westerns de John Wayne hace 50 años.
Valoración
Es cuando debemos valorar la información recibida, es decir, cuando llega la hora de juzgar y analizar sus implicaciones, que nos topamos con nuestras limitaciones. Porque, literalmente, no disponemos de tiempo material para hacer una valoración en profundidad de esa información.
Antes de que nuestra mente, por sí misma y con criterios propios, pueda juzgar de forma más o menos profunda la información que recibimos, somos bombardeados por una nueva oleada de estímulos que nos distraen e inundan nuestra mente. Es por esta razón que nunca llegamos a valorar en su justa medida la información que recibimos, por importantes que sean sus posibles implicaciones.
Porque vivimos inmersos en la cultura del twit, un mundo donde toda reflexión sobre un evento dura 140 caracteres.
Y esa es la profundidad máxima a la que llega nuestra limitada capacidad de análisis.
Es por esta razón, por nuestra impotencia a la hora de valorar y juzgar por nosotros mismos el volumen de información al que estamos sometidos, que la propia información que nos es transmitida lleva incorporada la opinión que debemos tener sobre ella, es decir, aquello que deberíamos pensar tras realizar una valoración profunda de los hechos.
La televisión es un claro ejemplo de ello. Fijémonos en un noticiario cualquiera. Todas las noticias de todos las cadenas están narradas de forma tendenciosa, de manera que contengan en su redactado y presentación no solo la información que debe ser transmitida, sino la opinión que debe generar en el espectador. O más claramente aún, el ejemplo de las omnipresentes tertulias políticas, donde los tertulianos son calificados como “generadores de opinión”. Es decir, su función es generar la opinión que deberías fabricar por ti mismo.
Respuesta
Una vez reducido a la mínima expresión nuestro tiempo de valoración personal de los hechos, entramos en la fase decisiva del proceso, aquella en que nuestra posible respuesta queda anulada.
Aquí entran en juego las emociones y los sentimientos, el motor de toda respuesta y acción.
Y es que al fragmentar y reducir nuestro tiempo dedicado a juzgar una información cualquiera, también reducimos la carga emocional que asociamos a esa información.
Observemos nuestras propias reacciones: podemos indignarnos mucho al conocer una noticia cualquiera, ofrecida en un noticiario, como por ejemplo el desahucio forzoso de una familia sin recursos, pero al cabo de unos segundos de recibir esa información, somos bombardeados por otra información distinta que nos lleva a sentir otra emoción superficial diferente, olvidando así la emoción anterior.
Para decirlo de forma gráfica y clara: de la misma manera que nuestra capacidad de juicio y análisis queda reducida a un twit, nuestra respuesta emocional queda reducida a un emoticono.
Y aquí es donde reside la clave del asunto. Es en este punto donde queda desactivada nuestra posible respuesta.
De hecho, la propia revelación de la verdad favorece estos mecanismos. A los más poderosos ya no les importa mostrarse tal y cómo son ni desvelar sus secretos, por sucios y oscuros que éstos sean. Revelar estas verdades ocultas contribuye en gran medida a aumentar el volumen de información con el que somos bombardeados. Cada secreto sacado a la luz crea nuevas oleadas de información, que puede ser manipulada e intoxicada con datos adicionales falsos, contribuyendo con ello a la confusión y al caos informativo y con ello a nuevas oleadas secundarias de información que nos aturdan aún mas y nos suman más profundamente en la apatía.
Nos sucede a todos: cada vez nos cuesta más dedicar tiempo a leer un artículo largo cargado de información estructurada y razonada.
Exigimos que sea más resumido, más rápido, que se lea en una sola línea y que se ingiera como una pastilla y no como un ágape decente.
Si combinamos esta apatía, fruto de la poca energía emocional con la que intentamos responder, con las tremendas dificultades que el propio sistema nos pone a la hora de castigar a los responsables, se generan nuevas oleadas de frustración, cada vez más acusadas, que nos llevan, paso a paso, a la rendición definitiva y a la sumisión absoluta.
Extractado de
http://gazzettadelapocalipsis.wordpress.com/2014/01/07/por-que-no-estalla-una-revolucion/
NOTA MÍA: El autor del texto parte del axioma ("verdad evidente que no necesita demostración") de que a la masa le interesa realmente la verdad racional, algo que ya dio por descartado Polibio de Megalópolis, en el siglo II a.C., al analizar el orden constitucional romano (VI, 56, 6‑13). Que se sepa hasta hoy la creación de mitos ha sido la misión principal del que ha aspirado a obtener o conservar el poder, aunque sea el mito racional, el que entroniza a la Razón como diosa.
¿POR QUÉ NO ESTALLA UNA REVOLUCIÓN?
¿Te has preguntado alguna vez por qué nadie reacciona ante la infame oleada de opresión y abusos de todo tipo que estamos sufriendo?
¿No te produce perplejidad el hecho de que tras tantas y tantas revelaciones sobre casos de corrupción, injusticias, robos y burlas a la ley y a la población en general, a la cual se le ha robado literalmente el presente y el futuro, no suceda absolutamente nada? ¿Te has preguntado por qué no estalla una Revolución masiva y por qué todo el mundo parece estar dormido o hipnotizado?
Estos últimos años se han hecho públicas informaciones de todo tipo que deberían haber dañado la estructura del Sistema hasta sus mismísimos cimientos y sin embargo la maquinaria sigue intacta, sin ni tan solo un arañazo superficial.
Y esto pone de manifiesto un hecho extremadamente preocupante que está sucediendo justo ante nuestras narices y al que nadie parece prestarle atención. El hecho de que SABER LA VERDAD YA NO IMPORTA. Parece increíble, pero los acontecimientos lo demuestran a diario.
La información ya no tiene relevancia. Desvelar los más oscuros secretos y sacarlos a la luz ya no produce ningún efecto, ninguna respuesta por parte de la población. Por más terribles e impactantes que sean los secretos revelados.
Pero actualmente, la “evolución” de la sociedad y sobretodo de la psicología de las masas nos ha llevado a un nuevo estado de cosas. Un estado mental de la población que no se habría atrevido a imaginar ni el más enajenado de los dictadores. El sueño húmedo de todo tirano sobre la faz de la tierra: no tener que ocultar ni justificar nada ante su pueblo. Poder mostrar públicamente toda su corrupción, maldad y prepotencia sin tener que preocuparse de que ello produzca ningún tipo de respuesta entre aquellos a los que oprime.
Ésta es la realidad del mundo en el que vivimos. Y si crees que esto es una exageración, observa a tu alrededor.
Y lo que es más alucinante del caso: una vez “filtradas” estas informaciones, nadie se ha preocupado de rebatirlas. ¡Ni mucho menos!
Todos los medios de comunicación, los poderes políticos y las grandes empresas de Internet implicadas en el escándalo han confirmado públicamente este estado de vigilancia como algo real e indiscutible. Como mucho han prometido, de forma poco convincente y con la boca pequeña que no van a seguir haciéndolo… ¡Incluso se han permitido el lujo de dar algunos detalles técnicos!
¿Y cuál ha sido la respuesta de la población mundial cuando se ha revelado esa verdad?
¿Cuál ha sido la reacción general al recibir estas informaciones? Ninguna.
La gran pregunta es: ¿POR QUÉ?
¿Qué nos ha conducido a todos nosotros, como individuos, a este estado de apatía generalizado? Y la respuesta, como siempre sucede cuando nos hacemos preguntas de este calado, resulta de lo más inquietante. Y está relacionada, directamente, con el condicionamiento psicológico al que está sometido el Individuo en la sociedad actual.
Pues los mecanismos que desactivan nuestra respuesta al acceder a la verdad, por más escandalosa que ésta resulte, son tan sencillos como efectivos. Y resultan de lo más cotidiano.
Simplemente todo se basa en un exceso de información. En un bombardeo de estímulos tan exagerado que provoca una cadena de acontecimientos lógicos que acaban desembocando en una flagrante falta de respuesta. En pura apatía.
Y para luchar contra este fenómeno, resulta clave saber cómo se desarrolla el proceso…
¿CÓMO SE DESARROLLA EL PROCESO?
Para empezar, debemos entender que todo estímulo sensorial que recibimos está cargado de información. Nuestro cuerpo está diseñado para percibir y procesar todo tipo de estímulos sensoriales, pero la clave del asunto radica en la percepción de información de carácter lingüístico, entendiendo por “lingüístico”: todo sistema organizado con el fin de codificar y transmitir información de cualquier clase.
Percepción
Sin lugar a dudas, formamos parte de la generación con mayor capacidad de procesamiento de información a nivel cerebral de la toda historia de la humanidad, con muchísima diferencia, sobre todo a nivel visual y auditivo. Es más, a medida que nacen y crecen nuevas generaciones, éstas adquieren una mayor velocidad de percepción de información.
Probablemente, un espectador de la época de John Wayne se habría mareado viendo una película actual, pues no estaría acostumbrado a procesar tanta información visual a tanta velocidad.
Esto es un ejemplo sencillo del bombardeo de información al que está sometido el cerebro de alguien en la actualidad, en comparación con el de una persona de hace tan solo 50 años. Añádele a esto todas las fuentes de información que te rodean, como la televisión, la radio, la música, la omnipresente publicidad de todo tipo, las señales de tráfico, los diferentes y variados ropajes que viste cada una de las personas con las que te cruzas por la calle y que representan, cada uno de ellos una serie de códigos lingüísticos para tu cerebro, la información que ves en tu móvil, en la tablet, en internet y añádele, además, tus compromisos sociales, tus facturas, tus preocupaciones y los deseos que te han programado tener, etc, etc, etc.
Se trata de una auténtica inundación de información que debe procesar tu cerebro continuadamente. Y todo ello en un cerebro del mismo tamaño y capacidad que el de ese espectador de los westerns de John Wayne hace 50 años.
Valoración
Es cuando debemos valorar la información recibida, es decir, cuando llega la hora de juzgar y analizar sus implicaciones, que nos topamos con nuestras limitaciones. Porque, literalmente, no disponemos de tiempo material para hacer una valoración en profundidad de esa información.
Antes de que nuestra mente, por sí misma y con criterios propios, pueda juzgar de forma más o menos profunda la información que recibimos, somos bombardeados por una nueva oleada de estímulos que nos distraen e inundan nuestra mente. Es por esta razón que nunca llegamos a valorar en su justa medida la información que recibimos, por importantes que sean sus posibles implicaciones.
Porque vivimos inmersos en la cultura del twit, un mundo donde toda reflexión sobre un evento dura 140 caracteres.
Y esa es la profundidad máxima a la que llega nuestra limitada capacidad de análisis.
Es por esta razón, por nuestra impotencia a la hora de valorar y juzgar por nosotros mismos el volumen de información al que estamos sometidos, que la propia información que nos es transmitida lleva incorporada la opinión que debemos tener sobre ella, es decir, aquello que deberíamos pensar tras realizar una valoración profunda de los hechos.
La televisión es un claro ejemplo de ello. Fijémonos en un noticiario cualquiera. Todas las noticias de todos las cadenas están narradas de forma tendenciosa, de manera que contengan en su redactado y presentación no solo la información que debe ser transmitida, sino la opinión que debe generar en el espectador. O más claramente aún, el ejemplo de las omnipresentes tertulias políticas, donde los tertulianos son calificados como “generadores de opinión”. Es decir, su función es generar la opinión que deberías fabricar por ti mismo.
Respuesta
Una vez reducido a la mínima expresión nuestro tiempo de valoración personal de los hechos, entramos en la fase decisiva del proceso, aquella en que nuestra posible respuesta queda anulada.
Aquí entran en juego las emociones y los sentimientos, el motor de toda respuesta y acción.
Y es que al fragmentar y reducir nuestro tiempo dedicado a juzgar una información cualquiera, también reducimos la carga emocional que asociamos a esa información.
Observemos nuestras propias reacciones: podemos indignarnos mucho al conocer una noticia cualquiera, ofrecida en un noticiario, como por ejemplo el desahucio forzoso de una familia sin recursos, pero al cabo de unos segundos de recibir esa información, somos bombardeados por otra información distinta que nos lleva a sentir otra emoción superficial diferente, olvidando así la emoción anterior.
Para decirlo de forma gráfica y clara: de la misma manera que nuestra capacidad de juicio y análisis queda reducida a un twit, nuestra respuesta emocional queda reducida a un emoticono.
Y aquí es donde reside la clave del asunto. Es en este punto donde queda desactivada nuestra posible respuesta.
De hecho, la propia revelación de la verdad favorece estos mecanismos. A los más poderosos ya no les importa mostrarse tal y cómo son ni desvelar sus secretos, por sucios y oscuros que éstos sean. Revelar estas verdades ocultas contribuye en gran medida a aumentar el volumen de información con el que somos bombardeados. Cada secreto sacado a la luz crea nuevas oleadas de información, que puede ser manipulada e intoxicada con datos adicionales falsos, contribuyendo con ello a la confusión y al caos informativo y con ello a nuevas oleadas secundarias de información que nos aturdan aún mas y nos suman más profundamente en la apatía.
Nos sucede a todos: cada vez nos cuesta más dedicar tiempo a leer un artículo largo cargado de información estructurada y razonada.
Exigimos que sea más resumido, más rápido, que se lea en una sola línea y que se ingiera como una pastilla y no como un ágape decente.
Si combinamos esta apatía, fruto de la poca energía emocional con la que intentamos responder, con las tremendas dificultades que el propio sistema nos pone a la hora de castigar a los responsables, se generan nuevas oleadas de frustración, cada vez más acusadas, que nos llevan, paso a paso, a la rendición definitiva y a la sumisión absoluta.
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NOTA MÍA: El autor del texto parte del axioma ("verdad evidente que no necesita demostración") de que a la masa le interesa realmente la verdad racional, algo que ya dio por descartado Polibio de Megalópolis, en el siglo II a.C., al analizar el orden constitucional romano (VI, 56, 6‑13). Que se sepa hasta hoy la creación de mitos ha sido la misión principal del que ha aspirado a obtener o conservar el poder, aunque sea el mito racional, el que entroniza a la Razón como diosa.
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