Dos formas contrapuestas de pensamiento: El mito y la razón
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Dos formas contrapuestas de pensamiento: El mito y la razón
Dos formas contrapuestas de pensamiento: El mito y la razón
Desde siempre, por lo que sabemos, todo grupo humano ha tendido a considerarse el centro del mundo y a estimar que la auténtica realidad es la suya. Ello unas veces puede deberse a la incomunicación como lo muestra en estos días [1994] la película "Rapa Nui" [Ombligo del Mundo] en relación con la chilena isla de Pascua y otras simplemente a la idea de autoafirmación frente a lo demás; pero de todos modos la creencia de que estamos en posesión de la Verdad (o mejor, de que estamos poseídos por ella) es siempre gratificante y consoladora. En consecuencia, quien no posee nuestro sistema de creencias no puede encontrarse en el camino de la verdad; ni siquiera en el camino de la realidad, pues ésta se confunde con aquella. Bien pensado, es muy posible que se encuentren ahí en esa radical creencia negativa de lo ajeno las bases de todo tipo de racismo, justificado en el pensamiento antiguo con la contraposición entre los hombres verdaderos, o sea "nosotros", y los extranjeros, los bárbaros, o sea "los otros".
No hay nada más poderoso en este mundo que una creencia. Cuando, en el ejercicio de mi profesión, les hago ver a mis alumnos que todos los dioses que aparecen en nuestras historias han existido, normalmente la acogida viene dada por una sonrisa condescendiente, porque o a) los dioses no han existido nunca; o b) sólo existe el Dios verdadero y no los falsos. Evidentemente, puesto que la historia es, como la matemática, un modo lógico de aproximación a la realidad, pero no la realidad misma, yo no les planteo problemas ontológicos que para mí son insolubles. Solamente les hago ver que todos ellos han actuado (y actúan) en las sociedades que han creído en ellos, y desde ese punto de vista desde luego hay que tomar en cuenta su existencia para estudiar las relaciones humanas. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, entender lo que pasa entre nosotros, si no diésemos por sentado el carácter verosímil del dinero, ese en el que todo el mundo se ve obligado a creer porque funciona, aunque nadie sepa definir su naturaleza exacta? Las formas de pensamiento supuestamente no religiosas, como vemos, también tienen sus dioses.
Necesitamos creer en algo, aunque ese algo no sea más que el producto natural de nuestra mente; de la misma forma que necesitamos comer o atender a nuestros apetitos sexuales, por ejemplo. En 1864 N. D. Fustel de Coulanges [1830-1889] publicaba por vez primera su trabajo sobre la Cité antique, hoy convertido en un clásico. Escribía en el mismo unas líneas que no tienen desperdicio y que no me resisto a reproducir: «Una creencia es la obra de nuestro espíritu, pero no somos libres para modificarla a nuestro gusto. Ella es nuestra creación, pero no lo sabemos. Es humana y la creemos un dios. Es el efecto de nuestro poder y es más fuerte que nosotros. Está en nosotros, no nos deja, nos habla en todos los momentos. Si nos ordena obedecer, obedecemos; si nos prescribe deberes, nos sometemos. El hombre puede domar a la Naturaleza, pero está esclavizado a su pensamiento». La creencia es imprescindible para vivir: no sólo de pan vive el hombre, sino también de sus creencias. Forma parte de su propia naturaleza.
Señalo todo esto porque entiendo que la tendencia a rechazar la creencia sistematizada compartida por un grupo distinto del nuestro es del todo natural, incluso vital. Las formaciones de pensamiento liberal como la nuestra no hacen sino encauzar esta lucha incruenta dentro de unos ciertos límites ya previamente establecidos como creencia propia, de la misma manera que se regulan los comportamientos en las batallas negando determinado tipo de armamentos o de trato a los prisioneros. Pero el enfrentamiento no se elimina: esa lucha a muerte es precisamente la razón de la vida. Y habrá vida mientras dure la lucha ideológica; luego vendrá la paz del cementerio.
Durante mucho tiempo la Humanidad toda se rigió de forma preponderante en sus relaciones sociales por un solo tipo de pensamiento, el que se basaba en la existencia de lo divino; y los enfrentamientos entre grupos se produjeron por la necesidad de afirmar como real la visión que cada uno manifestaba de ese Ser que se pretendía monopolizar en exclusiva. Porque siempre, en el fondo y como afirma el principal libro sagrado indio, el Rig Veda, "lo mortal ha hecho a lo inmortal" y el hombre en todo momento ha procurado crear a Dios como diría Jenófanes [c. 580-475 a.C.] a su imagen y semejanza, poniéndose a sí mismo como figura central. Ni siquiera la revolución copernicana, que borró la idea de centralidad de la Tierra en el Universo, ha podido con dicha creencia de la excelencia humana, de la visión antropocéntrica. Resulta de este modo patético observar cómo los seres humanos tienden a rechazar la creencia divina de antaño simplemente porque no les resulta consoladora cuando aparecen el dolor y la muerte; dolor y muerte de un humano que con toda probabilidad están dando satisfacción y vida a otros organismos vivos (virus, bacterias, depredadores...) de la misma manera que encontramos satisfacción y vida al comernos un cordero lechal o al acabar con las bacterias que nos han invadido de forma perturbadora. La creencia de que el hombre es el centro del Universo dificulta cualquier atisbo de comprensión, de la misma manera que la creencia en el carácter estático del mismo obligó a Einstein [1879-1955] a modificar innecesariamente la teoría de la relatividad general [1915]. La divinidad lo es siempre "de" los humanos, sin que solamos plantearnos qué piensan, por ejemplo, los macacos japoneses (con su conocida protocultura) respecto a este tema. Claro que la cuestión la solemos resolver dando por sentado que los otros animales los "de verdad" no piensan. Y nos quedamos tan tranquilos con nuestra creencia.
Esta forma de pensar, en la que se da por establecida una Verdad primaria que es la que impregna nuestra propia realidad, la solemos denominar mítica y en ella encuentra su marco natural la religión como actitud humana. Es, a todas luces, la forma de pensamiento más simple, porque es la más natural: el hombre, que se encuentra inmerso en un medio ambiente que le resulta más o menos hostil y en el que observa al mismo tiempo un orden indiscutible que el propio hombre no ha impuesto (fases de la luna, estaciones, etc.), es normal que intente controlarlo a través de una explicación que sitúe por encima de la Naturaleza (en la que él mismo se encuentra inserto) un ordenador sobre natural. Es por ello por lo que no se ha conocido nunca a ningún pueblo, sea cual sea su tipo de cultura, que haya sido en principio ateo: se necesita creer para existir, y no parece haber un sistema de creencias más primario que el de la existencia de lo sobrenatural ordenador.
Presumiblemente desde que las sociedades humanas han tenido un carácter estable a través del tiempo han sentido la necesidad de transmitirse las ideas que poco a poco se han ido formando acerca de su mundo y del orden, tanto externo como interno, que en él se halla. Esta transmisión se ha efectuado prioritariamente a través de la voz articulada, la palabra, que ha recorrido una y otra vez los surcos de la memoria para hacer comprensible la realidad a (y de) una comunidad que permanece estable como tal pese al paso de las generaciones. Esta palabra discursiva, que se extiende envolviendo la realidad, recibió entre los griegos el nombre de mythos y representaba, como supo ver M. Detienne [1935-2019], lo estable, "lo que no se olvida" (alethés) o, como diríamos hoy nosotros, "lo verdadero". Pero la verdad, en un pensamiento mítico que contempla la realidad tal cual es sin cortes no se opone claramente a la mentira como nosotros la entendemos con nuestro pensamiento racional. La verdad (alétheia) es más bien lo definido, aquello que participa más ampliamente de la realidad, del Ser, y se opone a lo indefinido de la misma forma que lo sagrado se opone a lo profano (que no es sino la difuminación de lo sagrado, aquello en que predomina lo caótico sobre el orden cósmico establecido por lo sobrenatural en un punto). Por ello, porque está confiado a la memoria natural, el pensamiento mítico, el que explica la realidad de una forma globalizadora y orgánica, tiene un carácter dinámico, dramático, que implica la acción continua. Y porque representa lo verdadero, lo definido, lo que está alejado de las caóticas brumas del olvido (lethe), el mito tiene carácter ejemplar, recordando al hombre las acciones memorables de los dioses o los antepasados que han establecido el mundo y con él el tiempo para siempre.
No es muy difícil deducir que, en un sistema de pensamiento de este tipo, es Dios quien establece el orden que rige la Naturaleza, la suprema ley que rige el mundo; y como el hombre forma parte indisoluble de esa Naturaleza, no puede escapar de esa ley natural que le atenaza como a todos los seres. Puesto que la verdad está establecida desde un principio, el hombre la recibe como una fe y no necesita buscarla; sólo tiene que interpretar los signos divinos y obedecer, procurando poner su vida de acuerdo con los poderes sobrenaturales a través del rito.
La sociedad humana, como parte de la Naturaleza que es, se verá regida necesariamente por preceptos que tienen su origen en la divinidad y que se sustentan en la costumbre heredada de los antepasados, quienes a su vez han recibido la inspiración de los dioses. Esa misma inspiración será la que justifique la actuación de los jefes y, si con la complejización de la sociedad y el surgimiento del Estado [el poder existe con independencia de quien lo ejerza], éstos llegan a tener poder, dicho poder será representación del poder absoluto de la divinidad que rige la comunidad y por cuya gracia el jefe gobierna. Y puesto que la divinidad es la auténtica propietaria del sagrado territorio de la patria, es lógico que la economía esté igualmente unificada y centralizada, de forma que se puede hablar de un cierto socialismo teocrático como propio de los pueblos que se rigen de forma predominante por un sistema de pensamiento de tipo mítico.
Pero ese pensamiento ecomítico (que no ecológico) que tiende a preservar el orden impuesto a la Naturaleza de la que él forma parte, no lo olvidemos por miedo a irritar a quienes lo establecieron, no ha privado al hombre, como posiblemente tampoco a otros animales, de "hacer sus cuentas" para sacar el máximo provecho de su ecosistema. Ello le obliga, por poco elaborada que sea la fórmula, a descomponer metodológicamente la realidad -que es única- para conceptualizarla como un grupo de unidades diferentes que se pueden contraponer para su análisis. Es más, como repetidamente se ha dicho, en todo mito hay razón, hay una ratio, un logos, una "cuenta" en suma (que es lo que ambos términos, latino y griego respectivamente, significan). Logos es desde luego también el nombre de "la palabra", lo mismo que mythos, pero a diferencia de ésta, el logos es la palabra que fija, la que define y permite el contraste. Se encuentra en íntima relación radical con el verbo lego, que significa tanto "decir", "designar", "nombrar con claridad", "significar", como "reunir", "contar", "enumerar"; pero, lo que resulta más interesante frente a la palabra de acción del mythos, significa también "recostarse", "permanecer inactivo". Por ello no nos parece nada raro que el sistema de pensamiento que llamamos "lógico" o "racional" se encuentre en íntima relación con los sistemas nemotécnicos, o sea con la escritura (de números o de palabras), cosa que altera la antigua contraposición entre memoria y olvido como ha señalado E. Lledó y en consecuencia también el concepto de lo verdadero, que gana una radicalidad frente a lo falso ausente en la concepción mítica. Si en dicho sistema de pensamiento lo que contaba era lo cualitativo, en este otro importa más lo cuantitativo, de tal forma que una unidad se contrapondrá a otra del mismo tipo, sin que importe demasiado en principio, por ejemplo, si un metro se mide en un templo o en una cuadra.
Y digo "en principio" porque la escritura ha surgido siempre ligada a complejas sociedades organizadas de una forma mítica, de arriba (Dios) hacia abajo (hombre), con un claro predominio de las formas religiosas marcando el ritmo de la vida cotidiana. La escritura, como la lógica, estará en principio al servicio de las estructuras míticas, en las que encuentran su razón de ser y de desarrollo. Los mitos se fijarán por escrito y se convertirán en literatura sagrada custodiada por un grupo o casta sacerdotal, y los dogmas, antes confiados a la memoria colectiva, como señala B. Malinowski, pasarán a tener una fijeza de la que antes carecían al tiempo que se convierten en una garantía de la conservación del poder estatal (un refuerzo, que diría E. R. Service). De todas formas, y aunque no se pretenda, el pensamiento "que hace cuentas", o sea el racional o lógico, se va contraponiendo tímida y lentamente al pensamiento "comprehensivo" o mítico y alterando su estructura.
Las circunstancias históricas del devenir humano harán luego que el mundo griego, muy atrasado y pobre pero en contacto con otro rico y desarrollado intelectualmente (hasta el extremo de que había simplificado la escritura logrando fijar los elementos fonéticos puros, lo que la hacía fácil de aprender), potencie el sistema de vida lógico.
El hecho de que los piratas comerciantes griegos, que actúan con mucha frecuencia por cuenta propia buscando el prestigio en el marco de unas comunidades que no iban más allá de lo que podríamos denominar "jefaturas", encuentren fácil fijar los datos relativos a sus tráficos con un sistema alfabético de pocos signos tomado del Próximo Oriente, implica que la escritura se difunda "desde abajo" en el proceso constitutivo de sus poleis (a las que indebidamente denominamos "ciudades estado"); proceso que entendemos que ha sido estudiado de forma convincente por M.B. Sakellariou en el plano socio político militar y por F. de Polignac en el religioso (siglos IX VI a.C.). De esta manera nos encontraremos por vez primera con que los datos se van a fijar a nivel de individuos sin tener que esperar a que una economía coordinada por un templo palacio haga posible la aparición del especialista en la tarea, en un principio complicada, de fijar los conceptos (o sea, del escriba).
El mundo de los hombres comenzará así, por vez primera, a ser entendido desde abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo, sin que ello implique, en ningún momento, la desaparición del pensamiento mítico originario de las primitivas comunidades, que, por el contrario, tiende a contar con un nuevo marco u horizonte mental de referencia (el ya citado de la polis). Se trata, como en el caso opuesto, de una cuestión de grados en el uso de uno u otro sistema de pensamiento (el mítico o el lógico), pues hasta el momento presente ninguno de los dos se ha dado de forma pura. El proceso que lleva a este notable avance del pensamiento lógico en el mundo griego que no olvidemos que extiende su acción a toda la cuenca del Mediterráneo es complejo (se le ha llamado "el milagro griego") y no es este el momento de describirlo, pero en esencia podemos decir que fue ese.
Este sistema, que tiende a descomponer la realidad en una serie de conceptos cuyo proceso de abstracción, ligado al desarrollo de la escritura, tan bien ha sido estudiado recientemente por E. Lledó muestra, por supuesto, unas características propias que podríamos considerar inversas a las del pensamiento mítico.
Partiendo de que el hombre separa artificial y metodológicamente los elementos individuales de la Naturaleza, fijándolos para su análisis mediante contraste, desde abajo hacia arriba, la Verdad como principio está ausente del sistema (como lo entendieron los sofistas); aunque los filósofos y/o científicos tendieran, más flexiblemente, a considerarla como un objeto de búsqueda continua a través del análisis lógico o racional, en una contraposición verdadero/falso que no se encuentra con la misma nitidez en el pensamiento mítico, como hemos señalado antes.
En este marco desacralizado la ley social se presenta, en principio, como algo humano, susceptible de ser cambiado de acuerdo con los intereses del grupo. Y en éste el fenómeno de la jefatura sólo puede surgir por contraste de opiniones individuales y consiguiente contrato social; de ahí que podamos decir que la democracia es la forma política propia del sistema de pensamiento lógico. Por la misma razón que en la política, la economía ha de basarse en el contraste de intereses individuales para la satisfacción de las necesidades, lo que nos lleva a considerar como forma económica más apropiada de este sistema lógico el liberalismo de mercado.
Como hemos señalado, los dos sistemas de pensamiento son propios de la mente humana (productos naturales, los podríamos denominar) y entendemos que siempre se han dado juntos aunque su rango y subordinación mutua hayan sido diferentes según las épocas, civilizaciones y circunstancias. Históricamente el predominio ha correspondido la mayoría de las veces a la forma mítica del pensamiento, que se ha mostrado dominante salvo en las breves épocas de democracia radical griega y sobre todo, en el caso europeo, a partir del triunfo de las ideas ilustradas en los siglos XVIII y XIX, agudizándose el enfrentamiento entre ambos sistemas a partir de entonces. Con anterioridad se había ido pasando de la actitud de desprecio hacia la ciencia que acompaña a la sacralización del Estado (muy perceptible a partir del siglo II en Roma y triunfante con posterioridad con el cristianismo como religión propia del mismo), a un periodo de relativo equilibrio entre ambos sistemas de pensamiento.
Este equilibrio partía, como señala T. S. Kuhn, de la postura condescendiente hacia la ciencia de una Iglesia que se sentía segura en el dominio de las sociedades europeas a comienzos del segundo milenio, dando así paso a una escolástica (aplicación del ocio al estudio) de base religiosa que se avenía bien con las nuevas mentalidades burguesas que empezaban a aflorar.
Pero el avance de las ideas lógicas en Europa a partir de ese marco religioso habría de despertar un nuevo periodo de hostilidad desde la Iglesia hacia todos aquellos que no se conformaban con la Verdad revelada y el ejercicio de su exégesis o interpretación. La condena de Galileo en 1633, por corroborar el sistema copernicano de movimiento y excentricidad de la Tierra, ha quedado como símbolo de la ruptura de la convivencia más o menos pacífica entre el mythos y el logos en nuestras sociedades occidentales y como punto de arranque de una tendencia progresiva a valorar en más el pensamiento basado en la razón que el basado en la fe. Esa tendencia se mantiene en la actualidad, con períodos en los que la Iglesia católica la de más influencia en Europa occidental parece ceder a las presiones del racionalismo (desde 1782 es lícito leer la Biblia en lengua vulgar; en 1822 se autoriza la impresión de libros que hacen referencia al movimiento terrestre), y otros en que reacciona con más o menos vehemencia contra las tendencias liberales que tanto daño hacen con su laicismo al sistema religioso. Es interesante en este sentido ver que, tras una condena del liberalismo como la de F. Sardá y Salvany [1884], se pasa no obstante a la formación de partidos democratacristianos, lo que supone entrar en el juego, evolucionando hacia fórmulas progresivamente capitalistas, para terminar en la renovada desconfianza hacia tal sistema manifestada por Juan Pablo II [1920-2505] en un momento en que el fundamentalismo liberal muestra su mayor agresividad tras la caída [1989] del régimen soviético de la U.R.S.S. (que la Iglesia ayudó positivamente a derribar).
Por ello no tiene nada de particular que, aunque el catolicismo tiene sus organismos rectores en Europa occidental, el centro de gravedad de la Iglesia católica se vaya desplazando progresivamente hacia un eje afro latinoamericano y que sus posturas se vayan identificando también de forma cada vez más clara con el bloque de países antes denominados tercermundistas y hoy bloque Sur. La reciente Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo que la ONU ha celebrado en El Cairo [1994] puede ser un claro exponente de cuanto decimos.
Completando el círculo de este brevísimo ensayo y volviendo, por tanto, a las consideraciones del principio, entendemos que el hecho de que nuestra cultura derive sustancialmente de la de ese mundo griego que nos gusta establecer como paradigma explica que poco a poco, tras haber llegado a la mitificación de la lógica o sea, a situar absurdamente a ésta en el lugar de la mítica , nos hayamos acostumbrado en esa actitud típica de las comunidades humanas, que se definen siempre frente a "los otros" a despreciar lo que no es nuestro, o sea a los que no entienden el mundo como nosotros lo hacemos. Desprecio que nos transporta a la incomprensión y, en consecuencia, incomprensión que nos lleva al empobrecimiento como seres humanos, por supresión de una biodiversidad mental que es consustancial con nuestra naturaleza. Tal vez sería preferible llegar a ser tan lógicos como para reconocer la necesidad vital de la mítica y tan humildes en la mítica como para dejar de pensar que somos la imagen y semejanza de Dios. Que nos conformásemos con ser humanos.
RELACIÓN DE OBRAS ALUDIDAS EN EL TEXTO:
- N. D. Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, Barcelona, 1971.
- M. Detienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Madrid, 1981 [París, 1967].
- E. Lledó, El surco del tiempo. Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria, Barcelona, 1992.
- B. Malinowski, Magia, ciencia y religión, Barcelona, 1993 [New York, 1948],
- E.R. Service, Los orígenes del Estado y de la civilización, Madrid, 1990.
- M.B. Sakellariou, The polís-state. Definition and origin, Atenas, 1989.
- F. de Polignac, La naissance de la cité grécque, París, 1984.
- T. S. Kuhn, La revolución copernicana, Barcelona, 1993 [Harvard, 1957].
- F. Sarda y Salvany, El liberalismo es pecado, Barcelona, 1884.
Genaro Chic García
Publicado en la revista Espacio y Tiempo, nº 9, 1995, pp. 105-112 .
VER A TRAVÉS DE ESTE ENLACE LA IMAGEN EXPLICATIVA
https://idus.us.es/bitstream/handle/11441/14510/file_1.pdf?sequence=1&isAllowed=y
Desde siempre, por lo que sabemos, todo grupo humano ha tendido a considerarse el centro del mundo y a estimar que la auténtica realidad es la suya. Ello unas veces puede deberse a la incomunicación como lo muestra en estos días [1994] la película "Rapa Nui" [Ombligo del Mundo] en relación con la chilena isla de Pascua y otras simplemente a la idea de autoafirmación frente a lo demás; pero de todos modos la creencia de que estamos en posesión de la Verdad (o mejor, de que estamos poseídos por ella) es siempre gratificante y consoladora. En consecuencia, quien no posee nuestro sistema de creencias no puede encontrarse en el camino de la verdad; ni siquiera en el camino de la realidad, pues ésta se confunde con aquella. Bien pensado, es muy posible que se encuentren ahí en esa radical creencia negativa de lo ajeno las bases de todo tipo de racismo, justificado en el pensamiento antiguo con la contraposición entre los hombres verdaderos, o sea "nosotros", y los extranjeros, los bárbaros, o sea "los otros".
No hay nada más poderoso en este mundo que una creencia. Cuando, en el ejercicio de mi profesión, les hago ver a mis alumnos que todos los dioses que aparecen en nuestras historias han existido, normalmente la acogida viene dada por una sonrisa condescendiente, porque o a) los dioses no han existido nunca; o b) sólo existe el Dios verdadero y no los falsos. Evidentemente, puesto que la historia es, como la matemática, un modo lógico de aproximación a la realidad, pero no la realidad misma, yo no les planteo problemas ontológicos que para mí son insolubles. Solamente les hago ver que todos ellos han actuado (y actúan) en las sociedades que han creído en ellos, y desde ese punto de vista desde luego hay que tomar en cuenta su existencia para estudiar las relaciones humanas. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, entender lo que pasa entre nosotros, si no diésemos por sentado el carácter verosímil del dinero, ese en el que todo el mundo se ve obligado a creer porque funciona, aunque nadie sepa definir su naturaleza exacta? Las formas de pensamiento supuestamente no religiosas, como vemos, también tienen sus dioses.
Necesitamos creer en algo, aunque ese algo no sea más que el producto natural de nuestra mente; de la misma forma que necesitamos comer o atender a nuestros apetitos sexuales, por ejemplo. En 1864 N. D. Fustel de Coulanges [1830-1889] publicaba por vez primera su trabajo sobre la Cité antique, hoy convertido en un clásico. Escribía en el mismo unas líneas que no tienen desperdicio y que no me resisto a reproducir: «Una creencia es la obra de nuestro espíritu, pero no somos libres para modificarla a nuestro gusto. Ella es nuestra creación, pero no lo sabemos. Es humana y la creemos un dios. Es el efecto de nuestro poder y es más fuerte que nosotros. Está en nosotros, no nos deja, nos habla en todos los momentos. Si nos ordena obedecer, obedecemos; si nos prescribe deberes, nos sometemos. El hombre puede domar a la Naturaleza, pero está esclavizado a su pensamiento». La creencia es imprescindible para vivir: no sólo de pan vive el hombre, sino también de sus creencias. Forma parte de su propia naturaleza.
Señalo todo esto porque entiendo que la tendencia a rechazar la creencia sistematizada compartida por un grupo distinto del nuestro es del todo natural, incluso vital. Las formaciones de pensamiento liberal como la nuestra no hacen sino encauzar esta lucha incruenta dentro de unos ciertos límites ya previamente establecidos como creencia propia, de la misma manera que se regulan los comportamientos en las batallas negando determinado tipo de armamentos o de trato a los prisioneros. Pero el enfrentamiento no se elimina: esa lucha a muerte es precisamente la razón de la vida. Y habrá vida mientras dure la lucha ideológica; luego vendrá la paz del cementerio.
Durante mucho tiempo la Humanidad toda se rigió de forma preponderante en sus relaciones sociales por un solo tipo de pensamiento, el que se basaba en la existencia de lo divino; y los enfrentamientos entre grupos se produjeron por la necesidad de afirmar como real la visión que cada uno manifestaba de ese Ser que se pretendía monopolizar en exclusiva. Porque siempre, en el fondo y como afirma el principal libro sagrado indio, el Rig Veda, "lo mortal ha hecho a lo inmortal" y el hombre en todo momento ha procurado crear a Dios como diría Jenófanes [c. 580-475 a.C.] a su imagen y semejanza, poniéndose a sí mismo como figura central. Ni siquiera la revolución copernicana, que borró la idea de centralidad de la Tierra en el Universo, ha podido con dicha creencia de la excelencia humana, de la visión antropocéntrica. Resulta de este modo patético observar cómo los seres humanos tienden a rechazar la creencia divina de antaño simplemente porque no les resulta consoladora cuando aparecen el dolor y la muerte; dolor y muerte de un humano que con toda probabilidad están dando satisfacción y vida a otros organismos vivos (virus, bacterias, depredadores...) de la misma manera que encontramos satisfacción y vida al comernos un cordero lechal o al acabar con las bacterias que nos han invadido de forma perturbadora. La creencia de que el hombre es el centro del Universo dificulta cualquier atisbo de comprensión, de la misma manera que la creencia en el carácter estático del mismo obligó a Einstein [1879-1955] a modificar innecesariamente la teoría de la relatividad general [1915]. La divinidad lo es siempre "de" los humanos, sin que solamos plantearnos qué piensan, por ejemplo, los macacos japoneses (con su conocida protocultura) respecto a este tema. Claro que la cuestión la solemos resolver dando por sentado que los otros animales los "de verdad" no piensan. Y nos quedamos tan tranquilos con nuestra creencia.
Esta forma de pensar, en la que se da por establecida una Verdad primaria que es la que impregna nuestra propia realidad, la solemos denominar mítica y en ella encuentra su marco natural la religión como actitud humana. Es, a todas luces, la forma de pensamiento más simple, porque es la más natural: el hombre, que se encuentra inmerso en un medio ambiente que le resulta más o menos hostil y en el que observa al mismo tiempo un orden indiscutible que el propio hombre no ha impuesto (fases de la luna, estaciones, etc.), es normal que intente controlarlo a través de una explicación que sitúe por encima de la Naturaleza (en la que él mismo se encuentra inserto) un ordenador sobre natural. Es por ello por lo que no se ha conocido nunca a ningún pueblo, sea cual sea su tipo de cultura, que haya sido en principio ateo: se necesita creer para existir, y no parece haber un sistema de creencias más primario que el de la existencia de lo sobrenatural ordenador.
Presumiblemente desde que las sociedades humanas han tenido un carácter estable a través del tiempo han sentido la necesidad de transmitirse las ideas que poco a poco se han ido formando acerca de su mundo y del orden, tanto externo como interno, que en él se halla. Esta transmisión se ha efectuado prioritariamente a través de la voz articulada, la palabra, que ha recorrido una y otra vez los surcos de la memoria para hacer comprensible la realidad a (y de) una comunidad que permanece estable como tal pese al paso de las generaciones. Esta palabra discursiva, que se extiende envolviendo la realidad, recibió entre los griegos el nombre de mythos y representaba, como supo ver M. Detienne [1935-2019], lo estable, "lo que no se olvida" (alethés) o, como diríamos hoy nosotros, "lo verdadero". Pero la verdad, en un pensamiento mítico que contempla la realidad tal cual es sin cortes no se opone claramente a la mentira como nosotros la entendemos con nuestro pensamiento racional. La verdad (alétheia) es más bien lo definido, aquello que participa más ampliamente de la realidad, del Ser, y se opone a lo indefinido de la misma forma que lo sagrado se opone a lo profano (que no es sino la difuminación de lo sagrado, aquello en que predomina lo caótico sobre el orden cósmico establecido por lo sobrenatural en un punto). Por ello, porque está confiado a la memoria natural, el pensamiento mítico, el que explica la realidad de una forma globalizadora y orgánica, tiene un carácter dinámico, dramático, que implica la acción continua. Y porque representa lo verdadero, lo definido, lo que está alejado de las caóticas brumas del olvido (lethe), el mito tiene carácter ejemplar, recordando al hombre las acciones memorables de los dioses o los antepasados que han establecido el mundo y con él el tiempo para siempre.
No es muy difícil deducir que, en un sistema de pensamiento de este tipo, es Dios quien establece el orden que rige la Naturaleza, la suprema ley que rige el mundo; y como el hombre forma parte indisoluble de esa Naturaleza, no puede escapar de esa ley natural que le atenaza como a todos los seres. Puesto que la verdad está establecida desde un principio, el hombre la recibe como una fe y no necesita buscarla; sólo tiene que interpretar los signos divinos y obedecer, procurando poner su vida de acuerdo con los poderes sobrenaturales a través del rito.
La sociedad humana, como parte de la Naturaleza que es, se verá regida necesariamente por preceptos que tienen su origen en la divinidad y que se sustentan en la costumbre heredada de los antepasados, quienes a su vez han recibido la inspiración de los dioses. Esa misma inspiración será la que justifique la actuación de los jefes y, si con la complejización de la sociedad y el surgimiento del Estado [el poder existe con independencia de quien lo ejerza], éstos llegan a tener poder, dicho poder será representación del poder absoluto de la divinidad que rige la comunidad y por cuya gracia el jefe gobierna. Y puesto que la divinidad es la auténtica propietaria del sagrado territorio de la patria, es lógico que la economía esté igualmente unificada y centralizada, de forma que se puede hablar de un cierto socialismo teocrático como propio de los pueblos que se rigen de forma predominante por un sistema de pensamiento de tipo mítico.
Pero ese pensamiento ecomítico (que no ecológico) que tiende a preservar el orden impuesto a la Naturaleza de la que él forma parte, no lo olvidemos por miedo a irritar a quienes lo establecieron, no ha privado al hombre, como posiblemente tampoco a otros animales, de "hacer sus cuentas" para sacar el máximo provecho de su ecosistema. Ello le obliga, por poco elaborada que sea la fórmula, a descomponer metodológicamente la realidad -que es única- para conceptualizarla como un grupo de unidades diferentes que se pueden contraponer para su análisis. Es más, como repetidamente se ha dicho, en todo mito hay razón, hay una ratio, un logos, una "cuenta" en suma (que es lo que ambos términos, latino y griego respectivamente, significan). Logos es desde luego también el nombre de "la palabra", lo mismo que mythos, pero a diferencia de ésta, el logos es la palabra que fija, la que define y permite el contraste. Se encuentra en íntima relación radical con el verbo lego, que significa tanto "decir", "designar", "nombrar con claridad", "significar", como "reunir", "contar", "enumerar"; pero, lo que resulta más interesante frente a la palabra de acción del mythos, significa también "recostarse", "permanecer inactivo". Por ello no nos parece nada raro que el sistema de pensamiento que llamamos "lógico" o "racional" se encuentre en íntima relación con los sistemas nemotécnicos, o sea con la escritura (de números o de palabras), cosa que altera la antigua contraposición entre memoria y olvido como ha señalado E. Lledó y en consecuencia también el concepto de lo verdadero, que gana una radicalidad frente a lo falso ausente en la concepción mítica. Si en dicho sistema de pensamiento lo que contaba era lo cualitativo, en este otro importa más lo cuantitativo, de tal forma que una unidad se contrapondrá a otra del mismo tipo, sin que importe demasiado en principio, por ejemplo, si un metro se mide en un templo o en una cuadra.
Y digo "en principio" porque la escritura ha surgido siempre ligada a complejas sociedades organizadas de una forma mítica, de arriba (Dios) hacia abajo (hombre), con un claro predominio de las formas religiosas marcando el ritmo de la vida cotidiana. La escritura, como la lógica, estará en principio al servicio de las estructuras míticas, en las que encuentran su razón de ser y de desarrollo. Los mitos se fijarán por escrito y se convertirán en literatura sagrada custodiada por un grupo o casta sacerdotal, y los dogmas, antes confiados a la memoria colectiva, como señala B. Malinowski, pasarán a tener una fijeza de la que antes carecían al tiempo que se convierten en una garantía de la conservación del poder estatal (un refuerzo, que diría E. R. Service). De todas formas, y aunque no se pretenda, el pensamiento "que hace cuentas", o sea el racional o lógico, se va contraponiendo tímida y lentamente al pensamiento "comprehensivo" o mítico y alterando su estructura.
Las circunstancias históricas del devenir humano harán luego que el mundo griego, muy atrasado y pobre pero en contacto con otro rico y desarrollado intelectualmente (hasta el extremo de que había simplificado la escritura logrando fijar los elementos fonéticos puros, lo que la hacía fácil de aprender), potencie el sistema de vida lógico.
El hecho de que los piratas comerciantes griegos, que actúan con mucha frecuencia por cuenta propia buscando el prestigio en el marco de unas comunidades que no iban más allá de lo que podríamos denominar "jefaturas", encuentren fácil fijar los datos relativos a sus tráficos con un sistema alfabético de pocos signos tomado del Próximo Oriente, implica que la escritura se difunda "desde abajo" en el proceso constitutivo de sus poleis (a las que indebidamente denominamos "ciudades estado"); proceso que entendemos que ha sido estudiado de forma convincente por M.B. Sakellariou en el plano socio político militar y por F. de Polignac en el religioso (siglos IX VI a.C.). De esta manera nos encontraremos por vez primera con que los datos se van a fijar a nivel de individuos sin tener que esperar a que una economía coordinada por un templo palacio haga posible la aparición del especialista en la tarea, en un principio complicada, de fijar los conceptos (o sea, del escriba).
El mundo de los hombres comenzará así, por vez primera, a ser entendido desde abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo, sin que ello implique, en ningún momento, la desaparición del pensamiento mítico originario de las primitivas comunidades, que, por el contrario, tiende a contar con un nuevo marco u horizonte mental de referencia (el ya citado de la polis). Se trata, como en el caso opuesto, de una cuestión de grados en el uso de uno u otro sistema de pensamiento (el mítico o el lógico), pues hasta el momento presente ninguno de los dos se ha dado de forma pura. El proceso que lleva a este notable avance del pensamiento lógico en el mundo griego que no olvidemos que extiende su acción a toda la cuenca del Mediterráneo es complejo (se le ha llamado "el milagro griego") y no es este el momento de describirlo, pero en esencia podemos decir que fue ese.
Este sistema, que tiende a descomponer la realidad en una serie de conceptos cuyo proceso de abstracción, ligado al desarrollo de la escritura, tan bien ha sido estudiado recientemente por E. Lledó muestra, por supuesto, unas características propias que podríamos considerar inversas a las del pensamiento mítico.
Partiendo de que el hombre separa artificial y metodológicamente los elementos individuales de la Naturaleza, fijándolos para su análisis mediante contraste, desde abajo hacia arriba, la Verdad como principio está ausente del sistema (como lo entendieron los sofistas); aunque los filósofos y/o científicos tendieran, más flexiblemente, a considerarla como un objeto de búsqueda continua a través del análisis lógico o racional, en una contraposición verdadero/falso que no se encuentra con la misma nitidez en el pensamiento mítico, como hemos señalado antes.
En este marco desacralizado la ley social se presenta, en principio, como algo humano, susceptible de ser cambiado de acuerdo con los intereses del grupo. Y en éste el fenómeno de la jefatura sólo puede surgir por contraste de opiniones individuales y consiguiente contrato social; de ahí que podamos decir que la democracia es la forma política propia del sistema de pensamiento lógico. Por la misma razón que en la política, la economía ha de basarse en el contraste de intereses individuales para la satisfacción de las necesidades, lo que nos lleva a considerar como forma económica más apropiada de este sistema lógico el liberalismo de mercado.
Como hemos señalado, los dos sistemas de pensamiento son propios de la mente humana (productos naturales, los podríamos denominar) y entendemos que siempre se han dado juntos aunque su rango y subordinación mutua hayan sido diferentes según las épocas, civilizaciones y circunstancias. Históricamente el predominio ha correspondido la mayoría de las veces a la forma mítica del pensamiento, que se ha mostrado dominante salvo en las breves épocas de democracia radical griega y sobre todo, en el caso europeo, a partir del triunfo de las ideas ilustradas en los siglos XVIII y XIX, agudizándose el enfrentamiento entre ambos sistemas a partir de entonces. Con anterioridad se había ido pasando de la actitud de desprecio hacia la ciencia que acompaña a la sacralización del Estado (muy perceptible a partir del siglo II en Roma y triunfante con posterioridad con el cristianismo como religión propia del mismo), a un periodo de relativo equilibrio entre ambos sistemas de pensamiento.
Este equilibrio partía, como señala T. S. Kuhn, de la postura condescendiente hacia la ciencia de una Iglesia que se sentía segura en el dominio de las sociedades europeas a comienzos del segundo milenio, dando así paso a una escolástica (aplicación del ocio al estudio) de base religiosa que se avenía bien con las nuevas mentalidades burguesas que empezaban a aflorar.
Pero el avance de las ideas lógicas en Europa a partir de ese marco religioso habría de despertar un nuevo periodo de hostilidad desde la Iglesia hacia todos aquellos que no se conformaban con la Verdad revelada y el ejercicio de su exégesis o interpretación. La condena de Galileo en 1633, por corroborar el sistema copernicano de movimiento y excentricidad de la Tierra, ha quedado como símbolo de la ruptura de la convivencia más o menos pacífica entre el mythos y el logos en nuestras sociedades occidentales y como punto de arranque de una tendencia progresiva a valorar en más el pensamiento basado en la razón que el basado en la fe. Esa tendencia se mantiene en la actualidad, con períodos en los que la Iglesia católica la de más influencia en Europa occidental parece ceder a las presiones del racionalismo (desde 1782 es lícito leer la Biblia en lengua vulgar; en 1822 se autoriza la impresión de libros que hacen referencia al movimiento terrestre), y otros en que reacciona con más o menos vehemencia contra las tendencias liberales que tanto daño hacen con su laicismo al sistema religioso. Es interesante en este sentido ver que, tras una condena del liberalismo como la de F. Sardá y Salvany [1884], se pasa no obstante a la formación de partidos democratacristianos, lo que supone entrar en el juego, evolucionando hacia fórmulas progresivamente capitalistas, para terminar en la renovada desconfianza hacia tal sistema manifestada por Juan Pablo II [1920-2505] en un momento en que el fundamentalismo liberal muestra su mayor agresividad tras la caída [1989] del régimen soviético de la U.R.S.S. (que la Iglesia ayudó positivamente a derribar).
Por ello no tiene nada de particular que, aunque el catolicismo tiene sus organismos rectores en Europa occidental, el centro de gravedad de la Iglesia católica se vaya desplazando progresivamente hacia un eje afro latinoamericano y que sus posturas se vayan identificando también de forma cada vez más clara con el bloque de países antes denominados tercermundistas y hoy bloque Sur. La reciente Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo que la ONU ha celebrado en El Cairo [1994] puede ser un claro exponente de cuanto decimos.
Completando el círculo de este brevísimo ensayo y volviendo, por tanto, a las consideraciones del principio, entendemos que el hecho de que nuestra cultura derive sustancialmente de la de ese mundo griego que nos gusta establecer como paradigma explica que poco a poco, tras haber llegado a la mitificación de la lógica o sea, a situar absurdamente a ésta en el lugar de la mítica , nos hayamos acostumbrado en esa actitud típica de las comunidades humanas, que se definen siempre frente a "los otros" a despreciar lo que no es nuestro, o sea a los que no entienden el mundo como nosotros lo hacemos. Desprecio que nos transporta a la incomprensión y, en consecuencia, incomprensión que nos lleva al empobrecimiento como seres humanos, por supresión de una biodiversidad mental que es consustancial con nuestra naturaleza. Tal vez sería preferible llegar a ser tan lógicos como para reconocer la necesidad vital de la mítica y tan humildes en la mítica como para dejar de pensar que somos la imagen y semejanza de Dios. Que nos conformásemos con ser humanos.
RELACIÓN DE OBRAS ALUDIDAS EN EL TEXTO:
- N. D. Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, Barcelona, 1971.
- M. Detienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Madrid, 1981 [París, 1967].
- E. Lledó, El surco del tiempo. Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria, Barcelona, 1992.
- B. Malinowski, Magia, ciencia y religión, Barcelona, 1993 [New York, 1948],
- E.R. Service, Los orígenes del Estado y de la civilización, Madrid, 1990.
- M.B. Sakellariou, The polís-state. Definition and origin, Atenas, 1989.
- F. de Polignac, La naissance de la cité grécque, París, 1984.
- T. S. Kuhn, La revolución copernicana, Barcelona, 1993 [Harvard, 1957].
- F. Sarda y Salvany, El liberalismo es pecado, Barcelona, 1884.
Genaro Chic García
Publicado en la revista Espacio y Tiempo, nº 9, 1995, pp. 105-112 .
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