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Los orígenes de la Universidad (y la globalización capitalista) moderna

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Los orígenes de la Universidad (y la globalización capitalista) moderna Empty Los orígenes de la Universidad (y la globalización capitalista) moderna

Mensaje  Genaro Chic Dom Dic 29, 2013 10:47 pm

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Fue en este mundo [medieval] de “servidumbre voluntaria” cuando emergió la universidad. Y como siempre es recomendable sospechar de las coincidencias, sería preciso entender cómo el principio del vasallaje, tomado como regla de conducta y principio conductor de la vida en general durante la Edad Media, funcionó no sólo en las relaciones entre señor y vasallo, sino en un otro tipo de relación: en las relaciones entre aquellos que, en la Edad Media, se llamaban de magister y scholasticus, maestro y alumnos.

La pregunta que se necesita colocar es la siguiente: si es verdad que el vasallaje se había transformado en un principio director de las relaciones sociales, ¿cómo se podría percibir en el campo de la educación y del saber? ¿Se podría aislar el elemento del vasallaje, considerado, bien entendido, como convicción de fidelidad, como acto de reverencia, de veneración y de respeto, para percibirlo en las relaciones con el conocimiento?

Para responder a esta cuestión es necesario examinar eso que algunos historiadores llamaron Renacimiento del siglo XII, suceso que consistió en la “revolución escolar” conocida bajo el nombre de Escolástica. Sin embargo, se coloca un problema inicial: casi toda la tradición filosófica de Occidente ha considerado a la Escolástica sumergida en el reino de la fe opuesto a la razón, a la verdad, a la inteligencia.

La fe Escolástica, aquello que en latín se llama fides, fue considerada por el Iluminismo como un tejido de supersticiones, prejuicios y errores. Fue de este modo que Hegel consideró a la Escolástica como la «impostura de un sacerdocio que lleva a término su vanidad celosa de permanecer solo en la posesión de la inteligencia […] y que, a la vez, conspira con el despotismo. El despotismo es la unidad sintética, carente de concepto, del reino real y de ese reino ideal». En otras palabras, para Hegel la Escolástica, como despotismo ideal y tiranía de las inteligencias, se corresponde con el despotismo real y político que tiraniza al pueblo. La Escolástica es el embotamiento de la inteligencia tanto como el poder eclesiástico fue el embotamiento de la libertad política.

Esta ecuación ignorancia-tiranía en Hegel remite inmediatamente a las imágenes negativas de la Escolástica, muy divulgadas bajo la forma de la hoguera para la que se condenaba al pensamiento herético (Giordano Bruno, por ejemplo), o incluso bajo la forma del famoso Index, el enorme “Índice de Libros Prohibidos” por la Iglesia considerados perniciosos para la doctrina cristiana. La bella película basada en la obra de Umberto Eco, El nombre de la rosa, ilustra bien lo que puede haber sido este despotismo de la inteligencia articulado con el tenebroso poder eclesiástico. La película narra la historia de extraños asesinatos de monjes sucedidos el año de 1327 en un viejo monasterio benedictino italiano cuyo patrimonio era el mayor del mundo. La muerte de siete monjes tenía en común el hecho de que las víctimas siempre tenían los dedos y la lengua morados. Y a continuación se descubre que las muertes tuvieron origen en la biblioteca y se causaron por el veneno colocado en las páginas de una obra ficticia de Aristóteles sobre la risa, cuya lectura había sido prohibida. Por lo tanto, la vida era el precio pagado por la tentación de la risa.

Sin embargo, mi argumento es que sería preciso deshacerse de esta imagen de despotismo tiránico de la inteligencia,  para hacer valer el mismo cuestionamiento hecho anteriormente al feudalismo, o sea: ¿habría tenido la cultura Escolástica la duración de mil años si tuviera únicamente como soporte la hoguera y los tribunales de la Santa Inquisición? ¿Será que la extraordinaria receptividad que la cultura Escolástica obtuvo efectivamente no retiró su fuerza de otra parte diferente del fuego y de la sangre, es decir, del despotismo? La Escolástica, tal y como la relación feudal, ¿no tuvo la necesidad de un tipo de obediencia activa como la encontrada en el vasallaje: una obediencia que no se establece por medio del resplandor de las hogueras ni del gemido de las torturas, sino una obediencia voluntaria bajo la forma de la subjetividad?

Desconfío de que la extraordinaria supervivencia de la cultura Escolástica haya exigido mucho más que la rotura de los huesos y el ardido de la carne de los herejes: ella exigió también una supeditación de la voluntad. Aquí, retomo la afirmación de Espinosa, según la cual un poder violento jamás aguantó durante mucho tiempo y que, al contrario, un poder moderado siempre es duradero. Espinosa afirmó que la obediencia no es tanto una acción exterior, sino una acción interior de la voluntad: aquel que decide con pleno consentimiento obedecer a todas las órdenes de otro queda completamente al mando de él. Así pues, el mayor poder es el de aquel que reina sobre los ánimos de los súbditos. De ahí la cuestión: ¿cómo hizo la cultura escolástica para imprimir en las inteligencias la obediencia y la devoción? ¿Por qué medios, además de la hoguera y de la tortura, obtuvo la Escolástica la fidelidad de sus súbditos, es decir, obtuvo la veneración, la reverencia y el respeto de las verdades y de los saberes exigidos para el mantenimiento de su reinado?

El surgimiento del Renacimiento teológico en el siglo XII responde a una de las más importantes transformaciones culturales alguna vez ocurridas en Occidente. Hasta el siglo XI el mundo intelectual se restringía básicamente a las escuelas existentes en el interior de los monasterios.

Con la intensificación del comercio y el crecimiento urbano de los feudos, se pone en marcha la creación de nuevos centros escolares. Una nueva demanda hace que las escuelas monásticas, destinadas exclusivamente a la enseñanza de los monjes, pasen a un segundo plano cediendo el lugar a la multiplicación de escuelas relacionadas con las catedrales y a las abadías, fundadas generalmente por clérigos aislados que actuaban como maestros individuales sin el control de la Iglesia. La multiplicación de las escuelas en el transcurrir del siglo XII, no solamente cambió profundamente las condiciones de funcionamiento de la cultura escolar, sino que diversificó radicalmente las enseñanzas prestadas hasta entonces. Con la transformación urbana, la práctica de la enseñanza se ve obligada a atender una demanda social en plena expansión. Así, si en las escuelas monásticas el énfasis se ponía en las llamadas “artes liberales” de los pedagogos de la antigüedad (la enseñanza de la gramática, de la retórica y de la dialéctica), que deberían servir para la lectura de la Sagrada Escritura, ahora, con el crecimiento económico y demográfico de las ciudades y, sobre todo, con el desarrollo urbano, se da no sólo un brote de la red de escuelas, sino una renovación significativa de los contenidos y de los métodos de enseñanza.

Renovación de contenidos y de métodos. Por un lado, sucede una diversificación de los contenidos en la que, en  vez de enseñar sólo las artes liberales, la razón se subdivide en consonancia con las carreras profesionales especializadas. Así, según la situación de rivalidad de las profesiones, la razón se distinguió en razón superior (como la medicina) o en razón inferior (como las disciplinas “mecánicas” o “lucrativas”), en razón contemplativa, en razón práctica, etc. Estos términos designaban sistemas racionales que no obedecían nada más que al temperamento filosófico y a una correcta racionalidad práctica de su usuario, y en este sentido, estas diversas razones constituían instrumentos más o menos maleables, usados con cierto margen de libertad y de acuerdo con los gustos, las inclinaciones y las profesiones.

Por otro lado, sucede además una renovación en los métodos de enseñanza también resultante de las transformaciones urbanas; aquí, la situación fue un poco semejante a lo que ocurrió con los sofistas de la Grecia antigua. Los sofistas fueron considerados durante mucho tiempo las mayores celebridades del espíritu griego. Hoy el término sofista designa falsario, hipócrita, mentiroso, pero en la Grecia antigua los sofistas eran los huéspedes predilectos de las personas ricas y poderosas y ejercieron una enorme influencia en los rumbos de la ciudad. Considerados los fundadores de la pedagogía, los sofistas suplían la ausencia de una educación organizada en la medida en la que la sofística, además de otras cosas, fue una actividad realizada por medio de contratos privados de enseñanza establecida entre maestro y alumno: los sofistas eran “intelectuales” privados.

Saliendo de la Grecia antigua, lo que ocurre en el inicio de este siglo XII de nuestra era, es algo semejante: con la explosión de la red escolar, la enseñanza se centró en la figura del profesor en dirección al cual corrían grandes cantidades de estudiantes venidos de toda Europa para disputarse los maestros más brillantes, llegando a seguirlos incluso cuando estos maestros cambiaban de ciudad. Sin embargo, el problema es que, si ni el mismo Platón había soportado a la sofística en la Grecia antigua, imagínese la Iglesia [heredera del concepto de poder del Estado Imperial romano]. Ciertamente, la multiplicación y la diversificación de las escuelas causaban confusiones intolerables para la Iglesia: las licencias de funcionamiento se otorgaban sin el criterio necesario; cada cual enseñaba o estudiaba a su voluntad mezclando, muchas veces, saberes sagrados con saberes profanos, por ejemplo, mezclando derecho civil con derecho canónico; y, lo que es más grave, a medida que aumentaba la celebridad de los maestros privados aumentaba en la misma proporción la rivalidad entre las escuelas, no habiendo sido rara la ocurrencia de conflictos abiertos. De esta manera, fue preciso acabar con este caos, y para esto surge la Universidad.

La Universidad surge para acabar con la juerga de los saberes y para restablecer la ortodoxia y la jerarquía de las disciplinas, garantías del primado de la teología. Sugerí que fue necesario algo más además de fuego y de sangre para el establecimiento de la obediencia escolástica [persecución de brujas y herejes]; este algo más fue la Universidad:
aquellos que no murieron en la hoguera ni enloquecieron en las torturas fueron destinados a una vida obediente en la Universidad. Consecuentemente, si la hoguera y la tortura fue el destino de los herejes y de los insumisos, la Universidad fue el destino de los obedientes. Y si la Escolástica conoció la extraordinaria aceptabilidad de la mayoría de los intelectuales, fue porque la mayoría prefirió una vida de obediencia en la Universidad, y no la muerte dolorosa –algunas veces heroica– en la hoguera y en la tortura. Morir insumiso o vivir obediente: fue esta la elección que estuvo en juego en la Universidad.

Ortología de los saberes


La Universidad, esta invención que acogió criaturas obedientes sustraídas del fuego y de la rueda, fue una de las grandes creaciones de la Edad Media. Su origen está relacionado con el progreso urbano y con el boom escolar de la época; en este contexto, la Universidad emerge como institución corporativa para la práctica de lo que hoy se llama enseñanza superior. La primera Universidad surge en París, creada alrededor de 1215, inicialmente como federación de escuelas en la que cada maestro ejercía autoridad sobre sus alumnos. Pero rápidamente estas escuelas se agruparon por disciplinas en facultades: facultad de artes, de medicina, de derecho canónico, de teología. Pertenecía a cada facultad el papel de organizar uniformemente los estudios y de velar por la ortodoxia de la enseñanza, de modo que la Universidad es ante todo una organización corporativa que sedentariza a maestros y a alumnos, fijándolos y separándolos en espacios específicos. Estos espacios específicos son las universidades: corporaciones intelectuales en el interior de las que la cultura Escolástica reina plenamente sin perturbarse. El propio nombre universitas en latín tiene el significado de corporación, de conjunto, de todo. Así, lo que está en juego en la universidad aún es el mismo tipo de unión corporativa que en esta misma época une vasallo y señor. En la universidad, los diversos saberes se agruparon en disciplinas, después en facultades, y la Universidad es este conjunto de facultades y aquello que de él resulta: un saber universitario cerrado sobre sí mismo que se arroga el privilegio de resumir y sintetizar todos los “verdaderos” saberes; un saber atrincherado detrás de sus propios textos que desprecia cualquier contribución llegada de fuera de sus muros y fronteras. Este saber auténtico, el saber universitario, jamás podrá encontrarse más allá de los límites del aula de clase. La universidad, y solamente ella, posee la totalidad de este saber cuya autoridad se extiende al mundo entero [globalización].

Lo que es curioso es que la cultura escolástica, esta cultura universitaria cerrada y especializada, organizada de forma corporativa, jerarquizada y unitaria, haya sido blanco de críticas desde su origen. Algunos escolásticos decían que yuxtaponer saberes tan diferentes en el seno de una única corporación y que fabricar un único cuerpo con partes de seres tan heterogéneos, era crear una monstruosidad intelectual. Así, desde su inicio el saber universitario fue criticado por ser una unidad no natural, una reunión de formas heterogéneas de saber. Y esto nos muestra como esa reivindicación y esa exigencia, hecha obsesiva nuestros días, de interdisciplinaridad, pluridisciplinaridad, multidisciplinaridad y transdisciplinaridad, es en el fondo una vieja cuestión colocada desde el siglo XII. Pero es una cuestión absolutamente ingenua, puesto que la universidad no es simplemente una organización corporativa del saber, ella es sobre todo una operación en el pensamiento, un tipo de funcionamiento de la razón, un tipo de práctica específica del saber. Así, lo que importa no es tanto la organización más o menos autoritaria de los saberes, sino descubrir cuál es, en el mismo plano del saber, el nivel más elemental en el que la obediencia se ejerce.

Si existe, como afirmó Foucault, una lógica tanto en las instituciones como en la conducta de los individuos y en las relaciones políticas […] una racionalidad incluso en las formas más violentas. [Y siendo] lo más peligroso en la violencia su racionalidad; entonces, la forma efectivamente peligrosa de la obediencia no está en la institución, sino en el plano mismo de la lógica por medio de la que esta opera. Se trata, por lo tanto, de estudiar, además de la institución universitaria, otra unidad mucho más sofisticada y mucho más imperceptible elaborada por la cultura escolástica. Esta unidad residió íntegramente en las cuestiones de método, o sea, en la invariabilidad de las reglas y de las técnicas que el escolástico debería obligatoriamente observar cuando tuviera que establecer relaciones de conocimiento. Estas reglas, la Escolástica las extrajo de la obra de Aristóteles titulada Organon, que significa instrumento y por eso mismo define bien el concepto y la finalidad de la lógica aristotélica, que era la de suministrar los instrumentos mentales necesarios para realizar cualquier tipo de investigación. La lógica es la parte de la filosofía aristotélica que considera la forma que debe tener cualquier tipo de discurso que desee demostrar algo; muestra cómo procede el pensamiento cuando piensa, cuál es la estructura del raciocinio, cuáles sus elementos, cómo es posible ofrecer demostraciones, qué tipos y modos de demostraciones existen, cómo y cuándo son posibles.

Al definir la lógica de esta forma, Aristóteles estableció un principio de subordinación en el pensamiento a partir de la separación entre discursos demostrativos y discursos no-demostrativos, discursos lógicos y discursos ilógicos. Definiendo el discurso lógico como el único portador de un enunciado que expresa un juzgamiento y un juicio, excluyó a todos los demás discursos por ilógicos: todas las frases que expresan pedidos, invocaciones, exclamaciones, se colocaron fuera de la lógica, y esta masa de discursos destituidos de lógica se clasificó como discurso retórico o como discurso poético.

Sin embargo, el problema es que, históricamente hablando, ¿qué es un discurso sin lógica? Es un discurso absurdo, irracional, contradictorio, mágico, no científico, loco. Y se sabe cuál fue el destino de estos discursos en Occidente: su destino fue la persecución y la muerte de brujas, adivinos y alquimistas en la Edad Media; la segregación de la locura a partir de la Edad Clásica; el fusilamiento de poetas, artistas y anarquistas en los regímenes comunistas; el encarcelamiento de comunistas y anarquistas en los regímenes nazi-fascistas. Aristóteles ciertamente no podía darse cuenta de las consecuencias políticas que podrían resultar de su clasificación lógica de los discursos.

Pero el hecho es que estas consecuencias se dieron. Para Aristóteles el discurso lógico es solamente el discurso que está relacionado con una tecnología de demostración, es el discurso científico, el discurso universalmente válido. Así, la Escolástica retoma los principios de la lógica aristotélica y los generaliza, imponiéndolos a todos los restantes campos del saber: al derecho, a la medicina, a la teología. En cada uno de estos campos de saber, la lógica va a subordinar y excluir lo que no está conforme, excluir lo que puede existir en el pensamiento de absurdo, de irracional, de contradictorio, para sólo extraer y consagrar como único discurso válido el discurso realmente verdadero, o sea, el discurso conforme a la lógica. De esta manera, la lógica [que no obstante siempre se apoya en axiomas (verdades evidentes que no necesitan demostración)] fue nombrada policía de los discursos por la Escolástica, desempeñando la misma función que la hoguera y la tortura tuvieron para los cuerpos, ahora aplicadas en el plano del conocimiento. La lógica fue la hoguera de la razón. Es este método, esta manera de proceder, la que constituyó la unidad Escolástica, de la que heredamos enteramente.

Esta policía del pensamiento desempeñada por la lógica es casi siempre considerada como simple técnica formal de conocimiento, como aquello que normalmente es llamado de rigor científico. Cuando en la realidad el método, la lógica, es mucho más que esto. La Escolástica hizo de la lógica el principio director, el principio de autoridad que impone prácticas de sometimiento, de respeto, de veneración, de reverencia. En otras palabras, la lógica impone prácticas de vasallaje cada vez que se esté frente a ciertos textos, a ciertos autores, a ciertos discursos, a ciertas verdades por ella consagradas. Y poco importa si las verdades sirven a la derecha o a la izquierda, si las verdades son las verdades del socialismo, del comunismo o del anarquismo: siempre que la verdad esté consagrada por la lógica, por el método, sea quien sea quien la sostenga, lo hará a partir de una relación de vasallaje.

Después de todo, se percibe cómo las llamas que consumieron los cuerpos no habrían sido suficientemente eficaces si sus resplandores no hubieran reflejado el brillo de la obediencia en el mismo plano del pensamiento. Y este aspecto es reforzado por la curiosa historia de la famosa biblioteca de Alejandría. Dicen los historiadores que en el siglo VII d.C., el gobernador musulmán de Alejandría preguntó a su califa Omar qué debería hacerse con la célebre biblioteca repleta de papiros originales griegos, en la época la mayor biblioteca del mundo. Como se sabe, Alejandría fue una de las ciudades más importante del Imperio de Alejandro Magno, de ahí su nombre; fue por mucho tiempo la capital de Egipto hasta ser conquistada por los musulmanes. Alejandro Magno y algunos de sus sucesores fueron admiradores de la filosofía y de la cultura griega; el propio Alejandro tuvo por maestro al mismo Aristóteles. En todo caso, a la pregunta del gobernador, el califa Omar respondió que los libros contenidos en la biblioteca de Alejandría sólo podrían confirmar el Corán, y por lo tanto eran superfluos, o contradecirlo, en este caso serían erróneos. Deberían, por lo tanto, ser quemados. Fue de esta forma que los hornos de Alejandría ardieron ininterrumpidamente durante seis meses, alimentados por las obras de la célebre biblioteca.

Como bien observó Murray, al contrario del califa, los Padres de la Iglesia no fueron tan ingenuos. En vez de promover el fuego ininterrumpido de los herejes, articularon las hogueras de la ortodoxia con una práctica de dominación mucho más sofisticada y duradera: promovieron una ortología de la razón. Hasta ahora, casi toda atención fue direccionada exclusivamente contra la ortodoxia, el dogmatismo y la intolerancia del pensamiento; así, casi nadie se ocupó aún del enorme proceso ortológico al que fue sometido el pensamiento durante más de ocho siglos.

Para precisar más las cosas, digamos que, si por ortografía se designa el conjunto de las reglas que establecen la grafía correcta, entonces, digamos que la ortología designa el conjunto de las reglas que establecen la justa logía, el verdadero logos, en suma, el pensamiento y el discurso correctos: orto, del griego orthós, designa recto, derecho, correcto, normal, justo; designa también el principio, el origen de algo, el surgimiento de un astro. De esta forma, el enorme proceso ortológico promovido por la Escolástica estableció para el pensamiento un patrón de similaridad de las diferencias entre los saberes. La ortología es el proceso que reduce la singularidad de las diferentes especies de saberes en una única especie homóloga. Por lo tanto, la ortología es la ciencia o el arte de hacer el pensamiento pensar correctamente en obediencia a la lógica.

La ortología de los saberes fue lo que permitió a la Iglesia economizar petróleo. Porque sostener indistintamente la ortodoxia, la censura, la prohibición de ciertos contenidos de saber, exigía frecuentemente acciones económicamente onerosas y políticamente peligrosas: las hogueras no sólo tenían un alto coste para los cofres de la Iglesia, sino que también su ritual provocaba, algunas veces, la revuelta popular siempre que el condenado mantenía una postura valiente frente a los inquisidores (Giordano Bruno, por ejemplo). Así, la práctica de la ortodoxia contenía muchos inconvenientes y provocaba muchas fricciones que minaban la propia autoridad de la Iglesia. Fue por esta razón que, a lo largo de los años, la práctica de la ortodoxia fue disminuyendo paulatinamente hasta llegar a su abolición formal en la modernidad. Sin embargo, eso sólo fue posible gracias a esta otra práctica sistemática y constante de ortologización de los saberes que consiste en no más censurar, pero establecer un control minucioso sobre los saberes para comprobar si ellos están acordes a la lógica y al método justo. Nunca más prohibir, sino, una vez normalizados y disciplinados, hacer al saber circular libremente, hacerlo expresarse, hacerlo hablar a través de la educación escolar y universitaria. Se percibe que si en la ortodoxia la obediencia impuesta es exterior al sujeto del conocimiento, en la ortología la obediencia es ejercida por el propio sujeto del conocimiento [con el desarrollo del individualismo implícito en la lógica]: es el propio sujeto de conocimiento el que, en la medida en que piensa y habla, establece su propia obediencia a las reglas de la lógica y del método; es el propio sujeto el que ejerce de policía de su propio conocimiento; en obediencia a la lógica, él segrega, él excluye y niega lo que puede existir de ilógico y de absurdo en su propio pensamiento. Con eso, si la ortodoxia fue la disciplinarización de los cuerpos, la ortología es la disciplinarización y la normalización de los saberes. Por lo tanto, no fue el Iluminismo del siglo XVIII quién hizo la última jugada contra el dogmatismo: su abolición ya estaba dada en germen desde el siglo XII por la ortología de los saberes.

Las sociedades liberales y democráticas se jactan de haber vencido la ortodoxia de la Iglesia, los dogmas religiosos que torturaban a la razón, finalmente, de haber vencido la intolerancia del pensamiento eclesiástico. Sostienen con orgullo el mito renacentista y la alegoría iluminista de la disipación de las tinieblas por las luces de la Razón, de la expulsión del oscurantismo por la marcha de la ciencia. Con esta alegoría, las sociedades liberales hacen creer que gracias a su forma política no hubo solamente un liberalismo económico, sino que existió también un liberalismo epistemológico, un liberalismo del conocimiento que es complementario y correspondiente al liberalismo económico. Lo contrario también es verdadero: dicen los liberales que siempre que regímenes autoritarios interfirieron en el liberalismo económico, en la libertad de comercio, en la libre circulación, finalmente, en el mercado, en ese momento fue igualmente revivida la vieja ortodoxia de la iglesia y nuevamente la vieja sombra del pensamiento dogmático asfixió una vez más a la libertad de pensamiento. Véase, dicen, los campos de concentración como lugar destinado a los librepensadores y los libros quemados en plaza pública.

¿Pero qué haría el liberalismo, guardián del libre mercado y del pensamiento supuestamente liberto de las amarras de la ortodoxia, si sus verdades fueran cuestionadas en su propia lógica?
¿Qué harían los liberales cuando el común de la gente no extrajera nunca más sus razones de vivir de las verdades del liberalismo? ¿Qué harían cuando, finalmente, el poder de la verdad liberal perdiera su eficacia en el pensamiento? En este momento, ellos harán valer la verdad del poder. Como escribió un historiador de la ciencia, Paul Feyerabend, en la historia, cada vez que las viejas formas de argumentación se revelaron demasiado débiles, los defensores del status quo fueron obligados a recurrir a medios más fuertes y más “irracionales”. Es entonces que, dice Feyerabend, hasta el más puritano de los racionalistas es forzado a dejar de razonar para utilizar la coerción cada vez que sus razones pierdan las condiciones psicológicas, o mejor, pierdan la fuerza de obediencia que las hace eficaces y capaces de ejercer influencia sobre los hombres.

En su lucha azuzada contra la ortodoxia, el liberalismo conservó celosamente el régimen de ortología de los saberes. Y si lo hizo fue porque es precisamente la ortología lo que confiere hegemonía a su pensamiento y garantiza duración a su poder, de igual manera como fue la ortología lo que garantizó la duración milenaria de la dominación eclesiástica. Esta misma ortología, heredada del siglo XII y adorada por el liberalismo [cuyos dioses son la Razón y el Dinero], es ella aún la que permite hoy que la práctica universitaria sea una práctica de vasallaje en relación a la verdad, haciendo a los universitarios sus principales vasallos.

Esta afirmación aparentemente paradójica, puede ser perfectamente plausible. En su novel titulada Los Demonios, Dostoievski utilizó el término lacayaje del pensamiento para describir la filosofía de perro guardián, para describir la reverencia fervorosa que los nihilistas rusos prestaban al pensamiento: al hacerse defensores ardorosos de sus razones, los nihilistas se convirtieron en los lacayos de su propio pensamiento. Pues bien, ¿por qué entonces, en menor o mayor medida, no sería posible decir que la cultura escolar y universitaria de nuestros días no establece con el pensamiento una relación de vasallaje por medio de la ortología de los saberes? Se trata de una cuestión que tiene el efecto de colocar bajo sospecha cierto número de acciones bastante nobles realizadas en el interior de la Universidad. Así, al anarquismo existente en la universidad, a las iniciativas de universidad y escuela libre o libertaria, a las iniciativas de reformas en la enseñanza, a todo eso sería preciso colocar la siguiente cuestión: ¿cuál es el régimen ortológico en el interior del cual vosotros habláis y en el interior del cual les es únicamente permitido hablar? Esta es la cuestión que es necesario colocar para estas prácticas nobles y honradas en el interior de la academia.

Nildo Avelino, (Universidad Federal de Paraíba (UFPB) Brasil).
Estudios | nº 3-3 | 2013 | Misceláneas | pp. 170-179.
http://estudios.cnt.es/wp-content/uploads/2013/12/Revista-Estudios-n3.pdf

Genaro Chic

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