¿QUÉ ES HISTORIAR?
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¿QUÉ ES HISTORIAR?
¿Qué es historiar?
Que la Historia es un hecho cultural parece que está fuera de toda duda. O sea que se trata de una información transmitida por aprendizaje social, distinta por tanto de la que se adquiere por transmisión genética (que a su vez se irá viendo modificada por la cultura, y viceversa). Es por consiguiente un conjunto de creencias aceptadas de forma racional, voluntaria y explícita, por encima de aquellas que son subyacentes y que aún no se han puesto en cuestión (Mosterín, 2009).
Consiste fundamentalmente en la represión y encauzamiento de las potencialidades naturales instintivas de los individuos, realizada desde una perspectiva social. Implica por ello una objetivación teórica de nuestra percepción de la realidad y presupone la existencia de una memoria en los distintos miembros que la comparten. Cuanto más complejo es un cerebro, más posibilidades tiene de desarrollar cultura, de ahí que el humano sea considerado como el más cultural de los animales, en cuanto que parece ser el más capacitado para desarrollar una racionalidad teórica. Cuanto mayor es el cuerpo teórico que se ha desarrollado y, proporcionalmente, más limitado el campo de la racionalidad práctica simple aplicada, se dice que el grado de una cultura es mayor, aunque siempre teniendo en cuenta que la teoría sin práctica no vale para nada.
El carácter básico de la memoria se muestra con absoluta claridad en el estudio histórico, hasta el extremo de que con frecuencia se confunden. De hecho el común de la población tiene la idea de que historiar es simplemente trazar un discurso coherente de los datos recogidos en una memoria real o recompuesta en base a los retazos documentales conservados, normalmente referidos a comunidades nacionales concretos y puestos en relación a veces con los de otras comunidades (Bermejo, 2002). La evolución de éstas comunidades (basadas en el sentimiento de pertenencia) hacia estados (fundamentados en contratos racionalmente establecidos, aunque sea sobre bases irracionales) tiende a desarrollar el principio de racionalidad en la contemplación de ese pasado común, aunque es bastante raro aún que se analice a la luz de unos principios teóricos universales, lo cual se va haciendo posible con el desarrollo de los medios globalizadores de comunicación. Estos han permitido el desarrollo de la transmisión oral, más inmediata y menos elaborada y objetiva que la escrita (Bermejo, 2005), recuperando la diferencia de desarrollo –y consideración positiva- que se había producido con el racionalismo moderno. El mejor conocimiento del cerebro, gracias a la tecnología informática, ha ayudado en este sentido al mostrar el carácter básico de la inteligencia emocional –que nos permite desarrollar creencias-, sobre la que trabaja la racional (una idea es una creencia razonada); podemos hoy sostener por ello que no hay corte entre las dos inteligencias, que se apoyan y ayudan a desarrollarse mutuamente.
Cuando un sector comunitario, y a veces toda una comunidad tras él, adquiere un desarrollo cultural, o sea de racionalidad consciente, superior a los demás, tiende a considerarse a sí mismo como más culto, más racional, y a desdeñar a los que tienen creencias menos elaboradas. Es lo que veremos por ejemplo en el siglo VI a.C. y que nos recuerda el griego Anacreonte (frag. 16) cuando llama mythitai (o seguidores de mitos) a los que se sublevan contra la modernidad de un tirano. Y lo seguiremos viendo en los siglos siguientes, como señala P. Veyne, (1991): “desde el nacimiento de la filosofía y desde la época de Isócrates [436-338 a.C.], «ser culto» quería decir «no pensar como el pueblo»; la cultura, ese privilegio, se suma a los privilegios de la riqueza y del poder”. El logos, la cuenta o razón (ratio), se irá oponiendo progresivamente al relato o cuento del mythos despreciándolo por su falta de concreción, al ir precisando las diferencias por oposición analítica. Ni que decir tiene que sucesivos avances en esa racionalidad irán dejando anticuados los modelos anteriores y se tenderá igualmente a ir despreciándolos. Sólo el orgullo del descubridor de las contradicciones racionales de un mito le impedirá percibir que en realidad lo único que ha logrado con su buscado perfeccionamiento (perficere es llevar a término, concluir) es dar paso a una forma de mito más elaborada (Bermejo, 1995).
En realidad, más que seres racionales podríamos decir, en base a ello, que somos fundamentalmente míticos. Y por supuesto desiguales. Sobre esas bases míticas será por tanto donde el investigador, que establece un marco espacial y temporal (diacrónico) más objetivo, contrastando datos previamente fijados en el mismo, podrá ofrecer su visión a la comunidad de un pasado más despersonalizado y, por consiguiente, más fácil de aceptar más allá de los limitados confines de una comunidad cultural concreta. A la manera de un juez instructor, el historiador confrontará los testimonios y dejará la cuestión planteada y lista para una sentencia popular (no por casualidad la palabra historia, investigación, procede del ámbito judicial, preguntando no sólo el "qué", sino también "quién", "cómo", "cuando", "dónde", "por qué" y "para qué"). Y la tentación a influir indirectamente en la misma estará siempre presente.
Surgirá así la verdad histórica, fijada tras la confrontación de documentos que, como tales, son objetos y permiten por tanto una verdad más objetiva que la que sólo está basada en la memoria -continuamente cambiante y adaptable- de la gente que sólo la transmite de forma oral. En ésta lo cualitativo es fundamental: es verdad lo que es tan impresionante que no se olvida (alethés en griego). La transmisión oral es holística, de ahí que la introducción de la escritura significa una nueva percepción de la realidad (visual y por ende lógica: sólo se ve en una dirección, siempre hay un antes y un después, un antecedente y un consecuente). Porque si el habla articulada había permitido el gran avance de la abstracción, aunque fuese de forma difusa, el desarrollo del habla escrita habría de llevar a la abstracción concreta. El documento (literario, arqueológico, figurativo, etc.), reliquia del pasado, será sometido ahora al escrutinio racional, mediante confrontación con otros, y permitirá el establecimiento de una verdad más estable, más “objetiva”. Al fijar el concepto permite la configuración de una nueva realidad, antes desconocida: liga el concepto previo a una experiencia nueva de la realidad (o viceversa), con lo cual permite la formación de un nuevo concepto. Con su nueva objetividad se podrá convertir en un ejemplo que trasciende los límites de una comunidad y permite su aplicación en un medio en el que la relación entre los individuos no tiene por qué ser directa, personal, como puede ser un estado (nacional o no). Su validez no habrá que buscarla ya en el prestigio de quien la enuncia, sino en el mercado impersonal de las opiniones, que buscará la que objetivamente le parezca mejor. Al menos en teoría.
Es pues una verdad cultural, hecha como toda cultura para dar seguridad al hombre entre sus barrotes (Nietzsche, 2000). De ahí que el mayor conocimiento que hoy tenemos del cerebro vaya permitiendo el planteamiento de una ética más racional (neuroética), más científica (Evers, 2010), pero nada nos dice que sea definitiva, perfecta, entre otras causa porque nuestro conocimiento del universo es mínimo y la globalización es siempre limitada, por infinita que se pretenda.
G. CHIC GARCÍA, Historia de Europa (ss. X a.C.- V d.C.), Universidad de Sevilla, 2014. Introducción, pp. 43-46.
Autores citados:
Bermejo Barrera, J.C., 1995: "Las tramas de la verdad: consideraciones sobre la enseñanza de la Historia", Antigüedad y Cristianismo, XII, pp. 503-517.
Bermejo Barrera, J.C.,, 2002, "Sobre el buen uso de los monumentos arqueológicos", Gerión, 20, pp. 11-32.
Evers, K., 2010: Neuroética. Cuando la materia se despierta, Katz Editores, Madrid.
Mosterín, J, 2009: La cultura humana, Espasa-Calpe, Madrid.
Nietzsche, F., 2000 [1873]: Sobre mentira y verdad en sentido extramoral, Ed. Diálogo, Valencia.
Veyne, P., 1991: "El Imperio Romano", en Ph. Ariès y G. Duby, Historia de la vida privada. Imperio Romano y Antigüedad Tardía, Ed. Aguilar, Buenos Aires, pp. 19-228
Que la Historia es un hecho cultural parece que está fuera de toda duda. O sea que se trata de una información transmitida por aprendizaje social, distinta por tanto de la que se adquiere por transmisión genética (que a su vez se irá viendo modificada por la cultura, y viceversa). Es por consiguiente un conjunto de creencias aceptadas de forma racional, voluntaria y explícita, por encima de aquellas que son subyacentes y que aún no se han puesto en cuestión (Mosterín, 2009).
Consiste fundamentalmente en la represión y encauzamiento de las potencialidades naturales instintivas de los individuos, realizada desde una perspectiva social. Implica por ello una objetivación teórica de nuestra percepción de la realidad y presupone la existencia de una memoria en los distintos miembros que la comparten. Cuanto más complejo es un cerebro, más posibilidades tiene de desarrollar cultura, de ahí que el humano sea considerado como el más cultural de los animales, en cuanto que parece ser el más capacitado para desarrollar una racionalidad teórica. Cuanto mayor es el cuerpo teórico que se ha desarrollado y, proporcionalmente, más limitado el campo de la racionalidad práctica simple aplicada, se dice que el grado de una cultura es mayor, aunque siempre teniendo en cuenta que la teoría sin práctica no vale para nada.
El carácter básico de la memoria se muestra con absoluta claridad en el estudio histórico, hasta el extremo de que con frecuencia se confunden. De hecho el común de la población tiene la idea de que historiar es simplemente trazar un discurso coherente de los datos recogidos en una memoria real o recompuesta en base a los retazos documentales conservados, normalmente referidos a comunidades nacionales concretos y puestos en relación a veces con los de otras comunidades (Bermejo, 2002). La evolución de éstas comunidades (basadas en el sentimiento de pertenencia) hacia estados (fundamentados en contratos racionalmente establecidos, aunque sea sobre bases irracionales) tiende a desarrollar el principio de racionalidad en la contemplación de ese pasado común, aunque es bastante raro aún que se analice a la luz de unos principios teóricos universales, lo cual se va haciendo posible con el desarrollo de los medios globalizadores de comunicación. Estos han permitido el desarrollo de la transmisión oral, más inmediata y menos elaborada y objetiva que la escrita (Bermejo, 2005), recuperando la diferencia de desarrollo –y consideración positiva- que se había producido con el racionalismo moderno. El mejor conocimiento del cerebro, gracias a la tecnología informática, ha ayudado en este sentido al mostrar el carácter básico de la inteligencia emocional –que nos permite desarrollar creencias-, sobre la que trabaja la racional (una idea es una creencia razonada); podemos hoy sostener por ello que no hay corte entre las dos inteligencias, que se apoyan y ayudan a desarrollarse mutuamente.
Cuando un sector comunitario, y a veces toda una comunidad tras él, adquiere un desarrollo cultural, o sea de racionalidad consciente, superior a los demás, tiende a considerarse a sí mismo como más culto, más racional, y a desdeñar a los que tienen creencias menos elaboradas. Es lo que veremos por ejemplo en el siglo VI a.C. y que nos recuerda el griego Anacreonte (frag. 16) cuando llama mythitai (o seguidores de mitos) a los que se sublevan contra la modernidad de un tirano. Y lo seguiremos viendo en los siglos siguientes, como señala P. Veyne, (1991): “desde el nacimiento de la filosofía y desde la época de Isócrates [436-338 a.C.], «ser culto» quería decir «no pensar como el pueblo»; la cultura, ese privilegio, se suma a los privilegios de la riqueza y del poder”. El logos, la cuenta o razón (ratio), se irá oponiendo progresivamente al relato o cuento del mythos despreciándolo por su falta de concreción, al ir precisando las diferencias por oposición analítica. Ni que decir tiene que sucesivos avances en esa racionalidad irán dejando anticuados los modelos anteriores y se tenderá igualmente a ir despreciándolos. Sólo el orgullo del descubridor de las contradicciones racionales de un mito le impedirá percibir que en realidad lo único que ha logrado con su buscado perfeccionamiento (perficere es llevar a término, concluir) es dar paso a una forma de mito más elaborada (Bermejo, 1995).
En realidad, más que seres racionales podríamos decir, en base a ello, que somos fundamentalmente míticos. Y por supuesto desiguales. Sobre esas bases míticas será por tanto donde el investigador, que establece un marco espacial y temporal (diacrónico) más objetivo, contrastando datos previamente fijados en el mismo, podrá ofrecer su visión a la comunidad de un pasado más despersonalizado y, por consiguiente, más fácil de aceptar más allá de los limitados confines de una comunidad cultural concreta. A la manera de un juez instructor, el historiador confrontará los testimonios y dejará la cuestión planteada y lista para una sentencia popular (no por casualidad la palabra historia, investigación, procede del ámbito judicial, preguntando no sólo el "qué", sino también "quién", "cómo", "cuando", "dónde", "por qué" y "para qué"). Y la tentación a influir indirectamente en la misma estará siempre presente.
Surgirá así la verdad histórica, fijada tras la confrontación de documentos que, como tales, son objetos y permiten por tanto una verdad más objetiva que la que sólo está basada en la memoria -continuamente cambiante y adaptable- de la gente que sólo la transmite de forma oral. En ésta lo cualitativo es fundamental: es verdad lo que es tan impresionante que no se olvida (alethés en griego). La transmisión oral es holística, de ahí que la introducción de la escritura significa una nueva percepción de la realidad (visual y por ende lógica: sólo se ve en una dirección, siempre hay un antes y un después, un antecedente y un consecuente). Porque si el habla articulada había permitido el gran avance de la abstracción, aunque fuese de forma difusa, el desarrollo del habla escrita habría de llevar a la abstracción concreta. El documento (literario, arqueológico, figurativo, etc.), reliquia del pasado, será sometido ahora al escrutinio racional, mediante confrontación con otros, y permitirá el establecimiento de una verdad más estable, más “objetiva”. Al fijar el concepto permite la configuración de una nueva realidad, antes desconocida: liga el concepto previo a una experiencia nueva de la realidad (o viceversa), con lo cual permite la formación de un nuevo concepto. Con su nueva objetividad se podrá convertir en un ejemplo que trasciende los límites de una comunidad y permite su aplicación en un medio en el que la relación entre los individuos no tiene por qué ser directa, personal, como puede ser un estado (nacional o no). Su validez no habrá que buscarla ya en el prestigio de quien la enuncia, sino en el mercado impersonal de las opiniones, que buscará la que objetivamente le parezca mejor. Al menos en teoría.
Es pues una verdad cultural, hecha como toda cultura para dar seguridad al hombre entre sus barrotes (Nietzsche, 2000). De ahí que el mayor conocimiento que hoy tenemos del cerebro vaya permitiendo el planteamiento de una ética más racional (neuroética), más científica (Evers, 2010), pero nada nos dice que sea definitiva, perfecta, entre otras causa porque nuestro conocimiento del universo es mínimo y la globalización es siempre limitada, por infinita que se pretenda.
G. CHIC GARCÍA, Historia de Europa (ss. X a.C.- V d.C.), Universidad de Sevilla, 2014. Introducción, pp. 43-46.
Autores citados:
Bermejo Barrera, J.C., 1995: "Las tramas de la verdad: consideraciones sobre la enseñanza de la Historia", Antigüedad y Cristianismo, XII, pp. 503-517.
Bermejo Barrera, J.C.,, 2002, "Sobre el buen uso de los monumentos arqueológicos", Gerión, 20, pp. 11-32.
Evers, K., 2010: Neuroética. Cuando la materia se despierta, Katz Editores, Madrid.
Mosterín, J, 2009: La cultura humana, Espasa-Calpe, Madrid.
Nietzsche, F., 2000 [1873]: Sobre mentira y verdad en sentido extramoral, Ed. Diálogo, Valencia.
Veyne, P., 1991: "El Imperio Romano", en Ph. Ariès y G. Duby, Historia de la vida privada. Imperio Romano y Antigüedad Tardía, Ed. Aguilar, Buenos Aires, pp. 19-228
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