La escritura y los ritos
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La escritura y los ritos
La escritura y los ritos
En 2008 me contaba Enrique García Vargas una experiencia tenida cuando realizaba un trabajo de campo en Perú:
La ciudad de Ayabaca es la capital de la provincia peruana del mismo nombre, fronteriza con Ecuador y perteneciente al distrito norteño de Piura. Con poco más que 3.000 habitantes (aunque la provincia supera las 30.000 almas), Ayabaca no es realmente una ciudad sino más bien un pueblo grande ubicado en las primeras estribaciones de los Andes, situado a 2.700 m. de altura y comunicado con la costa sólo en la estación seca (junio a diciembre), porque en la de las lluvias las carreteras de tierra y piedras que la unen a Paimas, donde comienza el asfalto, a las provincias serranas limítrofes de Morropón y Huancabamba o al Ecuador, son sencillamente, impracticables. Pero Ayabaca tuvo mejores tiempos como ciudad. Antes de la reforma agraria del general Velasco Alvarado (1969) había clubes sociales de hacendados y artesanos y hasta bailes con banda de música. La reforma provocó la emigración de las elites. Sólo quedaron los campesinos con tierras y sin fondos ni capacitación. Ayabaca se ruralizó. Con sus viejas casonas de adobes y quincha [trama de junco] en ruinas, su chanchos (cochinos) y sus gallinas corriendo por doquier y su población campesina venida de Frías, de Yanchalá, de El Toldo, de Socchabamba, de Ambasal…, Ayabaca se me antoja una ciudad del Bajo Imperio.
Es esta ruralización, esta “campesinización” de la ciudad la que explica en parte lo que nos sucedió a un colega antropólogo y a mí un día de septiembre en que visitamos acompañados por amigos peruanos la casa de un maestro de primaria de la localidad. Nuestro maestro (M.A.) vivía en una casa modesta de adobe con dos pisos en las afueras de Ayabaca. Además de maestro, era un músico notable, autor de marineras y otros aires serranos de calidad estimable, y un intérprete reconocido. Pero aquella tarde, habíamos ido a visitarlo por su vinculación con una hermandad de Ayabaca, lo que lo había hecho depositario de dos objetos mágicos: un libro antiguo “forrado de piel de perro” y una botella que predecía el tiempo (un saquito que predecía la cosecha del año había desaparecido hacía tiempo). Antes, los hermanos de las cofradía sólo dejaban consultar el libro un día al año –creo que el 23 de noviembre-, pero M.A. los había convencido para que lo permitieran el libre acceso a sus páginas todos los días e incluso quería que alguien lo transcribiese, porque se estaba deteriorando notablemente. Cuando tuve entre mis manos el libro mágico, aparte de sentir algún reparillo por lo de la piel de perro, leí, sin gran dificultad las primeras líneas, y las siguientes. Se trataba del libro de cuentas de la hermandad que fue abierto en 1751 por el mayordomo de la cofradía y continuado hasta finales de la centuria por sus sucesores en el cargo. Lo que el libro contenía eran exclusivamente las cuentas de la hermandad, con entradas y salidas primorosamente anotadas en pesos de plata, y con los gastos y colectas extraordinarias y ordinarias, peso a peso. Nada más. Estaba atónito. ¿qué clase de mecanismo podía convertir un libro de mayordomía en un talismán sacralizado? Repasando mis conocimientos librescos encontré a Weber y a Laum y sus ideas de desacralización de lo sagrado. Pero nadie había tratado sobre lo que ahora teníamos delante los visitantes de la casa de M.A.: la sacralización de lo profano por el poder mágico de la escritura. Nuestra sorpresa no había terminado aún. Junto al libro había una botella negra, cuadrada y sellada por un forro de plata lacrado con una moneda de peso – o de sol- que ya no se podía leer. A todas luces parecía ser una botella de coñac. Pero M.A. nos informó de que se trataba de una botella mágica cuyo contenido era desconocido y que había servido durante años para predecir el tiempo. Él no había sido instruido, pero los chamanes cercanos podían leer en la botella si la próxima temporada de lluvias sería propicia o si habría heladas. De hecho, nos hizo notar, que, a pesar del cuidado con que la había transportado, la botella presentaba una pequeña orla espumosa sobre el nivel del líquido, líquido que, por lo demás, comentaba que se dilataba o contraía en función de la predicción del tiempo en torno a una muesca mágica situada en la pared del recipiente ¿?
Hasta aquí su relato y lo que sigue es lo que me sugirió:
Mi maestro, el Profesor Presedo, que era egiptólogo, decía que cuando no se entendía el sistema de escritura jeroglífico se pensaba que era algo así como la escritura de los dioses. Después de todo “hieró-glyphos” significa “inscripción sagrada”. Pero que después se descifró y resultó que hablaba de cosas normales y corrientes en la mayor parte de los casos. El misterio que encerraba no se había roto del todo, pero había quedado devaluado.
No parece nada absurdo que se monte un mito para explicar lo que no se entiende. Al fin y al cabo el mito pretende precisamente eso: explicar la realidad, aunque no sea fijando sus elementos por separado sino todos al mismo tiempo, con lo cual no tiene la precisión de un relato lógico pero normalmente gana en matices.
La escritura tiene una de las características del rito o acción sagrada: la de fijar un momento de la realidad, en este caso dando persistencia a la voz, cuyo control pasa del oído a la vista. Pierde así flexibilidad, pero gana en precisión. Por eso se suele ligar la escritura al desarrollo del pensamiento lógico o racional. El problema es que la fijeza de los ritos, su carácter casi inalterable, hace que a la larga la gente que los practica pierda su sentido originario y ya no sepa por qué se venían haciendo. Al principio eso no era necesario: el rito, el actuar de determinada manera al ir a cortar un árbol por ejemplo (para manifestar que no se quiere romper el orden natural impuesto por los seres superiores) simplemente era un gesto, que no necesitaba mayor explicación. Luego, cuando ese gesto ya ha perdido su sentido, porque, siguiendo el ejemplo, ya no se entiende como peligroso el hecho de cortar un árbol (o sacar minerales de una mina, etc.), el rito se sigue haciendo aunque no tenga sentido en el fondo para quien lo realiza, simplemente guiado por el peso de la tradición (“traditio” o “entrega” de formas de actuar de generación en generación).
Tengo la experiencia de haber actuado como “riticida”, en la línea señalada por Enrique para el antropólogo con su afán racionalizador. Hace años acompañaba a mi cuñado, buen matarife, mientras se disponía a sacrificar un cerdo, en una huerta junto al Genil, a unos 12 km de Écija (Sevilla). Es bien conocido que la matanza doméstica tiene todo un ritual, pero no sabía yo hasta qué punto el mismo podía ser tradicional. Es el caso que, mientras sujetaba con otros al cochino sobre el banco para que Pepe pudiera degollarlo (pues el cerdo se suele comer muerto), observé que antes de darle la cuchillada mi cuñado cogía unos pelos de la frente del animal, los cortaba con el cuchillo y los arrojaba al fuego. Me quedé atónito: estaba asistiendo a un rito milenario de ofrenda de las primicias a la divinidad antes de proceder al reparto de los despojos entre los asistentes. Bien es sabido que los sacrificios sangriento eran auténticas barbacoas de las que se hacía partícipes a las divinidades ofreciéndoles algo incorruptible como ellas, como era el humo, a ser posible oloroso. Pues bien, cuando le pregunté por qué lo había hecho, de entrada no sabía que es lo que le preguntaba, pues él no lo había realizado de forma premeditada (no había ningún mito tras el rito realizado). Luego, cuando se lo hice ver me dijo que era una cosa que se hacía, que lo había hecho su padre y este lo había aprendido del suyo. Cuando insistí en preguntar el porqué me dijo que seguramente porque traía buena suerte. Y cuando se lo explique pensó en voz alta que aquello no tenía sentido y la verdad es que no lo he vuelto a ver haciéndolo. Había matado un rito, me había convertido en un “riticida”, sin que por ello la carne del cerdo haya ganado en sabor (ni lo haya perdido tampoco, por supuesto).
Dado el ambiente cultural en que nos movemos los humanos, los ritos son el signo de anclaje con el “pasado” animal, una manera de decirle a la madre Naturaleza que nuestra “desnaturalización” es sólo provisional. Algo que está claro cuando se trata de sociedades que viven en contacto íntimo con ella. Luego ya se van ritualizando las propias relaciones humanas, para darle sentido de estabilidad a las acciones que se realizan: asumimos el nivel de sacralidad en nosotros mismos, que vamos siendo poco a poco de forma nuestros propios dioses a medida que ganamos en auto-confianza. Pero no dejamos de ritualizar toda nuestra vida.
La cultura a la que alude Enrique entiendo que está menos desarrollada que la nuestra, o sea que su sistema represivo de las pulsiones naturales está menos desarrollado, que no ha pasado al nivel subconsciente en el mismo grado en que se da entre nosotros. Eso no quiere decir que sea ni peor ni mejor (¿respecto a qué? ¿a la permanencia de la especie?) sino simplemente que funciona a otro nivel. Los viejos solemos reírnos de las cosas de los niños. Pero los niños no se preocupan tanto de una muerte que no perciben todavía tan cercana. También es verdad es que, si tienen suerte, los niños llegarán a viejos. Si no es así, se morirán antes. Seamos pues piadosos y actuemos con respeto. No se me ocurre nada mejor.
En 2008 me contaba Enrique García Vargas una experiencia tenida cuando realizaba un trabajo de campo en Perú:
La ciudad de Ayabaca es la capital de la provincia peruana del mismo nombre, fronteriza con Ecuador y perteneciente al distrito norteño de Piura. Con poco más que 3.000 habitantes (aunque la provincia supera las 30.000 almas), Ayabaca no es realmente una ciudad sino más bien un pueblo grande ubicado en las primeras estribaciones de los Andes, situado a 2.700 m. de altura y comunicado con la costa sólo en la estación seca (junio a diciembre), porque en la de las lluvias las carreteras de tierra y piedras que la unen a Paimas, donde comienza el asfalto, a las provincias serranas limítrofes de Morropón y Huancabamba o al Ecuador, son sencillamente, impracticables. Pero Ayabaca tuvo mejores tiempos como ciudad. Antes de la reforma agraria del general Velasco Alvarado (1969) había clubes sociales de hacendados y artesanos y hasta bailes con banda de música. La reforma provocó la emigración de las elites. Sólo quedaron los campesinos con tierras y sin fondos ni capacitación. Ayabaca se ruralizó. Con sus viejas casonas de adobes y quincha [trama de junco] en ruinas, su chanchos (cochinos) y sus gallinas corriendo por doquier y su población campesina venida de Frías, de Yanchalá, de El Toldo, de Socchabamba, de Ambasal…, Ayabaca se me antoja una ciudad del Bajo Imperio.
Es esta ruralización, esta “campesinización” de la ciudad la que explica en parte lo que nos sucedió a un colega antropólogo y a mí un día de septiembre en que visitamos acompañados por amigos peruanos la casa de un maestro de primaria de la localidad. Nuestro maestro (M.A.) vivía en una casa modesta de adobe con dos pisos en las afueras de Ayabaca. Además de maestro, era un músico notable, autor de marineras y otros aires serranos de calidad estimable, y un intérprete reconocido. Pero aquella tarde, habíamos ido a visitarlo por su vinculación con una hermandad de Ayabaca, lo que lo había hecho depositario de dos objetos mágicos: un libro antiguo “forrado de piel de perro” y una botella que predecía el tiempo (un saquito que predecía la cosecha del año había desaparecido hacía tiempo). Antes, los hermanos de las cofradía sólo dejaban consultar el libro un día al año –creo que el 23 de noviembre-, pero M.A. los había convencido para que lo permitieran el libre acceso a sus páginas todos los días e incluso quería que alguien lo transcribiese, porque se estaba deteriorando notablemente. Cuando tuve entre mis manos el libro mágico, aparte de sentir algún reparillo por lo de la piel de perro, leí, sin gran dificultad las primeras líneas, y las siguientes. Se trataba del libro de cuentas de la hermandad que fue abierto en 1751 por el mayordomo de la cofradía y continuado hasta finales de la centuria por sus sucesores en el cargo. Lo que el libro contenía eran exclusivamente las cuentas de la hermandad, con entradas y salidas primorosamente anotadas en pesos de plata, y con los gastos y colectas extraordinarias y ordinarias, peso a peso. Nada más. Estaba atónito. ¿qué clase de mecanismo podía convertir un libro de mayordomía en un talismán sacralizado? Repasando mis conocimientos librescos encontré a Weber y a Laum y sus ideas de desacralización de lo sagrado. Pero nadie había tratado sobre lo que ahora teníamos delante los visitantes de la casa de M.A.: la sacralización de lo profano por el poder mágico de la escritura. Nuestra sorpresa no había terminado aún. Junto al libro había una botella negra, cuadrada y sellada por un forro de plata lacrado con una moneda de peso – o de sol- que ya no se podía leer. A todas luces parecía ser una botella de coñac. Pero M.A. nos informó de que se trataba de una botella mágica cuyo contenido era desconocido y que había servido durante años para predecir el tiempo. Él no había sido instruido, pero los chamanes cercanos podían leer en la botella si la próxima temporada de lluvias sería propicia o si habría heladas. De hecho, nos hizo notar, que, a pesar del cuidado con que la había transportado, la botella presentaba una pequeña orla espumosa sobre el nivel del líquido, líquido que, por lo demás, comentaba que se dilataba o contraía en función de la predicción del tiempo en torno a una muesca mágica situada en la pared del recipiente ¿?
Hasta aquí su relato y lo que sigue es lo que me sugirió:
Mi maestro, el Profesor Presedo, que era egiptólogo, decía que cuando no se entendía el sistema de escritura jeroglífico se pensaba que era algo así como la escritura de los dioses. Después de todo “hieró-glyphos” significa “inscripción sagrada”. Pero que después se descifró y resultó que hablaba de cosas normales y corrientes en la mayor parte de los casos. El misterio que encerraba no se había roto del todo, pero había quedado devaluado.
No parece nada absurdo que se monte un mito para explicar lo que no se entiende. Al fin y al cabo el mito pretende precisamente eso: explicar la realidad, aunque no sea fijando sus elementos por separado sino todos al mismo tiempo, con lo cual no tiene la precisión de un relato lógico pero normalmente gana en matices.
La escritura tiene una de las características del rito o acción sagrada: la de fijar un momento de la realidad, en este caso dando persistencia a la voz, cuyo control pasa del oído a la vista. Pierde así flexibilidad, pero gana en precisión. Por eso se suele ligar la escritura al desarrollo del pensamiento lógico o racional. El problema es que la fijeza de los ritos, su carácter casi inalterable, hace que a la larga la gente que los practica pierda su sentido originario y ya no sepa por qué se venían haciendo. Al principio eso no era necesario: el rito, el actuar de determinada manera al ir a cortar un árbol por ejemplo (para manifestar que no se quiere romper el orden natural impuesto por los seres superiores) simplemente era un gesto, que no necesitaba mayor explicación. Luego, cuando ese gesto ya ha perdido su sentido, porque, siguiendo el ejemplo, ya no se entiende como peligroso el hecho de cortar un árbol (o sacar minerales de una mina, etc.), el rito se sigue haciendo aunque no tenga sentido en el fondo para quien lo realiza, simplemente guiado por el peso de la tradición (“traditio” o “entrega” de formas de actuar de generación en generación).
Tengo la experiencia de haber actuado como “riticida”, en la línea señalada por Enrique para el antropólogo con su afán racionalizador. Hace años acompañaba a mi cuñado, buen matarife, mientras se disponía a sacrificar un cerdo, en una huerta junto al Genil, a unos 12 km de Écija (Sevilla). Es bien conocido que la matanza doméstica tiene todo un ritual, pero no sabía yo hasta qué punto el mismo podía ser tradicional. Es el caso que, mientras sujetaba con otros al cochino sobre el banco para que Pepe pudiera degollarlo (pues el cerdo se suele comer muerto), observé que antes de darle la cuchillada mi cuñado cogía unos pelos de la frente del animal, los cortaba con el cuchillo y los arrojaba al fuego. Me quedé atónito: estaba asistiendo a un rito milenario de ofrenda de las primicias a la divinidad antes de proceder al reparto de los despojos entre los asistentes. Bien es sabido que los sacrificios sangriento eran auténticas barbacoas de las que se hacía partícipes a las divinidades ofreciéndoles algo incorruptible como ellas, como era el humo, a ser posible oloroso. Pues bien, cuando le pregunté por qué lo había hecho, de entrada no sabía que es lo que le preguntaba, pues él no lo había realizado de forma premeditada (no había ningún mito tras el rito realizado). Luego, cuando se lo hice ver me dijo que era una cosa que se hacía, que lo había hecho su padre y este lo había aprendido del suyo. Cuando insistí en preguntar el porqué me dijo que seguramente porque traía buena suerte. Y cuando se lo explique pensó en voz alta que aquello no tenía sentido y la verdad es que no lo he vuelto a ver haciéndolo. Había matado un rito, me había convertido en un “riticida”, sin que por ello la carne del cerdo haya ganado en sabor (ni lo haya perdido tampoco, por supuesto).
Dado el ambiente cultural en que nos movemos los humanos, los ritos son el signo de anclaje con el “pasado” animal, una manera de decirle a la madre Naturaleza que nuestra “desnaturalización” es sólo provisional. Algo que está claro cuando se trata de sociedades que viven en contacto íntimo con ella. Luego ya se van ritualizando las propias relaciones humanas, para darle sentido de estabilidad a las acciones que se realizan: asumimos el nivel de sacralidad en nosotros mismos, que vamos siendo poco a poco de forma nuestros propios dioses a medida que ganamos en auto-confianza. Pero no dejamos de ritualizar toda nuestra vida.
La cultura a la que alude Enrique entiendo que está menos desarrollada que la nuestra, o sea que su sistema represivo de las pulsiones naturales está menos desarrollado, que no ha pasado al nivel subconsciente en el mismo grado en que se da entre nosotros. Eso no quiere decir que sea ni peor ni mejor (¿respecto a qué? ¿a la permanencia de la especie?) sino simplemente que funciona a otro nivel. Los viejos solemos reírnos de las cosas de los niños. Pero los niños no se preocupan tanto de una muerte que no perciben todavía tan cercana. También es verdad es que, si tienen suerte, los niños llegarán a viejos. Si no es así, se morirán antes. Seamos pues piadosos y actuemos con respeto. No se me ocurre nada mejor.
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
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