La Revolución de 1968 y el triunfo del hedonismo individualista
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La Revolución de 1968 y el triunfo del hedonismo individualista
El liberalismo capitalista salvaje del siglo XIX fue siendo frenado por las organizaciones de trabajadores, guiadas con frecuencia por la labor de intelectuales, que terminaron deviniendo en el triunfo del comunismo en el Imperio Ruso y, poco después por los fascismos occidentales (fundamentalmente italiano y alemán). Ello suponía una valoración superior del mundo del trabajo no inferior a la del capital.
La Segunda Gran Guerra europea (que implicó a sus posesiones coloniales en todo el globo terrestre) logró destruir los fascismos, que habían llegado a ejercer un fuerte atractivo en muchas partes de Europa, pero en esa destrucción intervino y salió fortalecido el comunismo. Europa quedó como campo donde ambos se miraban a los ojos, lo que facilitó el desarrollo del llamado “estado del bienestar”, que ahora se mostraba más bien en los esquemas socialdemócratas. Cuando las contradicciones internas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas mostraron la debilidad del estado comunista en cuestión, la doctrina individualista liberal teñida de hedonismo terminó imponiéndose ante el retroceso del pensamiento comunitario que hasta entonces, para bien o para mal, hubo de ser tenido en cuenta.
La derrota ideológica de los socialismos (fascistas o comunistas) ha supuesto la vuelta del liberalismo capitalista rampante. Paul Johnson,Intelectuales, Buenos Aires, 1990, pp. 315-326] muestra el influjo que los intelectuales han tenido en esta deriva individualista, que está perdiendo a marchas forzadas su carácter hedonista que le sirvió para imponerse.
Señala este autor cómo finalizada la Segunda Guerra Mundial hubo un cambio significativo en la intención predominante entre los intelectuales laicos, un desplazamiento de énfasis del utopismo al hedonismo. El desplazamiento comenzó lentamente al principio, y luego tomó velocidad. En ello destacaron tres escritores ingleses, todos ellos nacidos en el año 1903: George Orwell (1903-50), Evelyn Waugh (1903-66) y Cyril Connolly (1903-74), a los que entiende que se les podría describir como el Viejo Intelectual, el Antiintelectual y el Nuevo Intelectual.
Desengañados de las utopías politizadas, en buena medida al ver los desastres causados por los que un día creyeron que era la solución a los problemas sociales buscaron la solución en otras perspectivas. En concreto nos dice que inició el proceso de remplazar la búsqueda intelectual de la utopía por la adopción de un hedonismo ilustrado. Estableció una lista de diez objetivos, descritos como "los principales indicadores de una sociedad civilizada", que era la siguiente: 1) abolición de la pena de muerte; 2) reforma penal, prisiones modelo y rehabilitación de los prisioneros;3) eliminación de los barrios bajos y "ciudades nuevas"; 4) luz y calefacción subsidiadas y "provistas gratis como el aire"; 5) medicinas gratis, subsidios para alimentos y ropa; 6)abolición de la censura, de modo que cualquiera pueda escribir, decir y representar lo que quiera,7) abolición de las restricciones a los viajes y del control de cambios, final de la intervención de teléfonos o de la formación de expedientes sobre personas conocidas por sus opiniones heterodoxas; 8 ) reforma de las leyes contra los homosexuales y el aborto, y de las leyes de divorcio; 9) limitaciones a la propiedad de inmuebles, derechos para los niños; conservación de las bellezas arquitectónicas y naturales y subsidios para las artes; 10) leyes contra la discriminación racial y religiosa.
Este programa era -nos dice P. Johnson- la fórmula de lo que iba a llegar a ser la sociedad permisiva que terminó triunfando en las décadas de 1960 y 1970. Cambios que afectaron casi todos los aspectos de la vida social, cultural y sexual
La Segunda Gran Guerra europea (que implicó a sus posesiones coloniales en todo el globo terrestre) logró destruir los fascismos, que habían llegado a ejercer un fuerte atractivo en muchas partes de Europa, pero en esa destrucción intervino y salió fortalecido el comunismo. Europa quedó como campo donde ambos se miraban a los ojos, lo que facilitó el desarrollo del llamado “estado del bienestar”, que ahora se mostraba más bien en los esquemas socialdemócratas. Cuando las contradicciones internas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas mostraron la debilidad del estado comunista en cuestión, la doctrina individualista liberal teñida de hedonismo terminó imponiéndose ante el retroceso del pensamiento comunitario que hasta entonces, para bien o para mal, hubo de ser tenido en cuenta.
La derrota ideológica de los socialismos (fascistas o comunistas) ha supuesto la vuelta del liberalismo capitalista rampante. Paul Johnson,Intelectuales, Buenos Aires, 1990, pp. 315-326] muestra el influjo que los intelectuales han tenido en esta deriva individualista, que está perdiendo a marchas forzadas su carácter hedonista que le sirvió para imponerse.
Señala este autor cómo finalizada la Segunda Guerra Mundial hubo un cambio significativo en la intención predominante entre los intelectuales laicos, un desplazamiento de énfasis del utopismo al hedonismo. El desplazamiento comenzó lentamente al principio, y luego tomó velocidad. En ello destacaron tres escritores ingleses, todos ellos nacidos en el año 1903: George Orwell (1903-50), Evelyn Waugh (1903-66) y Cyril Connolly (1903-74), a los que entiende que se les podría describir como el Viejo Intelectual, el Antiintelectual y el Nuevo Intelectual.
Desengañados de las utopías politizadas, en buena medida al ver los desastres causados por los que un día creyeron que era la solución a los problemas sociales buscaron la solución en otras perspectivas. En concreto nos dice que inició el proceso de remplazar la búsqueda intelectual de la utopía por la adopción de un hedonismo ilustrado. Estableció una lista de diez objetivos, descritos como "los principales indicadores de una sociedad civilizada", que era la siguiente: 1) abolición de la pena de muerte; 2) reforma penal, prisiones modelo y rehabilitación de los prisioneros;3) eliminación de los barrios bajos y "ciudades nuevas"; 4) luz y calefacción subsidiadas y "provistas gratis como el aire"; 5) medicinas gratis, subsidios para alimentos y ropa; 6)abolición de la censura, de modo que cualquiera pueda escribir, decir y representar lo que quiera,7) abolición de las restricciones a los viajes y del control de cambios, final de la intervención de teléfonos o de la formación de expedientes sobre personas conocidas por sus opiniones heterodoxas; 8 ) reforma de las leyes contra los homosexuales y el aborto, y de las leyes de divorcio; 9) limitaciones a la propiedad de inmuebles, derechos para los niños; conservación de las bellezas arquitectónicas y naturales y subsidios para las artes; 10) leyes contra la discriminación racial y religiosa.
Este programa era -nos dice P. Johnson- la fórmula de lo que iba a llegar a ser la sociedad permisiva que terminó triunfando en las décadas de 1960 y 1970. Cambios que afectaron casi todos los aspectos de la vida social, cultural y sexual
Última edición por Genaro Chic el Lun Abr 30, 2018 1:59 pm, editado 1 vez
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Mayo del 68. La "primavera europea" y su descrédito actual
Mayo del 68. La "primavera europea"
No hay vaticinio que moleste más a un 'sesentayochista' que aquel “¡acabaréis todos notarios!” que los más sarcásticos del Mayo parisino gritaban a los jóvenes de las barricadas. La figura del notario encarnaba el antiguo régimen, la tradición decimonónica, lo gris: esa autoridad que había que derribar con un certero golpe de adoquín. Pero aquella advertencia notarial escondía una profecía autocumplida: cincuenta años después, muchos de los instigadores de aquellas jornadas (en Europa y también en España) reniegan de su legado hasta el punto de haber convertido sus biografías en la antítesis de aquel momento fundacional. Son los renegados del 68.
El desencanto con mayo del 68 no es una actitud nueva. En España se puede rastrear en los sucesivos aniversarios y en los artículos cada vez más fúnebres. Hace diez años, la revista 'Cuadernos para el diálogo' publicó un número íntegramente dedicado a recordar el 68. Los títulos de cada trabajo daban forma a la amargura: 'El fin de un sueño', 'El desencanto', 'No queda nada', 'Debajo de los adoquines sólo hay cemento'… A fuerza de conmemorarlo, Mayo del 68 ha acabado haciéndose bola. Tras medio siglo, el desmayo es general. En 'Posguerra' (Taurus), Tony Judt señalaba que los “hechos de mayo tuvieron un impacto psicológico absolutamente desproporcionado en relación a su verdadera significación”. Es la fatiga de la memoria. Recordar cansa. Y la prima hermana del cansancio es la distorsión.
¿Por qué tanto pesimismo, tanta nostalgia mal curada? Y, sobre todo: ¿por qué tanta mala uva hacia una fecha que el imaginario colectivo ha elevado a la categoría de mito cultural? En la evolución -¿involución?- de muchos antiguos sesentayochistas influyen razones tan humanas como el paso del tiempo, el desarrollo intelectual (muchos de los que vivieron Mayo del 68 no han dejado de escribir, publicar y traducir) y el legítimo cambio en la percepción de los problemas del mundo (y sus soluciones). Mayo fueron muchos 'mayos'. Un fenómeno contradictorio -según se mire pudo ser más el fin de una era que el comienzo de otra- que ha generado, con el paso de las décadas y las ideologías, un curioso fenómeno de negación y reacción.
“Lo peor de la herencia de mayo es el buenismo, el cinismo, el puritanismo”. Al teléfono Fernando Sánchez Dragó [n. 1936], que no estuvo en París en el 68 pero sí en Katmandú [Nepal] (otro foco de actividad revolucionaria). “Cuando llegué a Nepal no había un solo hippie”, recuerda el autor de 'Gárgoris y Habidis' [1978], para quien la razón del desencanto viene de que “las cosas están ahora mucho peor”. Para Dragó vivimos tiempos “oscuros y cínicos”. Y recuerda su militancia juvenil: “A la derecha le hacíamos gracia, les caíamos bien”.
Aquí una clave. Los jóvenes del 68, los posicionados políticamente, eran hijos de la burguesía, eran los cachorros díscolos del sistema que pretendían ingenuamente derribar*. Ese amateurismo, esa pertenencia a una misma clase social, era vista con más condescendencia que odio por los conservadores. Además, está el asunto de los partidos comunistas. Muchos jóvenes del sesentayocho eran maoístas y se la tenían jurada al comunismo ortodoxo de Moscú, detalle que la derecha política supo canalizar a su favor.
La razón de que muchos sesentayochistas españoles se hayan convertido al credo (neo) liberal está escondida en un libro francés ['Mayo del 68 explicado a Nicolás Sarkozy']. Lo escribieron André Glucksmann [1937-2015; antiguo maoísta] y su hijo, Raphaël [n. 1979]. En él, el viejo 'nuevo filósofo' de Mayo, fallecido en 2015, ajusta cuentas con las jornadas de París, mientras su hijo le da la réplica. Al final de la obra se alude al posible vínculo entre el 68 y la revolución liberal. “A menudo se ha reprochado a Mayo que garantizara el triunfo del capitalismo al derribar las barreras ideológicas y morales que restringían su desarrollo”. Los Glucksmann califican Mayo del 68 de “epifanía liberal”, una forma de cargar al mismo tiempo contra la izquierda y contra parte de la derecha (la más estatalista).
En España, esa 'pinza liberal' la desliza el filósofo y articulista Agapito Maestre [n. 1954] en un artículo de 2008: “Mayo del 68 está más cerca del liberalismo que de cualquier otro programa político de la modernidad”. Pero liberal no es libertario. Y las jornadas de Mayo fueron más lo segundo que lo primero. ¿Por qué entonces esta extemporánea defensa del 68 por parte de algunos autodenominados liberales? El historiador Antonio Elorza [n. 1943] lo achaca a un intento de “cancelar para siempre la expectativa revolucionaria”. En su reciente 'Utopías del 68' (Editorial Pasado y Presente [2018]) alude a los “destacados sesentayochistas, radicalmente anticomunistas” que tienen en común su “pasado maoísta” y “que ahora llevan a cabo afortunadas inserciones en el sistema de poder político y financiero”.
Una idea desarrollada también en el libro que el profesor Germán Labrador [n. 1980] publicó en 2017, 'Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española. 1968-1986' (Akal). Aludiendo a las grandes figuras de la contracultura española que se han posicionado a favor del neoliberalismo, Labrador, docente en Princeton, argumentaba -en una entrevista a El Confidencial- que en el viaje “del maoísmo o el lacanismo hacia la derecha orgánica hay mucho de matar al padre; son viajes anímicos, profundos, en donde no siempre hay cinismo”.
Daniel Arjona e Ignacio Segurado
https://www.elconfidencial.com/cultura/2018-04-29/mayo-68-aniversario-paris-francia_1555453/ (fragmento).
NOTA:
* En ese año yo cursaba 2º curso de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla. A cada instante teníamos asambleas (entonces aún no sabía cómo se manipulaban por parte de los organizadores, la mayoría del "partido", o sea el PC, que era el único que la gente conocíamos al margen del Movimiento Nacional de Franco) se nos lanzaba a la huelga y las manifestaciones en la calle. Un día Cristóbal, un joven alto, con el pelo rizado y que acudía a la facultad en el coche de su madre (y entonces no había tantos vehículos como ahora ni de lejos), nos sacó de la clase al grito, pronto coreado con entusiasmo, de "¡Hay huelga!". Siempre tuve mala memoria, por lo que mantener la beca (para la que había que sacar una media mínima de "notable" por curso y sin suspensos) me preocupaba de forma extraordinaria en aquella situación. Se lo hice ver a mi revolucionario progre y su respuesta fue: "En todas las revoluciones tiene que haber víctimas". Lo tuve claro: la víctima seria yo, que era el débil. No olvidé aquella lección.
No hay vaticinio que moleste más a un 'sesentayochista' que aquel “¡acabaréis todos notarios!” que los más sarcásticos del Mayo parisino gritaban a los jóvenes de las barricadas. La figura del notario encarnaba el antiguo régimen, la tradición decimonónica, lo gris: esa autoridad que había que derribar con un certero golpe de adoquín. Pero aquella advertencia notarial escondía una profecía autocumplida: cincuenta años después, muchos de los instigadores de aquellas jornadas (en Europa y también en España) reniegan de su legado hasta el punto de haber convertido sus biografías en la antítesis de aquel momento fundacional. Son los renegados del 68.
El desencanto con mayo del 68 no es una actitud nueva. En España se puede rastrear en los sucesivos aniversarios y en los artículos cada vez más fúnebres. Hace diez años, la revista 'Cuadernos para el diálogo' publicó un número íntegramente dedicado a recordar el 68. Los títulos de cada trabajo daban forma a la amargura: 'El fin de un sueño', 'El desencanto', 'No queda nada', 'Debajo de los adoquines sólo hay cemento'… A fuerza de conmemorarlo, Mayo del 68 ha acabado haciéndose bola. Tras medio siglo, el desmayo es general. En 'Posguerra' (Taurus), Tony Judt señalaba que los “hechos de mayo tuvieron un impacto psicológico absolutamente desproporcionado en relación a su verdadera significación”. Es la fatiga de la memoria. Recordar cansa. Y la prima hermana del cansancio es la distorsión.
¿Por qué tanto pesimismo, tanta nostalgia mal curada? Y, sobre todo: ¿por qué tanta mala uva hacia una fecha que el imaginario colectivo ha elevado a la categoría de mito cultural? En la evolución -¿involución?- de muchos antiguos sesentayochistas influyen razones tan humanas como el paso del tiempo, el desarrollo intelectual (muchos de los que vivieron Mayo del 68 no han dejado de escribir, publicar y traducir) y el legítimo cambio en la percepción de los problemas del mundo (y sus soluciones). Mayo fueron muchos 'mayos'. Un fenómeno contradictorio -según se mire pudo ser más el fin de una era que el comienzo de otra- que ha generado, con el paso de las décadas y las ideologías, un curioso fenómeno de negación y reacción.
“Lo peor de la herencia de mayo es el buenismo, el cinismo, el puritanismo”. Al teléfono Fernando Sánchez Dragó [n. 1936], que no estuvo en París en el 68 pero sí en Katmandú [Nepal] (otro foco de actividad revolucionaria). “Cuando llegué a Nepal no había un solo hippie”, recuerda el autor de 'Gárgoris y Habidis' [1978], para quien la razón del desencanto viene de que “las cosas están ahora mucho peor”. Para Dragó vivimos tiempos “oscuros y cínicos”. Y recuerda su militancia juvenil: “A la derecha le hacíamos gracia, les caíamos bien”.
Aquí una clave. Los jóvenes del 68, los posicionados políticamente, eran hijos de la burguesía, eran los cachorros díscolos del sistema que pretendían ingenuamente derribar*. Ese amateurismo, esa pertenencia a una misma clase social, era vista con más condescendencia que odio por los conservadores. Además, está el asunto de los partidos comunistas. Muchos jóvenes del sesentayocho eran maoístas y se la tenían jurada al comunismo ortodoxo de Moscú, detalle que la derecha política supo canalizar a su favor.
La razón de que muchos sesentayochistas españoles se hayan convertido al credo (neo) liberal está escondida en un libro francés ['Mayo del 68 explicado a Nicolás Sarkozy']. Lo escribieron André Glucksmann [1937-2015; antiguo maoísta] y su hijo, Raphaël [n. 1979]. En él, el viejo 'nuevo filósofo' de Mayo, fallecido en 2015, ajusta cuentas con las jornadas de París, mientras su hijo le da la réplica. Al final de la obra se alude al posible vínculo entre el 68 y la revolución liberal. “A menudo se ha reprochado a Mayo que garantizara el triunfo del capitalismo al derribar las barreras ideológicas y morales que restringían su desarrollo”. Los Glucksmann califican Mayo del 68 de “epifanía liberal”, una forma de cargar al mismo tiempo contra la izquierda y contra parte de la derecha (la más estatalista).
En España, esa 'pinza liberal' la desliza el filósofo y articulista Agapito Maestre [n. 1954] en un artículo de 2008: “Mayo del 68 está más cerca del liberalismo que de cualquier otro programa político de la modernidad”. Pero liberal no es libertario. Y las jornadas de Mayo fueron más lo segundo que lo primero. ¿Por qué entonces esta extemporánea defensa del 68 por parte de algunos autodenominados liberales? El historiador Antonio Elorza [n. 1943] lo achaca a un intento de “cancelar para siempre la expectativa revolucionaria”. En su reciente 'Utopías del 68' (Editorial Pasado y Presente [2018]) alude a los “destacados sesentayochistas, radicalmente anticomunistas” que tienen en común su “pasado maoísta” y “que ahora llevan a cabo afortunadas inserciones en el sistema de poder político y financiero”.
Una idea desarrollada también en el libro que el profesor Germán Labrador [n. 1980] publicó en 2017, 'Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española. 1968-1986' (Akal). Aludiendo a las grandes figuras de la contracultura española que se han posicionado a favor del neoliberalismo, Labrador, docente en Princeton, argumentaba -en una entrevista a El Confidencial- que en el viaje “del maoísmo o el lacanismo hacia la derecha orgánica hay mucho de matar al padre; son viajes anímicos, profundos, en donde no siempre hay cinismo”.
Daniel Arjona e Ignacio Segurado
https://www.elconfidencial.com/cultura/2018-04-29/mayo-68-aniversario-paris-francia_1555453/ (fragmento).
NOTA:
* En ese año yo cursaba 2º curso de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla. A cada instante teníamos asambleas (entonces aún no sabía cómo se manipulaban por parte de los organizadores, la mayoría del "partido", o sea el PC, que era el único que la gente conocíamos al margen del Movimiento Nacional de Franco) se nos lanzaba a la huelga y las manifestaciones en la calle. Un día Cristóbal, un joven alto, con el pelo rizado y que acudía a la facultad en el coche de su madre (y entonces no había tantos vehículos como ahora ni de lejos), nos sacó de la clase al grito, pronto coreado con entusiasmo, de "¡Hay huelga!". Siempre tuve mala memoria, por lo que mantener la beca (para la que había que sacar una media mínima de "notable" por curso y sin suspensos) me preocupaba de forma extraordinaria en aquella situación. Se lo hice ver a mi revolucionario progre y su respuesta fue: "En todas las revoluciones tiene que haber víctimas". Lo tuve claro: la víctima seria yo, que era el débil. No olvidé aquella lección.
Última edición por Genaro Chic el Mar Nov 16, 2021 7:15 pm, editado 1 vez
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Mayo del 68, o el triunfo de los niñatos
Los CRS [Compañías Republicanas de Seguridad] antidisturbios, bajo una lluvia de proyectiles, se disponen a asaltar una de las decenas de barricadas que han levantado los estudiantes –arrancando más de cien árboles y desadoquinando calles enteras- en el Barrio Latino [junto a La Sorbona, en la orilla izquierda del Sena]. De pronto, un comandante de mediana edad se hace a un lado y rompe en lágrimas. Acaba de reconocer a su hijo entre los indignados ('enragés', “airados”, era el término con que se autodesignaban los revoltosos de Mayo del 68, y no es el único paralelismo con nuestro 15-M). Como los demás, le está llamando “¡cabrón!” ('salaud').
Es un suceso real, y lo relata Jean-Pierre Le Goff [n. 1949] en su espléndido 'Mai 68' [2006]. 'Salauds'! era, en efecto, el epíteto más suave que dedicaban los muchachos del 68 a la generación de sus padres. El periódico 'Hara-Kiri', precursor de 'Charlie Hebdo' (con los mismos dibujantes, algunos muertos en el atentado de 2015: Cabu, Wolinski, Gébé, etc.) y órgano humorístico oficioso de la doctrina sesentayochista, se especializó en la caricatura del francés medio, representado como un ser iletrado e imbécil, ovinamente sometido al “sistema”, satisfecho con su pisito, su autocaravana y su mujercita que ya tiene lavadora y va a la peluquería: “les ploucs illettrés”, “la chienlit vacancière”, o simplemente “les cons”.
'Les cons' significa “los gilipollas” o “los huevones”. Mayo del 68 fue una kermesse [explosión de desenfrenada libertad popular] violenta de hijos de papá que despreciaban los valores y el modo de vida de la generación anterior. Una generación que había conocido los dramas de la primera mitad del siglo XX: la derrota frente a los nazis, la ocupación, la esforzada reconstrucción, las guerras de Indochina [1946-1954] y Argelia [1954-1962]… Cerrado el asunto argelino en 1962, estabilizado el régimen democrático bajo la égida de De Gaulle, rejuvenecida la población con una fecundidad de tres hijos por mujer desde 1945, encarrilada la economía en una senda de crecimiento espectacular (5% anual en los 60), la historia francesa parecía haber llegado a un final feliz de progreso constante, paz social y universalización del bienestar. Uno de sus frutos fue la extensión de la educación superior: el número de universitarios [destinado a dirigir el país] pasó de 200.000 en 1958 a 500.000 en 1968.
Pero esa generación elevada a la cultura y el confort por los sacrificios de sus padres decidió que éstos eran cons (“papá apesta” y “muerte a los gilipollas” eran algunos de los eslóganes difundidos por 'L’Enragé', el órgano ciclostatilado de los okupantes de la Sorbona y del teatro Odéon). Los disturbios de mayo habían empezado en realidad en marzo, y precisamente en Nanterre-París X, la nueva universidad modelo, recién creada [1964] por la exitosa Quinta República: una verdadera “ciudad universitaria” donde los jóvenes eran cómodamente alojados y tenían a su disposición campos de deportes, aulas modernas y grandes bibliotecas. Pero, ay, se sentían muy desgraciados.
El best seller del pre-68 fue 'De la miseria en el entorno estudiantil, considerada bajo todos sus aspectos económicos, políticos, psicológicos, sexuales y especialmente intelectuales' (1966), de Mustapha Khayati, miembro de la “Internacional situacionista” de Guy Débord [1931-1994]. Aunque quien mejor captó el aire de los tiempos fue Raoul Vaneigem [n. 1934] en su Tratado del saber vivir para uso de la joven generación: “Trabajar para sobrevivir, sobrevivir consumiendo y para consumir: el ciclo infernal nos ha atrapado”. En la sociedad del bienestar “la garantía de no morir de hambre se compra al precio de morir de aburrimiento”. Sí, hemos triunfado sobre la guerra, la peste y la escasez… pero el resultado es el tedio: “Ya no hay Guernica, ya no hay Auschwitz, ya no hay Hiroshima. ¡Bravo! Pero, ¿y la imposibilidad de vivir, y la mediocridad asfixiante, y la ausencia de pasión? […] ¿Y esta manera de no sentirnos verdaderamente nosotros mismos ['tout à fait dans sa peau']?”.
Mayo del 68 pasa por una revolución neomarxista o una mutación del marxismo (que encuentra en los jóvenes existencialmente insatisfechos el sujeto revolucionario que ya no puede encontrar en la clase obrera). Y sí, el movimiento usó un lenguaje vagamente marxista –denunciando sin cesar al “sistema” y “el capitalismo consumista”-, colgó pósters de Mao [1883-1976] y el Che [1928-1967] en las estatuas de la Sorbona, y los grupúsculos neoleninistas intentaron secuestrarlo (de hecho, la ultraizquierda iba a vivir una edad de oro en el post-68, durante toda la década de los 70).
Pero la verdadera entraña del 68 no fue precisamente socialista, y estaba en realidad más cerca de cierto ultraliberalismo anarcoide-hedonista. Los sesentayochistas más lúcidos se daban cuenta: para ellos, los comunistas eran también vieux cons. Khayati, en su tratado de la “miseria estudiantil”, se refiere a “los bolcheviques resucitados” como “vestigios del pasado que de ningún modo anuncian el porvenir”. Los viejos comunistas son demasiado ceñudos, no saben gozar, sacrifican el placer personal al ideal colectivo: “[Es preciso] erradicar de la acción revolucionaria la tentación judeo-cristiana de la abnegación y el sacrificio. Comprender que la revolución no puede ser sino un juego que todos sientan la necesidad de jugar” (Cohn-Bendit [n. 1945] en 'El izquierdismo [sesentayochista], remedio a la enfermedad senil del comunismo', título ya de por sí revelador, 1969).
He ahí la gran contradicción del 68: bajo un lenguaje socialista, se introdujo en realidad el culto intransigente al yo y sus deseos, el individualismo más desaforado: “El objetivo de esta revolución es poner la sociedad al servicio del individuo, y no el individuo al servicio de la sociedad. Todos los marcos de la futura civilización […] serán edificados con un único criterio: la realización ['épanouissement'] del individuo” ('L’Enragé'). Los sesentayochistas reivindican la emancipación del sujeto frente a cualesquiera normas morales e instituciones tradicionales, abriendo así el camino a una sociedad basada en la autonomía personal absoluta y el principio del placer: “Vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas”, “Vivir el presente”.
Bajo una retórica socializante, a los sesentayochistas les interesa en realidad el ámbito privado: la moral sexual, la deconstrucción de la familia, la exploración de nuevos estilos de vida superadores de la “mediocridad” burguesa. Las instrucciones revolucionarias de Cohn-Bendit incluyen muy significativamente las de: “Encuentra nuevas relaciones con tu amiguita, ama de otra forma, rechaza la familia”. El semanario 'Tout', otro de los portavoces del sesentayochismo, denuncia constantemente “el chantaje moral de la familia”: “la familia es la tapadera opresiva que condena nuestros deseos a la ebullición”. ¿Acaso no habían empezado los disturbios de Nanterre por reivindicaciones libidinales (los estudiantes varones se sentían “oprimidos” porque no se les permitía el acceso a las residencias universitarias femeninas)? Cuando, en enero del 68, el ministro de la Juventud François Missoffe había visitado Nanterre para conocer las quejas de aquella juventud inquieta, Cohn-Bendit le espetó: “He leído su libro blanco sobre la juventud, y no trata el tema de la sexualidad”. El ministro estuvo rápido y le recomendó que se chapuzara en la piscina fría para atenuar sus ardores. Los 'enragés', naturalmente, calificaron su respuesta de “fascista”.
La costumbre de llamar “fascista” al discrepante ha sido, por cierto, uno de los legados más persistentes del 68. Los secuaces de Cohn-Bendit fascistizarán incluso al decano Grappin [1915-1997], un hombre de la izquierda ilustrada que había conocido los calabozos de la Gestapo. Uno de los ingeniosos lemas de Mayo será “CRS = SS”, lo cual exasperará a algunos policías que, por edad, habían sufrido el verdadero nazismo. Al grito de “¡fascistas!”, los 'soixanthuitards' [sesentayochistas] interrumpirán clases y ocuparán dependencias universitarias:
– “Viejo carcamal, ¿condenas el imperialismo?
– Pero, señores, les prohíbo tutearme; y además, ¿qué relación tiene el imperialismo con la lección de hoy?
– Ninguna, precisamente. Es asqueroso que nos des el coñazo con las lenguas muertas, mientras que el imperialismo…”.
Los niñatos de Nanterre y el Barrio Latino triunfaron. No política ni económicamente: De Gaulle [1890-1970] arrasó en las legislativas de junio de 1968, y las fábricas no pasaron a manos de sóviets. Pero ni la política ni la economía les interesaban realmente a los soixanthuitards; lo que querían era “cambiar la vida”. Y la vida cambió. Sus valores liberacionistas y hedonistas se extendieron capilarmente en la sociedad, convirtiéndose en el nuevo código moral por defecto. Sucesivas reformas legislativas introdujeron en la primera mitad de los 70 el divorcio por mero acuerdo de las partes, el aborto legal, la libre disponibilidad de anticonceptivos…
De “El último tango en París” [1972] a “Emmanuelle” [1974], el cine de los primeros 70 nos devuelve la imagen de una sociedad obsesionada por la liberación sexual. El sexo prematrimonial, la pareja de hecho y el frecuente cambio de partenaire se convirtieron en norma, desplazando a la familia clásica execrada por los enragés. La nupcialidad y la natalidad se hundieron: los huecos demográficos serían llenados por inmigrantes musulmanes (que los sesentayochistas de Charlie Hebdo terminaran asesinados por yihadistas tiene algo de terrible justicia poética). Surgió una generación que, para romper el “ciclo infernal casa-metro-trabajo [dodó-métro-boulot]”, se gastaba los ahorros en viajes a Bali o el Caribe, en lugar de guardarlos para la jubilación o para dejar algo a los hijos (not least, porque ya apenas se tenían hijos).
La nueva pedagogía asumió la idea sesentayochista de que la escuela deben ser “crítica” y no existe para transmitir saber (un saber siempre represivo, según Michel Foucault [1925-1984]), sino para permitir al niño expresar su personalidad. Los antisistema de 1968 se convirtieron en los dueños de la cultura y el corazón del establishment: Daniel Cohn-Bendit no ha dejado de pisar moqueta de despacho oficial en los últimos treinta años (desde 1994, la del Parlamento Europeo [órgano sólo consultivo, no legislativo]).
Francisco José Contreras
Catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad de Sevilla
https://disidentia.com/mayo-del-68-o-el-triunfo-de-los-ninatos/
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
La inmadurez de 1968: Peter Pan en la Sorbona
La inmadurez de 1968: Peter Pan en la Sorbona
Dijo José García Domínguez en Twitter algo así como que “los abueletes se están poniendo ya muy pesados con las batallitas del 68”. Bueno, yo en 1968 tenía cuatro años [y yo 19], y sólo guardo un borroso recuerdo de Massiel bailoteando espasmódicamente con minifalda de lentejuelas en el festival de Eurovisión. Pero me temo que el asunto del 68 es una mina para el análisis.
En los últimos 60 y primeros 70 se produjo un giro del 'Zeitgeist' [espíritu del tiempo] (“ha tenido lugar una mutación metafísica hacia 1974”, especula uno de los personajes de 'Las partículas elementales' [1999] de Houellebecq [n. 1959], un gran ajuste de cuentas con el sesentayochismo): se abrió un ciclo histórico en el que seguimos inmersos. Sus rasgos son el juvenilismo, el presentismo, la negación de la muerte y de la finitud individual (Google ha creado ya una subcompañía llamada Calico, presidida por el transhumanista Kurzweil [n. 1948], cuya misión declarada es “resolver la muerte”: de hecho, vivimos ya como si no tuviéramos que morir, desinteresándonos de un posible Más Allá, de ahí el declive de la religión, y vistiendo como jóvenes hasta la setentena; el consiguiente menosprecio de la perpetuación de la especie (la mortalidad individual es la condición de la reproducción colectiva: si me siento eterno, no veo la necesidad de engendrar a quien me sustituya); el rechazo de cualquier estándar de “normalidad” y la valoración de todo lo transgresor; la afirmación simultánea de la autonomía personal absoluta (“a mí nadie me dice cómo debo vivir”) y del “derecho” a prestaciones públicas en constante expansión (o sea, la abdicación de la autonomía y la creciente dependencia respecto al Estado).
Desde los 70, Occidente se ha instalado en una inmadurez juvenil que, paradójicamente, le lleva a la senilidad, tanto en sentido metafórico como en el literal (la edad mediana de los europeos es ya de cuarenta y tantos, y no deja de crecer). El juvenilismo nos ha traído una sociedad de viejos.
En cierto sentido, la juventud de los 60 fue la primera de la historia en tener conciencia de tal y afirmarse desafiantemente como generación. Hasta entonces se presuponía en los jóvenes la humildad para aprender de sus mayores y la urgencia por ingresar en una edad adulta que, en efecto, llegaba muy pronto: el estudiante de 24 años que en 1968 estaba fumando porros, experimentando con el amor libre y lanzando adoquines a la policía habría sido a la misma edad, sólo una generación antes, un trabajador con horarios que cumplir, ya casado y padre de criaturas.
Ahora, en los últimos 60, la juventud deja de ser un simple y efímero trecho cronológico para convertirse en algo así como una clase social con visión del mundo y comportamientos propios, radicalmente enfrentados a los de las generaciones anteriores.
Ese efebo-centrismo es, ante todo, una realidad cuantitativa: la cohorte que tiene veintipocos años en 1968 es la nacida en el gran baby boom de posguerra. Muchísimos jóvenes, pues, y criados por primera vez en la abundancia: Europa vive entonces el apogeo de los “treinta gloriosos” y del Wirtschaftswunder (milágro económico), con pleno empleo y tasas de crecimiento en torno al 5% anual. En ese contexto de prosperidad, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de mantener a una extensa “clase juvenil” improductiva, supuestamente dedicada a estudiar (el acceso masivo a la educación superior es otra de las novedades históricas de los 60), eximida de la lógica implacable del mundo laboral y de las responsabilidades familiares.
El sesentayochismo es un síndrome de Peter Pan: el estudiante no quiere ingresar en la sociedad adulta, con sus aburridos imperativos de trabajo y responsabilidad. ¡Se está tan bien leyendo a Frantz Fanon [1925-1961] en las brasseries del Barrio Latino o protestando contra la guerra de Vietnam [1955-1975] en los céspedes de Berkeley, mientras la recién llegada píldora anticonceptiva desresponsabiliza los encuentros sexuales!
Edgar Morin [n. 1921], en artículo publicado en 'Le Monde' en 1963, ya lo supo captar: la creciente rebeldía juvenil ocultaba “una angustia ligada al envejecimiento”, “el deseo de ganarle tiempo a [la llegada de] la inexorable seriedad, a los conflictos y tragedias reales del hombre y de la sociedad”.
De ahí la necesidad de despreciar ese mundo adulto de límites, obligaciones y responsabilidades. Echaremos la culpa al malvado capitalismo (y de ahí el barniz neoleninista del 68), o bien a la estupidez y chato consumismo de papá y mamá, tan contentos de haberse podido comprar por fin un apartamento en la playa. El 68 se dirá, pues, anti-materialista y anti-capitalista, cuando en realidad era simplemente anti-adulto.
Despreciar la abundancia y el trabajo
Los niñatos de la época, criados en la abundancia, se permitían el lujo de despreciarla y postular una sociedad más imaginativa, liberada del sinsentido productivista, el “círculo infernal” –Raoul Vaneigem [n. 1934] dixit– de la casa, el metro y el trabajo: “ni Dios, ni metro”, rezaba uno de los eslóganes. “Mira tu trabajo: la nada y la tortura son parte de él”. “Estoy jugando”. “No cambiemos de empleador: cambiemos el empleo de la vida”.
Los Peter Pan del 68 parecen haber creído sinceramente que la escasez de los recursos y la necesidad de trabajar eran siniestras imposiciones capitalistas o expresión de la falta de imaginación de unos antepasados ignorantes. Algunos de sus profesores universitarios –de Marcuse [1898-1979] a Foucault [1926-1984], de Althusser [1918-1990] a Bourdieu [1930-2002]– les daban la razón.
En 1973, Jacques Doillon [n. 1944] estrena la película “Año 01”, basada en un cómic de Gébé [1929-2004], dibujante de 'Charlie Hebdo'. El paraíso está al alcance de la mano, y basta sacudirse los prejuicios burgueses para alcanzarlo (“vamos a poder, vamos a poder, por fin vamos a poder…”, dice uno de los personajes, presintiendo a Barack Obama [n. 1961] y Pablo Iglesias [n. 1978]). La revolución ha triunfado: “Todos los lugares son declarados públicos. Los franceses podrán circular libremente por todas partes y hacer uso de todo”. El trabajo es reducido a un 10% del exigido en la era capitalista: “Les digo a todos los esclavos de una producción superflua en su 90%: ¡paren ya! Nos relevaremos para hacer el 10% restante. Así dejaremos de envenenar el planeta. Y además, por fin tendremos tiempo para la curiosidad, para la reflexión, para el deleite y el deseo, para preguntarse lo que es realmente importante y lograrlo entre todos”.
Los sesentayochistas más consecuentes intentaron conseguir frontalmente el paraíso del “Año 01”, bien destruyendo la sociedad burguesa con las bombas de la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, el IRA o la ETA (todas comienzan a matar entre 1968 y 1970, y todas incluyen al menos una componente revolucionaria-socialista), bien practicándolo a pequeña escala en las mil y una comunas de la época. Esos se estrellaron. Pero los que hicieron más daño fueron los que, más pragmáticos, se insertaron en “el sistema”, en el periodismo, la docencia u otros resortes de producción cultural, sin abandonar su desprecio arrogante hacia él.
Se suele decir que el hedonismo sesentayochista, que se creía anti-capitalista, al final le ha venido muy bien a la economía de mercado, al convertirse en consumismo. Es cierto sólo a medias. El presentismo y la incapacidad de aplazar la gratificación son a largo plazo letales para el sistema de mercado, pues antes de consumir hay que producir [cosa que ya pueden hacer las máquinas inteligentes].
El ansia por “gozar sin trabas” aquí y ahora condujo en realidad al sobreendeudamiento que estallaría en la crisis de 2008. Por otra parte, el rechazo sesentayochista de la familia estable y de la procreación nos ha llevado a un invierno demográfico que amenaza la sostenibilidad de las cuentas públicas, por crecimiento incontrolado del gasto en sanidad y pensiones.
El destrozo de la educación
O sea, los chicos de Berkeley y el Barrio Latino han conseguido gripar la sociedad próspera que les llevó a ellos en volandas a su juventud dorada: nunca volvieron los índices de crecimiento de los Treinta Gloriosos (1945-75). Pero es que también estropearon el sistema académico que les había permitido llegar a esa Universidad “represiva” que despreciaban, y a la que no habían podido ir sus padres.
Los gurús neomarxistas de los 60-70 decretaron que el sistema educativo serio y democrático de la segunda posguerra, que estaba funcionando como un eficaz “ascensor social”, era en realidad una herramienta de dominación de clase. Se trata, explicaba Althusser en 1970, de un “aparato ideológico de Estado” dedicado a la represión, comparable al ejército y la policía. Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron [n. 1930] sostuvieron en Les Héritiers (1964) y La Reproduction (1970) que la aparente universalización de la enseñanza ocultaba en realidad mecanismos sutiles de “reproducción” de la sociedad de clases. Por ejemplo, la exigencia académica y el sistema de concursos-oposición, de los que se dice que garantizaban la selección por el talento, en realidad favorecían a la clase alta, que solía conseguir mejores resultados en ellos.
La supuesta meritocracia no era tal: había que acabar con el rigor y la competitividad académicas, que beneficiaban a los ricos. También había que acabar con la autoridad del profesor en clase, cuya función simbólica es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia, preparándolos para ser dóciles peones del sistema. La autoridad del profesor funcionaría como “un sucedáneo de la violencia física”; la enseñanza de la época, “aunque se presente bajo un disfraz de neutralidad y no-violencia, consigue imponer ciertos significados como legítimos, sobre la base de una relación de fuerza que no es reconocida como tal”. En esos mismos años, Michel Foucault llamaba a “la deconstrucción del viejo sustrato tradicional del humanismo”, que “garantiza el mantenimiento de la organización social”.
En efecto, deconstruyeron a fondo. La LOGSE, en España, y otras muchas leyes socavadoras del sistema educativo occidental bebieron de aquel espíritu. Acabaron, sí, con la autoridad del profesor, y fue ya casi imposible dar clase. Degradaron, en efecto, el nivel de exigencia y de selección meritocrática: el resultado fue, no la igualdad social, sino el deterioro de la igualdad de oportunidades, pues se hundió la calidad de las escuelas accesibles a todos, mientras que los ricos siempre pueden enviar a sus hijos a colegios de élite que mantengan el rigor. Consiguieron que las escuelas dejaran de transmitir “saber represivo con sesgo de clase”: ahora ya no transmiten nada.
Francisco José Contreras, Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla
https://disidentia.com/la-inmadurez-de-1968-peter-pan-en-la-sorbona/
Dijo José García Domínguez en Twitter algo así como que “los abueletes se están poniendo ya muy pesados con las batallitas del 68”. Bueno, yo en 1968 tenía cuatro años [y yo 19], y sólo guardo un borroso recuerdo de Massiel bailoteando espasmódicamente con minifalda de lentejuelas en el festival de Eurovisión. Pero me temo que el asunto del 68 es una mina para el análisis.
En los últimos 60 y primeros 70 se produjo un giro del 'Zeitgeist' [espíritu del tiempo] (“ha tenido lugar una mutación metafísica hacia 1974”, especula uno de los personajes de 'Las partículas elementales' [1999] de Houellebecq [n. 1959], un gran ajuste de cuentas con el sesentayochismo): se abrió un ciclo histórico en el que seguimos inmersos. Sus rasgos son el juvenilismo, el presentismo, la negación de la muerte y de la finitud individual (Google ha creado ya una subcompañía llamada Calico, presidida por el transhumanista Kurzweil [n. 1948], cuya misión declarada es “resolver la muerte”: de hecho, vivimos ya como si no tuviéramos que morir, desinteresándonos de un posible Más Allá, de ahí el declive de la religión, y vistiendo como jóvenes hasta la setentena; el consiguiente menosprecio de la perpetuación de la especie (la mortalidad individual es la condición de la reproducción colectiva: si me siento eterno, no veo la necesidad de engendrar a quien me sustituya); el rechazo de cualquier estándar de “normalidad” y la valoración de todo lo transgresor; la afirmación simultánea de la autonomía personal absoluta (“a mí nadie me dice cómo debo vivir”) y del “derecho” a prestaciones públicas en constante expansión (o sea, la abdicación de la autonomía y la creciente dependencia respecto al Estado).
Desde los 70, Occidente se ha instalado en una inmadurez juvenil que, paradójicamente, le lleva a la senilidad, tanto en sentido metafórico como en el literal (la edad mediana de los europeos es ya de cuarenta y tantos, y no deja de crecer). El juvenilismo nos ha traído una sociedad de viejos.
En cierto sentido, la juventud de los 60 fue la primera de la historia en tener conciencia de tal y afirmarse desafiantemente como generación. Hasta entonces se presuponía en los jóvenes la humildad para aprender de sus mayores y la urgencia por ingresar en una edad adulta que, en efecto, llegaba muy pronto: el estudiante de 24 años que en 1968 estaba fumando porros, experimentando con el amor libre y lanzando adoquines a la policía habría sido a la misma edad, sólo una generación antes, un trabajador con horarios que cumplir, ya casado y padre de criaturas.
Ahora, en los últimos 60, la juventud deja de ser un simple y efímero trecho cronológico para convertirse en algo así como una clase social con visión del mundo y comportamientos propios, radicalmente enfrentados a los de las generaciones anteriores.
Ese efebo-centrismo es, ante todo, una realidad cuantitativa: la cohorte que tiene veintipocos años en 1968 es la nacida en el gran baby boom de posguerra. Muchísimos jóvenes, pues, y criados por primera vez en la abundancia: Europa vive entonces el apogeo de los “treinta gloriosos” y del Wirtschaftswunder (milágro económico), con pleno empleo y tasas de crecimiento en torno al 5% anual. En ese contexto de prosperidad, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de mantener a una extensa “clase juvenil” improductiva, supuestamente dedicada a estudiar (el acceso masivo a la educación superior es otra de las novedades históricas de los 60), eximida de la lógica implacable del mundo laboral y de las responsabilidades familiares.
El sesentayochismo es un síndrome de Peter Pan: el estudiante no quiere ingresar en la sociedad adulta, con sus aburridos imperativos de trabajo y responsabilidad. ¡Se está tan bien leyendo a Frantz Fanon [1925-1961] en las brasseries del Barrio Latino o protestando contra la guerra de Vietnam [1955-1975] en los céspedes de Berkeley, mientras la recién llegada píldora anticonceptiva desresponsabiliza los encuentros sexuales!
Edgar Morin [n. 1921], en artículo publicado en 'Le Monde' en 1963, ya lo supo captar: la creciente rebeldía juvenil ocultaba “una angustia ligada al envejecimiento”, “el deseo de ganarle tiempo a [la llegada de] la inexorable seriedad, a los conflictos y tragedias reales del hombre y de la sociedad”.
De ahí la necesidad de despreciar ese mundo adulto de límites, obligaciones y responsabilidades. Echaremos la culpa al malvado capitalismo (y de ahí el barniz neoleninista del 68), o bien a la estupidez y chato consumismo de papá y mamá, tan contentos de haberse podido comprar por fin un apartamento en la playa. El 68 se dirá, pues, anti-materialista y anti-capitalista, cuando en realidad era simplemente anti-adulto.
Despreciar la abundancia y el trabajo
Los niñatos de la época, criados en la abundancia, se permitían el lujo de despreciarla y postular una sociedad más imaginativa, liberada del sinsentido productivista, el “círculo infernal” –Raoul Vaneigem [n. 1934] dixit– de la casa, el metro y el trabajo: “ni Dios, ni metro”, rezaba uno de los eslóganes. “Mira tu trabajo: la nada y la tortura son parte de él”. “Estoy jugando”. “No cambiemos de empleador: cambiemos el empleo de la vida”.
Los Peter Pan del 68 parecen haber creído sinceramente que la escasez de los recursos y la necesidad de trabajar eran siniestras imposiciones capitalistas o expresión de la falta de imaginación de unos antepasados ignorantes. Algunos de sus profesores universitarios –de Marcuse [1898-1979] a Foucault [1926-1984], de Althusser [1918-1990] a Bourdieu [1930-2002]– les daban la razón.
En 1973, Jacques Doillon [n. 1944] estrena la película “Año 01”, basada en un cómic de Gébé [1929-2004], dibujante de 'Charlie Hebdo'. El paraíso está al alcance de la mano, y basta sacudirse los prejuicios burgueses para alcanzarlo (“vamos a poder, vamos a poder, por fin vamos a poder…”, dice uno de los personajes, presintiendo a Barack Obama [n. 1961] y Pablo Iglesias [n. 1978]). La revolución ha triunfado: “Todos los lugares son declarados públicos. Los franceses podrán circular libremente por todas partes y hacer uso de todo”. El trabajo es reducido a un 10% del exigido en la era capitalista: “Les digo a todos los esclavos de una producción superflua en su 90%: ¡paren ya! Nos relevaremos para hacer el 10% restante. Así dejaremos de envenenar el planeta. Y además, por fin tendremos tiempo para la curiosidad, para la reflexión, para el deleite y el deseo, para preguntarse lo que es realmente importante y lograrlo entre todos”.
Los sesentayochistas más consecuentes intentaron conseguir frontalmente el paraíso del “Año 01”, bien destruyendo la sociedad burguesa con las bombas de la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, el IRA o la ETA (todas comienzan a matar entre 1968 y 1970, y todas incluyen al menos una componente revolucionaria-socialista), bien practicándolo a pequeña escala en las mil y una comunas de la época. Esos se estrellaron. Pero los que hicieron más daño fueron los que, más pragmáticos, se insertaron en “el sistema”, en el periodismo, la docencia u otros resortes de producción cultural, sin abandonar su desprecio arrogante hacia él.
Se suele decir que el hedonismo sesentayochista, que se creía anti-capitalista, al final le ha venido muy bien a la economía de mercado, al convertirse en consumismo. Es cierto sólo a medias. El presentismo y la incapacidad de aplazar la gratificación son a largo plazo letales para el sistema de mercado, pues antes de consumir hay que producir [cosa que ya pueden hacer las máquinas inteligentes].
El ansia por “gozar sin trabas” aquí y ahora condujo en realidad al sobreendeudamiento que estallaría en la crisis de 2008. Por otra parte, el rechazo sesentayochista de la familia estable y de la procreación nos ha llevado a un invierno demográfico que amenaza la sostenibilidad de las cuentas públicas, por crecimiento incontrolado del gasto en sanidad y pensiones.
El destrozo de la educación
O sea, los chicos de Berkeley y el Barrio Latino han conseguido gripar la sociedad próspera que les llevó a ellos en volandas a su juventud dorada: nunca volvieron los índices de crecimiento de los Treinta Gloriosos (1945-75). Pero es que también estropearon el sistema académico que les había permitido llegar a esa Universidad “represiva” que despreciaban, y a la que no habían podido ir sus padres.
Los gurús neomarxistas de los 60-70 decretaron que el sistema educativo serio y democrático de la segunda posguerra, que estaba funcionando como un eficaz “ascensor social”, era en realidad una herramienta de dominación de clase. Se trata, explicaba Althusser en 1970, de un “aparato ideológico de Estado” dedicado a la represión, comparable al ejército y la policía. Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron [n. 1930] sostuvieron en Les Héritiers (1964) y La Reproduction (1970) que la aparente universalización de la enseñanza ocultaba en realidad mecanismos sutiles de “reproducción” de la sociedad de clases. Por ejemplo, la exigencia académica y el sistema de concursos-oposición, de los que se dice que garantizaban la selección por el talento, en realidad favorecían a la clase alta, que solía conseguir mejores resultados en ellos.
La supuesta meritocracia no era tal: había que acabar con el rigor y la competitividad académicas, que beneficiaban a los ricos. También había que acabar con la autoridad del profesor en clase, cuya función simbólica es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia, preparándolos para ser dóciles peones del sistema. La autoridad del profesor funcionaría como “un sucedáneo de la violencia física”; la enseñanza de la época, “aunque se presente bajo un disfraz de neutralidad y no-violencia, consigue imponer ciertos significados como legítimos, sobre la base de una relación de fuerza que no es reconocida como tal”. En esos mismos años, Michel Foucault llamaba a “la deconstrucción del viejo sustrato tradicional del humanismo”, que “garantiza el mantenimiento de la organización social”.
En efecto, deconstruyeron a fondo. La LOGSE, en España, y otras muchas leyes socavadoras del sistema educativo occidental bebieron de aquel espíritu. Acabaron, sí, con la autoridad del profesor, y fue ya casi imposible dar clase. Degradaron, en efecto, el nivel de exigencia y de selección meritocrática: el resultado fue, no la igualdad social, sino el deterioro de la igualdad de oportunidades, pues se hundió la calidad de las escuelas accesibles a todos, mientras que los ricos siempre pueden enviar a sus hijos a colegios de élite que mantengan el rigor. Consiguieron que las escuelas dejaran de transmitir “saber represivo con sesgo de clase”: ahora ya no transmiten nada.
Francisco José Contreras, Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla
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