Christianos ad leonem. Precedentes de los indignados
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Christianos ad leonem. Precedentes de los indignados
Los cristianos, como los indignados de hoy día, pretendían una regeneración ética de la sociedad en el Imperio Romano. El Estado al principio los miró con indiferencia, pero en épocas de crisis económicas (la de Nerón se llevó por delante a su dinastía y su peculiar forma de gobernar), sobre todo a partir de la terrible crisis producida hacia los años 170 bajo el reinado de Marco Aurelio, la persecución se hizo abierta por necesidad de buscar a quién echarle la culpa de aquello por lo que se miraba mal a los gobernantes. No obstante, como la crisis fue persistente y la situación de las clases populares cada vez peor, y como las asociaciones cristianas de apoyo mutuo (ekklesíai en griego) eran el único alivio social, el pensamiento cristiano se fue extendiendo (hasta sobrepasar el límite crítico del 10 % de la población como asociados) y visto con simpatía por las clases populares. Al final hubo políticos con poder militar que vieron la posibilidad de regeneración del Estado poniéndose al frente de los hasta entonces considerados anti-sistema: los cristianos. Eso sucedió con Constantino, quien legalizó la religión cristiana por el Edicto de Milán en 313. A partir de entonces, como dice el texto que copio, “lo que el enemigo de la fe no logró con sangre y fuego, lo lograría a partir de ahora con métodos mucho más sutiles”. (Quien desee aproximarse al tema de las crisis económicas y sus motivos financieros en el Imperio Romano –un tema sobre el que sigo investigando- puede leer algo en El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad )
LA NATURALEZA DE LAS PERSECUCIONES
Desde su aparición en el mundo, las persecuciones a las que el cristianismo se vio expuesto, constituyen un hecho histórico digno de ser estudiado y analizado.
No han faltado en épocas pasadas quienes como Voltaire, quien puso todo su empeño en vida en denostar y ridiculizar la fe cristiana, han pretendido reducir a la nada e incluso negar la realidad de dichas persecuciones (Voltaire terminó sus días solo, en terrible agonía, pidiendo perdón desesperado a un Dios que no conocía, en su lecho de muerte). Para llegar a este resultado, como ya han indicado algunos, habría que arrancar un buen montón de páginas de los mejores historiadores romanos de la época y negar ningún crédito a todos los escritores y documentos eclesiásticos de la era paleocristiana.
Lo que sí es cierto, y hace más significativo el hecho de las persecuciones, es que solo los cristianos, tal y como el mismo Maestro predijo, fueron forzados por los jueces a renunciar a su fe, siendo la esclavitud, la tortura en sus formas más refinadas, o la misma muerte, el precio de su fidelidad a su profesión (confesión) de fe.
Para los primeros cristianos, el hecho del martirio era causa de bienaventuranza "Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros" (Mateo 5: 11-12) y de hecho, muchos mártires respondían a su sentencia de muerte con un "Deo gratias" -"Gracias a Dios"-.
Jesús mismo nos dejó bien claro el tipo de persecuciones por las que los verdaderos cristianos pasarían en todos los tiempos, muchas veces de parte de falsos cristianos que decían representar a la "verdadera y única iglesia", así está escrito:
"He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Y guardaos de los hombres, porque os entregarán a los concilios, y en sus sinagogas os azotarán; y aun ante gobernadores y reyes seréis llevados por causa de mí, para testimonio a ellos y a los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros. El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los harán morir. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo" (Mateo 10:16-22).
No podemos negar que la historia de la primera iglesia judía de Jerusalén se abre con la persecución de sus propios hermanos de raza y de religión (puesto que los primeros creyentes judíos no creían pertenecer a una nueva religión afuera del judaísmo). De hecho el mismo Saúl de Tarso (después conocido como el apóstol Pablo) comenzó como un símbolo del odio visceral del judaísmo tradicional contra el judaísmo mesiánico de la nueva secta de los seguidores de Yeshua ben Elohim. Historiadores católico-romanos quieren aún hoy en día ver, desde postulados que consideramos judeófobos, la fuente de las persecuciones en la sinagoga y el judaísmo contra la "nueva religión". Como decimos, a nuestro parecer, se trató más de una persecución del judaísmo tradicional contra una nueva corriente dentro del mismo judaísmo, que terminaría por desgajarse definitivamente de él con la gentilización y romanización de la fe en el Mesías Yeshua ben Elohim.
Lo que no podemos ignorar es que la verdadera perseguidora de la Iglesia de Jesús en su nacimiento (y también después en otras circunstancias que no viene aquí al caso) es, en palabras del apóstol del amor, la "Gran Ramera" llamada Roma de la cual el vidente de Patmos nos refiere en el Apocalipsis:
"Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús; y cuando la vi, quedé asombrado con gran asombro (...) Las siete cabezas son siete colinas, sobre los cuales se sienta la mujer (...) Y la mujer que has visto es la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra" (Apocalipsis 18:6, 9, 18).
El imperio romano y sus leyes protegían la libertad de culto y hasta veían bien las diferentes religiones que, de todas las naciones, se iban implantando en Roma. Es por esto que no deja de ser paradójico que el hecho del cristianismo fuese la excepción. Para los primeros cristianos, esto era una prueba más de la verdad del cristianismo, y personas como Justino u Orígenes, atribuyeron al poder de los demonios sobre esta sociedad pagana romana, el hecho de las persecuciones anticristianas.
Así, si bien es cierto que algunos emperadores perseguidores como Nerón o Domiciano fueron verdaderos demonios y monstruos de maldad en vida; no deja de ser significativo que otros que ordenaron matanzas y persecuciones de cristianos han pasado a la historia como emperadores filósofos o mecenas del arte y la cultura que aún hoy son leídos y publicados como Trajano, Marco Aurelio y Diocleciano.
¿Por qué contra el cristianismo?
Dejando a un lado las interpretaciones que dicta la fe, la realidad es que los modernos ignoran que la libertad de conciencia, la tolerancia y virtudes tan reivindicadas hoy en día por los actuales anticristianos, son logros y conquistas del mismo cristianismo al que se esfuerzan con tanto ahínco en convertir en el paradigma de la intolerancia por medio de sus afirmaciones y películas holliwoodienses. Así, cuando la noble mártir africana Vibia Perpetua y sus compañeros de los que transcribimos íntegro el martirio en esta WEB, van a ser sacrificados en el anfiteatro, y se les quiere ultrajar una última vez antes de la muerte disfrazándoles de sacerdotes paganos, invocan con firmeza a su libertad de conciencia, algo inaudito y desconocido en aquella época. Así nos refiere el acta: "Llegados a la entrada del anfiteatro, quisieron vestir a los hombres el hábito de los sacerdotes de Saturno, y a las mujeres, el de las sacerdotisas de Ceres. Todos rehusaron con generosa intrepidez, diciendo:
"Hemos venido voluntariamente aquí por conservar nuestra libertad, y por eso damos nuestras vidas; este es el único contrato que tenemos con vosotros". La injusticia reconoció a la justicia, y el tribuno permitió que entrasen con sus propios hábitos."
Para los antiguos griegos y romanos, la religión lo era todo. No era algo separado de la política, sino que política y religión eran una misma cosa. La Polis y la Civitas se fundamentaban en estos principios y los sacerdotes paganos eran una especie de funcionarios públicos que desempeñaban una función específica. La religión entonces no tenía nada que ver con el concepto cristiano de una relación personal del hombre con la divinidad. Así el estado, o mejor dicho, la ciudad estado, era la asamblea o reunión de aquellos que poseían unos mismos dioses y que sacrificaban en un mismo altar. Renegar de los dioses de los antepasados no era solo apostasía, era traición a la patria.
Este concepción religiosa no impedía que en Roma fuesen invitadas y bien acogidas las divinidades de los pueblos conquistados; es como el ejemplo del libro de los hechos y del templo al "dios desconocido" que Pablo vio en Atenas. El escritor latino Ovidio dijo: "Roma es digna de que a ella vayan todos los dioses".
Tertuliano [ca. 160 – ca. 220] afirma que en un principio el cristianismo dio sus primeros pasos a la sombra del judaísmo, del que los romanos no lo diferenciaban, sin tener más problemas. Sin embargo, la primera luz histórica acerca de cómo esta situación cambió, nos la da Suetonio en un texto relativo a la expulsión de los judíos de Roma por los frecuentes tumultos que tenían acerca de un tal "Cresto" (Corrupción latina de Christus). Esta expulsión se dio en el año 51-52 d-C. y a raíz de este acontecimiento es que Pablo se encuentra con dos judíos creyentes en Jesús que acaban de llegar de Roma: Aquila y Priscila (Ver Hechos 18:2).
Será poco más de diez años después de estos acontecimientos, el año 64 d.C. que la cristiandad romana pasaría por su primera prueba de fuego, en una calurosa noche de julio, cuando, provocado por el enajenado y monstruo de maldad, el emperador Nerón, un terrible incendio se declaró en las inmediaciones del circo máximo.
No pasaría mucho tiempo para que el grito de la chusma alborotada resonase con el tristemente famoso: "Los cristianos al león", que no se extinguiría hasta dos siglos y medio después.
La naturaleza de las persecuciones del siglo I
Además del texto que se reproduce en el tema de las persecuciones del siglo I, y que hace mención a la persecución Neroniana, hemos de decir, que Tertuliano de Cartago, conocedor de las leyes Romanas afirma sin duda alguna que existió un "Institutum Neronianum" o ley del emperador Nerón contra los cristianos, cuyo fundamento básicamente era este: "Ut christiani non sint" o lo que es lo mismo "No es lícito ser cristiano". De este modo, aunque los mismos paganos que los condenaban, como es el caso de Plinio, de manera patente se daban cuenta de la inocencia de los cristianos, como fue en el caso de los cristianos de Bitinia, los paganos parecían decir: "La ley está por encima de toda verdad, y por esto es preciso obedecerla" (del mismo modo a lo largo de la historia, y aún hoy en día, muchos dentro del cristianismo, olvidan la ley evangélica del amor, y se convierten en legalistas inflexibles). No importa si el acusado es inocente, o si es un ciudadano ejemplar: el delito es el simple hecho de ser cristiano, y poner su conciencia por encima de las leyes humanas que le condenan.
La naturaleza de las persecuciones del siglo II
En este siglo toda la legislación sobre los cristianos, se resume en el famoso rescripto de Trajano, respondiendo a su embajador en Bitinia, Plinio el Joven, hacia el año 112 d.C. Por esta carta, podemos entender (es la única manera de darle sentido a la misma), que en efecto, existía una legislación anterior (¿la Neroniana?) contra el cristianismo y los cristianos. La cosa es que el meticuloso Plinio, que por lo que comenta ya ha dado alguna sentencia de pena de muerte contra alguna persona que al ser detenida ha persistido en su confesión de cristiano, se pregunta (pregunta al emperador) el llamado "quid et quatenus" esto es: qué se debe castigar en un cristiano, y en qué medida se debe castigar a un cristiano. ¿Se debe de castigar el mero hecho de tener el nombre de cristiano, o los posibles delitos entorno al hecho de llevar nombre de cristiano?. ¿Se debe castigar a todos los cristianos por igual, o se debe tener alguna consideración por cuestiones de edad, arrepentimiento, etc.?.
La respuesta de Trajano en su rescripto no deroga la ley anterior, pero sí la mitiga: El cristianismo no debe de ser perseguido de oficio por las autoridades imperiales (lo que es un reconocimiento de su inocencia), pero si los cristianos son delatados conforme a la ley (no valen, pues, acusaciones anónimas) hay que castigarlos con dureza.
Es, pues, un sin sentido: Personas a las que se deja vivir con toda tranquilidad, son llevadas a la muerte si tan solo a alguien se les ocurre acusarles por cristianos. La persecución no es contra los posibles males o delitos que hayan podido causar los cristianos, sino contra el nombre de cristiano. Así Tertuliano dirá:
"Si confesamos, se nos tortura; si perseveramos se nos castiga; si apostatamos se nos absuelve, pues la persecución es solo contra el nombre"
Y en otro lado escribe Tertuliano:
"El hombre confiesa a gritos: "Soy cristiano". Y dice lo que es. Tú (legislador) quieres que diga lo que no es. Presidiendo los tribunales con el objeto de obtener la verdad, sin embargo de nosotros (los cristianos) queréis oír una mentira. "Soy -confiesa el prisionero- lo que vosotros me preguntáis si soy" ¿Para qué me atormentas para que te diga lo contrario? Confieso ser cristiano y me torturas, ¿qué harías si dijese que no lo soy? Y todos saben que si otros prisioneros niegan sus delitos, vosotros no les creéis con facilidad; a nosotros sin embargo, apenas negamos lo que somos, nos creéis..." (Apologético 2:13-15)
Así la sentencia de muerte a un cristiano, no menciona otro crimen que el hecho de llamarse cristiano. Tertuliano dice al respecto:
"¿Cómo es que en vuestras sentencias leéis: "fulano el cristiano"?, ¿porqué no escribís también "homicida" si ser cristiano implicase también ser homicida? ¿Porqué no también incestuosos o cualquier otro crimen que creáis que cometamos?" (Apol. 2:20)
En el acta del tormento de los Mártires de Lyon, leemos el celo y temor de un cristiano llamado Santos, para no negar el Nombre del que le salvó. El relato es estremecedor, más si pensamos cuantas veces hoy en día los "cristianos" se avergüenzan de confesarse como tales ante el mundo:
"También Santos, habiendo experimentado en su cuerpo todo los tormentos que el ingenio humano pudo imaginar, y cuando esperaban sus verdugos que a fuerza de torturas conseguirían hacerle confesar algún crimen, estuvo tan constante y firme que no dijo su nombre ni el de su nación, ni el de su ciudad, ni aun si era siervo o libre, sino que a todas las preguntas respondía en latín: "Soy cristiano". Esto era para él su nombre, su patria y su raza, y los gentiles no pudieron hacerle pronunciar otras palabras."
En realidad los legisladores (de ahí las dudas de Plinio) sabían que los cristianos no habían cometido otro crimen que el hecho de llevar ese nombre: cristianos. Las calumnias de asesinato, canibalismo, incesto, adoración de un crucificado con cabeza de asno y barbaridades semejantes, solo las creía el populacho, la masa manipulada. Al respecto el rescripto de Trajano decía:
"Los que confiesen el nombre de cristianos han de ser ejecutados, los que lo nieguen, absueltos"
No hay más. Solo la chusma daba crédito y aún alimentaba las calumnias sobre los primitivos cristianos. Ni un legislador o noble jamás las creyó. El cristianismo contaba con opositores fanáticos entre el bajo clero pagano, entre los numerosos adivinos y curanderos ambulantes que engañaban a las gentes de más baja extracción. Estos infundían en la masa pagana todos sus rencores sobre el cristianismo y lo acusaban de todos los males que pudiesen imaginar.
Tertuliano cuenta con ironía como:
"Si el Tíber desborda sus diques, si el Nilo no puja hasta los sembrados, si el cielo queda inmóvil, si la tierra tiembla, si el hambre y la peste sobrevienen. al punto gritáis: "CHRISTIANOS AD LEONEM": ¡¡¡LOS CRISTIANOS AL LEÓN!!!, ¿Tanto a uno?" (Apologético 40:6)
Los mismos gritos, cuenta Tertuliano, resonaban tras las fiestas religiosas populares cuando el pueblo tras las bacanales (orgías de bebida, etc. en fiestas religiosas -¿Le suena esto de algo al lector?-) corría a los sepulcros de los cristianos a arrancar de allí a los cadáveres irreconocibles y corrompidos para insultarles y destrozarlos. Por último Tertuliano relata cómo durante las fiestas del circo romano, el mismo grito no dejaba de resonar reclamando el suplicio de los cristianos.
Parece un sin sentido que el aún hoy admirado como filósofo emperador Marco Aurelio, fuese uno de los peores perseguidores del cristianismo. Así escribirá una ley que dirá:
"El que introduzca nuevas sectas o religiones desconocidas y por ellas altere al pueblo, si es noble, debe ser desterrado; si plebeyo, decapitado" (Paulo, Sent. V,21,2)
La naturaleza de las persecuciones del siglo III
Es a partir del siglo III que se inicia el régimen de persecución sistemática y de aniquilación y exterminio del cristianismo con métodos y edictos cuidadosamente elaborados.
Los rumores del populacho ya no convencen a nadie, pero el cristianismo era algo que en vez de desaparecer tras dos siglos de persecuciones, se había extendido y crecido en todas las capas sociales poniendo en peligro la religión tradicional de Roma (la religión que profesaron los padres, la familia, los antepasados).
Para un magistrado era difícil resistirse a la muchedumbre llena de odio anticristiano. Era una manera fácil y barata de contentar al populacho, satisfaciendo sus instintos más bajos.
Septimio Severo (193-211 d.C.) prohibió hacia el 202 d.C. toda propaganda religiosa de los Judíos y de los Cristianos, pero como podemos hoy en día testificar, su edicto quedó en la nada. Los verdaderos demonios de la persecución del siglo III fueron Decio en 249 d.C. y Valeriano en 258 d.C. cuya política fue la de la búsqueda y exterminio de los cristianos allí donde se encontrasen estos.
La última persecución
La última persecución de la Roma imperial al cristianismo primitivo (que fue, ni es, ni será la última de Roma contra el cristianismo) fue la de Diocleciano entre el 259 al 303 d.C. Tras esta persecución, Constantino el emperador, con su conversión, haría del cristianismo la religión de moda entre los paganos. Lo que el enemigo de la fe no logró con sangre y fuego, lo lograría a partir de ahora con métodos mucho más sutiles y difíciles de discernir para aquellos héroes de la fe que nos precedieron.
http://www.cristianismo-primitivo.org/s1natpersec.html
LA NATURALEZA DE LAS PERSECUCIONES
Desde su aparición en el mundo, las persecuciones a las que el cristianismo se vio expuesto, constituyen un hecho histórico digno de ser estudiado y analizado.
No han faltado en épocas pasadas quienes como Voltaire, quien puso todo su empeño en vida en denostar y ridiculizar la fe cristiana, han pretendido reducir a la nada e incluso negar la realidad de dichas persecuciones (Voltaire terminó sus días solo, en terrible agonía, pidiendo perdón desesperado a un Dios que no conocía, en su lecho de muerte). Para llegar a este resultado, como ya han indicado algunos, habría que arrancar un buen montón de páginas de los mejores historiadores romanos de la época y negar ningún crédito a todos los escritores y documentos eclesiásticos de la era paleocristiana.
Lo que sí es cierto, y hace más significativo el hecho de las persecuciones, es que solo los cristianos, tal y como el mismo Maestro predijo, fueron forzados por los jueces a renunciar a su fe, siendo la esclavitud, la tortura en sus formas más refinadas, o la misma muerte, el precio de su fidelidad a su profesión (confesión) de fe.
Para los primeros cristianos, el hecho del martirio era causa de bienaventuranza "Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros" (Mateo 5: 11-12) y de hecho, muchos mártires respondían a su sentencia de muerte con un "Deo gratias" -"Gracias a Dios"-.
Jesús mismo nos dejó bien claro el tipo de persecuciones por las que los verdaderos cristianos pasarían en todos los tiempos, muchas veces de parte de falsos cristianos que decían representar a la "verdadera y única iglesia", así está escrito:
"He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Y guardaos de los hombres, porque os entregarán a los concilios, y en sus sinagogas os azotarán; y aun ante gobernadores y reyes seréis llevados por causa de mí, para testimonio a ellos y a los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros. El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los harán morir. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo" (Mateo 10:16-22).
No podemos negar que la historia de la primera iglesia judía de Jerusalén se abre con la persecución de sus propios hermanos de raza y de religión (puesto que los primeros creyentes judíos no creían pertenecer a una nueva religión afuera del judaísmo). De hecho el mismo Saúl de Tarso (después conocido como el apóstol Pablo) comenzó como un símbolo del odio visceral del judaísmo tradicional contra el judaísmo mesiánico de la nueva secta de los seguidores de Yeshua ben Elohim. Historiadores católico-romanos quieren aún hoy en día ver, desde postulados que consideramos judeófobos, la fuente de las persecuciones en la sinagoga y el judaísmo contra la "nueva religión". Como decimos, a nuestro parecer, se trató más de una persecución del judaísmo tradicional contra una nueva corriente dentro del mismo judaísmo, que terminaría por desgajarse definitivamente de él con la gentilización y romanización de la fe en el Mesías Yeshua ben Elohim.
Lo que no podemos ignorar es que la verdadera perseguidora de la Iglesia de Jesús en su nacimiento (y también después en otras circunstancias que no viene aquí al caso) es, en palabras del apóstol del amor, la "Gran Ramera" llamada Roma de la cual el vidente de Patmos nos refiere en el Apocalipsis:
"Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús; y cuando la vi, quedé asombrado con gran asombro (...) Las siete cabezas son siete colinas, sobre los cuales se sienta la mujer (...) Y la mujer que has visto es la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra" (Apocalipsis 18:6, 9, 18).
El imperio romano y sus leyes protegían la libertad de culto y hasta veían bien las diferentes religiones que, de todas las naciones, se iban implantando en Roma. Es por esto que no deja de ser paradójico que el hecho del cristianismo fuese la excepción. Para los primeros cristianos, esto era una prueba más de la verdad del cristianismo, y personas como Justino u Orígenes, atribuyeron al poder de los demonios sobre esta sociedad pagana romana, el hecho de las persecuciones anticristianas.
Así, si bien es cierto que algunos emperadores perseguidores como Nerón o Domiciano fueron verdaderos demonios y monstruos de maldad en vida; no deja de ser significativo que otros que ordenaron matanzas y persecuciones de cristianos han pasado a la historia como emperadores filósofos o mecenas del arte y la cultura que aún hoy son leídos y publicados como Trajano, Marco Aurelio y Diocleciano.
¿Por qué contra el cristianismo?
Dejando a un lado las interpretaciones que dicta la fe, la realidad es que los modernos ignoran que la libertad de conciencia, la tolerancia y virtudes tan reivindicadas hoy en día por los actuales anticristianos, son logros y conquistas del mismo cristianismo al que se esfuerzan con tanto ahínco en convertir en el paradigma de la intolerancia por medio de sus afirmaciones y películas holliwoodienses. Así, cuando la noble mártir africana Vibia Perpetua y sus compañeros de los que transcribimos íntegro el martirio en esta WEB, van a ser sacrificados en el anfiteatro, y se les quiere ultrajar una última vez antes de la muerte disfrazándoles de sacerdotes paganos, invocan con firmeza a su libertad de conciencia, algo inaudito y desconocido en aquella época. Así nos refiere el acta: "Llegados a la entrada del anfiteatro, quisieron vestir a los hombres el hábito de los sacerdotes de Saturno, y a las mujeres, el de las sacerdotisas de Ceres. Todos rehusaron con generosa intrepidez, diciendo:
"Hemos venido voluntariamente aquí por conservar nuestra libertad, y por eso damos nuestras vidas; este es el único contrato que tenemos con vosotros". La injusticia reconoció a la justicia, y el tribuno permitió que entrasen con sus propios hábitos."
Para los antiguos griegos y romanos, la religión lo era todo. No era algo separado de la política, sino que política y religión eran una misma cosa. La Polis y la Civitas se fundamentaban en estos principios y los sacerdotes paganos eran una especie de funcionarios públicos que desempeñaban una función específica. La religión entonces no tenía nada que ver con el concepto cristiano de una relación personal del hombre con la divinidad. Así el estado, o mejor dicho, la ciudad estado, era la asamblea o reunión de aquellos que poseían unos mismos dioses y que sacrificaban en un mismo altar. Renegar de los dioses de los antepasados no era solo apostasía, era traición a la patria.
Este concepción religiosa no impedía que en Roma fuesen invitadas y bien acogidas las divinidades de los pueblos conquistados; es como el ejemplo del libro de los hechos y del templo al "dios desconocido" que Pablo vio en Atenas. El escritor latino Ovidio dijo: "Roma es digna de que a ella vayan todos los dioses".
Tertuliano [ca. 160 – ca. 220] afirma que en un principio el cristianismo dio sus primeros pasos a la sombra del judaísmo, del que los romanos no lo diferenciaban, sin tener más problemas. Sin embargo, la primera luz histórica acerca de cómo esta situación cambió, nos la da Suetonio en un texto relativo a la expulsión de los judíos de Roma por los frecuentes tumultos que tenían acerca de un tal "Cresto" (Corrupción latina de Christus). Esta expulsión se dio en el año 51-52 d-C. y a raíz de este acontecimiento es que Pablo se encuentra con dos judíos creyentes en Jesús que acaban de llegar de Roma: Aquila y Priscila (Ver Hechos 18:2).
Será poco más de diez años después de estos acontecimientos, el año 64 d.C. que la cristiandad romana pasaría por su primera prueba de fuego, en una calurosa noche de julio, cuando, provocado por el enajenado y monstruo de maldad, el emperador Nerón, un terrible incendio se declaró en las inmediaciones del circo máximo.
No pasaría mucho tiempo para que el grito de la chusma alborotada resonase con el tristemente famoso: "Los cristianos al león", que no se extinguiría hasta dos siglos y medio después.
La naturaleza de las persecuciones del siglo I
Además del texto que se reproduce en el tema de las persecuciones del siglo I, y que hace mención a la persecución Neroniana, hemos de decir, que Tertuliano de Cartago, conocedor de las leyes Romanas afirma sin duda alguna que existió un "Institutum Neronianum" o ley del emperador Nerón contra los cristianos, cuyo fundamento básicamente era este: "Ut christiani non sint" o lo que es lo mismo "No es lícito ser cristiano". De este modo, aunque los mismos paganos que los condenaban, como es el caso de Plinio, de manera patente se daban cuenta de la inocencia de los cristianos, como fue en el caso de los cristianos de Bitinia, los paganos parecían decir: "La ley está por encima de toda verdad, y por esto es preciso obedecerla" (del mismo modo a lo largo de la historia, y aún hoy en día, muchos dentro del cristianismo, olvidan la ley evangélica del amor, y se convierten en legalistas inflexibles). No importa si el acusado es inocente, o si es un ciudadano ejemplar: el delito es el simple hecho de ser cristiano, y poner su conciencia por encima de las leyes humanas que le condenan.
La naturaleza de las persecuciones del siglo II
En este siglo toda la legislación sobre los cristianos, se resume en el famoso rescripto de Trajano, respondiendo a su embajador en Bitinia, Plinio el Joven, hacia el año 112 d.C. Por esta carta, podemos entender (es la única manera de darle sentido a la misma), que en efecto, existía una legislación anterior (¿la Neroniana?) contra el cristianismo y los cristianos. La cosa es que el meticuloso Plinio, que por lo que comenta ya ha dado alguna sentencia de pena de muerte contra alguna persona que al ser detenida ha persistido en su confesión de cristiano, se pregunta (pregunta al emperador) el llamado "quid et quatenus" esto es: qué se debe castigar en un cristiano, y en qué medida se debe castigar a un cristiano. ¿Se debe de castigar el mero hecho de tener el nombre de cristiano, o los posibles delitos entorno al hecho de llevar nombre de cristiano?. ¿Se debe castigar a todos los cristianos por igual, o se debe tener alguna consideración por cuestiones de edad, arrepentimiento, etc.?.
La respuesta de Trajano en su rescripto no deroga la ley anterior, pero sí la mitiga: El cristianismo no debe de ser perseguido de oficio por las autoridades imperiales (lo que es un reconocimiento de su inocencia), pero si los cristianos son delatados conforme a la ley (no valen, pues, acusaciones anónimas) hay que castigarlos con dureza.
Es, pues, un sin sentido: Personas a las que se deja vivir con toda tranquilidad, son llevadas a la muerte si tan solo a alguien se les ocurre acusarles por cristianos. La persecución no es contra los posibles males o delitos que hayan podido causar los cristianos, sino contra el nombre de cristiano. Así Tertuliano dirá:
"Si confesamos, se nos tortura; si perseveramos se nos castiga; si apostatamos se nos absuelve, pues la persecución es solo contra el nombre"
Y en otro lado escribe Tertuliano:
"El hombre confiesa a gritos: "Soy cristiano". Y dice lo que es. Tú (legislador) quieres que diga lo que no es. Presidiendo los tribunales con el objeto de obtener la verdad, sin embargo de nosotros (los cristianos) queréis oír una mentira. "Soy -confiesa el prisionero- lo que vosotros me preguntáis si soy" ¿Para qué me atormentas para que te diga lo contrario? Confieso ser cristiano y me torturas, ¿qué harías si dijese que no lo soy? Y todos saben que si otros prisioneros niegan sus delitos, vosotros no les creéis con facilidad; a nosotros sin embargo, apenas negamos lo que somos, nos creéis..." (Apologético 2:13-15)
Así la sentencia de muerte a un cristiano, no menciona otro crimen que el hecho de llamarse cristiano. Tertuliano dice al respecto:
"¿Cómo es que en vuestras sentencias leéis: "fulano el cristiano"?, ¿porqué no escribís también "homicida" si ser cristiano implicase también ser homicida? ¿Porqué no también incestuosos o cualquier otro crimen que creáis que cometamos?" (Apol. 2:20)
En el acta del tormento de los Mártires de Lyon, leemos el celo y temor de un cristiano llamado Santos, para no negar el Nombre del que le salvó. El relato es estremecedor, más si pensamos cuantas veces hoy en día los "cristianos" se avergüenzan de confesarse como tales ante el mundo:
"También Santos, habiendo experimentado en su cuerpo todo los tormentos que el ingenio humano pudo imaginar, y cuando esperaban sus verdugos que a fuerza de torturas conseguirían hacerle confesar algún crimen, estuvo tan constante y firme que no dijo su nombre ni el de su nación, ni el de su ciudad, ni aun si era siervo o libre, sino que a todas las preguntas respondía en latín: "Soy cristiano". Esto era para él su nombre, su patria y su raza, y los gentiles no pudieron hacerle pronunciar otras palabras."
En realidad los legisladores (de ahí las dudas de Plinio) sabían que los cristianos no habían cometido otro crimen que el hecho de llevar ese nombre: cristianos. Las calumnias de asesinato, canibalismo, incesto, adoración de un crucificado con cabeza de asno y barbaridades semejantes, solo las creía el populacho, la masa manipulada. Al respecto el rescripto de Trajano decía:
"Los que confiesen el nombre de cristianos han de ser ejecutados, los que lo nieguen, absueltos"
No hay más. Solo la chusma daba crédito y aún alimentaba las calumnias sobre los primitivos cristianos. Ni un legislador o noble jamás las creyó. El cristianismo contaba con opositores fanáticos entre el bajo clero pagano, entre los numerosos adivinos y curanderos ambulantes que engañaban a las gentes de más baja extracción. Estos infundían en la masa pagana todos sus rencores sobre el cristianismo y lo acusaban de todos los males que pudiesen imaginar.
Tertuliano cuenta con ironía como:
"Si el Tíber desborda sus diques, si el Nilo no puja hasta los sembrados, si el cielo queda inmóvil, si la tierra tiembla, si el hambre y la peste sobrevienen. al punto gritáis: "CHRISTIANOS AD LEONEM": ¡¡¡LOS CRISTIANOS AL LEÓN!!!, ¿Tanto a uno?" (Apologético 40:6)
Los mismos gritos, cuenta Tertuliano, resonaban tras las fiestas religiosas populares cuando el pueblo tras las bacanales (orgías de bebida, etc. en fiestas religiosas -¿Le suena esto de algo al lector?-) corría a los sepulcros de los cristianos a arrancar de allí a los cadáveres irreconocibles y corrompidos para insultarles y destrozarlos. Por último Tertuliano relata cómo durante las fiestas del circo romano, el mismo grito no dejaba de resonar reclamando el suplicio de los cristianos.
Parece un sin sentido que el aún hoy admirado como filósofo emperador Marco Aurelio, fuese uno de los peores perseguidores del cristianismo. Así escribirá una ley que dirá:
"El que introduzca nuevas sectas o religiones desconocidas y por ellas altere al pueblo, si es noble, debe ser desterrado; si plebeyo, decapitado" (Paulo, Sent. V,21,2)
La naturaleza de las persecuciones del siglo III
Es a partir del siglo III que se inicia el régimen de persecución sistemática y de aniquilación y exterminio del cristianismo con métodos y edictos cuidadosamente elaborados.
Los rumores del populacho ya no convencen a nadie, pero el cristianismo era algo que en vez de desaparecer tras dos siglos de persecuciones, se había extendido y crecido en todas las capas sociales poniendo en peligro la religión tradicional de Roma (la religión que profesaron los padres, la familia, los antepasados).
Para un magistrado era difícil resistirse a la muchedumbre llena de odio anticristiano. Era una manera fácil y barata de contentar al populacho, satisfaciendo sus instintos más bajos.
Septimio Severo (193-211 d.C.) prohibió hacia el 202 d.C. toda propaganda religiosa de los Judíos y de los Cristianos, pero como podemos hoy en día testificar, su edicto quedó en la nada. Los verdaderos demonios de la persecución del siglo III fueron Decio en 249 d.C. y Valeriano en 258 d.C. cuya política fue la de la búsqueda y exterminio de los cristianos allí donde se encontrasen estos.
La última persecución
La última persecución de la Roma imperial al cristianismo primitivo (que fue, ni es, ni será la última de Roma contra el cristianismo) fue la de Diocleciano entre el 259 al 303 d.C. Tras esta persecución, Constantino el emperador, con su conversión, haría del cristianismo la religión de moda entre los paganos. Lo que el enemigo de la fe no logró con sangre y fuego, lo lograría a partir de ahora con métodos mucho más sutiles y difíciles de discernir para aquellos héroes de la fe que nos precedieron.
http://www.cristianismo-primitivo.org/s1natpersec.html
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Cristianos. De indignados a fuente de poder
¿Qué les debemos a los romanos?
https://www.youtube.com/watch?v=8wWbmIFuSVM
Los primeros tres minutos de esta grabación, correspondientes a la famosa película La vida de Brian, reflejan con gran sentido del humor cómo las masas son susceptibles de ser compradas con dones, como establece el principio básico de la Economía de Prestigio. El tema de la inmoralidad, con la que se pueden haber obtenido los fondos necesarios para esos bienes que uno recibe sin haberse manchado ni arriesgado por ello, pasa a segundo plano entre la mayoría de la población.
No obstante siempre ha habido personas que se han indignado por ello y han procurado predicar la necesidad de tener más espíritu solidario que individualista a la hora de actuar. Una de esas personas, según nuestras fuentes documentales, fue Jesús (Heb. ישׁוע, Yeshúa: «Yahvéh es Salvación»), de una familia de pequeños constructores, pues su padre, Yosefyah («Yahvé añadirá»), se nos dice que tenía esa profesión arquitectónica de carpintero. Su preocupación era ética, no política. Lo único que pedía era que se actuara bien, no que se cambiara de sistema de gobierno:
«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22, 15-21).
Su predicación de ese mensaje de bondad (εὐαγγέλιον o evangelio) le atrajo numerosas simpatías, sobre todo en las capas pobres de la población que estaban dispuestas a recibir esa invitación, pero es evidente que no todos eran iguales (pensar que el pobre es bueno por ser pobre es una ingenuidad digna de conmiseración). Las clases poderosas, especialmente el clero al que ponía en evidencia, se sentían inquietas ante la indignación creciente sobre fundamentos morales contra los que era difícil luchar. Por ello buscaron su anulación denunciándolo, como suele suceder, al poder ejecutivo, representado en este caso Poncio Pilato -hijo posiblemente de un general de Augusto que luchó contra los astures- que fue Procurador de la provincia romana de Judea entre los años 26 y 36. Éste había sido designado para el cargo por el emperador a instancias del prefecto del pretorio Sejano, notorio antisemita, que luego se sublevaría contra el emperador y sería ejecutado, tras lo cual Pilato recibiría la orden de cambiar hacia una política menos represiva.
Mateo (27) nos cuenta que los jefes religiosos lo llevaron ante él, y así:
«Jesús compareció ante el gobernador, y este le preguntó: "¿Tú eres el rey de los judíos?" Él respondió: "Tú lo dices".
Al ser acusado por los sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No oyes todo lo que declaran contra ti?"
Jesús no respondió a ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador».
(27:11-14)
Éste no encontró ninguna actitud penal que condenar, pero al mismo tiempo no quiso enfrentarse con las acusaciones de tibieza que los sacerdotes pudiesen llevar contra él a Roma. Por ello, nos sigue diciendo Mateo (27: 15-27), que aprovechó la ocasión de tener preso a un terrorista antirromano que había causado una muerte, Barrabás, para dejar la cuestión en manos de la multitud:
«En cada Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno famoso, llamado Barrabás.
Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: "¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?"
Él sabía bien que lo habían entregado por envidia.
Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho".
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: "¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?" Ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato continuó: "¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?". Todos respondieron: "¡Que sea crucificado!"
Él insistió: "¿Qué mal ha hecho?" Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: "¡Que sea crucificado!"
Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: "Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes".
Y todo el pueblo respondió: "Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos".
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado.»
No obstante el movimiento de indignación moral no desapareció, sino que tendió a extenderse. Ello llevará al senador Tácito (Annales, 15.44) a escribir acerca de la represión llevada a cabo por Nerón en un momento de crisis económica, agravada en la capital con un incendio que fue mucho más devastador de lo normal:
«Cristo, el fundador del nombre, había sufrido la pena de muerte en el reinado de Tiberio, sentenciado por el procurador Poncio Pilato, y la perniciosa superstición se detuvo momentáneamente, pero surgió de nuevo, no solamente en Judea, donde comenzó aquella enfermedad, sino en la capital misma [Roma]».
Luego, con Flavio Vespasiano, que había comenzado su gobierno con la toma de Jerusalén (70) tras reprimir una revuelta, el Estado volvió a mirar para otro lado, sin duda para no causar tensiones innecesarias, y los cristianos se fueron adaptando a las instituciones romanas de asistencia mutua que estaban permitidas (de una manera similar a lo que hicieron los comunistas con los sindicatos en España en la última etapa de Franco). El hecho de que éstas asociaciones hubiesen de tener una jerarquía similar a la de los organismos oficiales (una asamblea [ekklesía en griego], con un consejo de ancianos [presbiteroi] y un personaje supervisor [episcopós]) no iba a dejar de tener trascendencia en la paulatina transformación de lo que en principio era anárquico, sin jefatura reconocida alguna.
Esa tolerancia vigilante sabemos que se mantuvo con Trajano (98-117) y que no perjudicó especialmente al movimiento cristiano el aplastamiento de la nueva revuelta judía (132-135) que Hadriano llevó a cabo provocando la expulsión de cientos de miles de judíos de Judea (a la que cambió el nombre por el de Palestina) y les prohibió a todos pisar la capital, Jerusalén. Posiblemente esa expulsión no hizo sino beneficiar indirectamente la expansión.
La crisis económica que había estallado en el año 64 nunca permitió volver a una situación similar a la de expansión de la época anterior. El régimen se cerró en sí mismo y adoptó una política de control de la economía similar a la que siempre habían tenido hasta entonces los grandes estados centralizados: el individualismo industrial y comercial fue progresivamente limitado por el poder y puesto al servicio de los intereses de éste. Y entre ellos no era menor el del mantenimiento de un estado de bienestar general para la población, ahora institucionalizado. Así, por ejemplo, el aceite de la Bética todo indica que se vio sujeto a controles en todo su proceso de encaminamiento hacia Roma (donde se formaría con los restos de sus ánforas el monte Testaccio) y las legiones occidentales, mientras que los productos gestionados por lo que podríamos llamar iniciativa privada cada vez iban saliendo más de los circuitos comerciales amplios. Después de Trajano no volvió a haber conquistas importantes que suministraran botín y la economía fue decayendo hasta la época de Marco Aurelio (161-180) donde, teniendo que soportar por el contrario invasiones, la economía antigua quebró definitivamente por su incapacidad de crear elementos financieros ágiles que llevaran el dinero fiduciario a donde la moneda no podía alcanzar.
Ante esta situación las masas, desprotegidas cada vez más por un Estado exhausto y cuyos gobernantes se veían muy apartados del común, con una riqueza escandalosa en medio de la creciente depauperación, se mostraron cada vez más indignadas al ver que los beneficios de los latrocinios de los jefes ya no repercutían para nada en ellas. No tiene nada de extraño pues que los cristianos, convertidos en núcleo aglutinante de esa indignación y con iglesias bien estructuradas, se convirtiesen por vez primera en un problema que el Estado intentó erradicar con la fuerza de las persecuciones. Nada de particular tiene que comenzasen precisamente con el emperador filósofo, Marco Aurelio, amante de los hombres pero sobre todo amante del Estado. Pero el movimiento resultó tan imparable como la misma crisis económica que lo había llevado a primer plano. Había que reconstruir el Estado desde sus raíces, como en efecto se intentaría hacer uniendo a los contrarios en una tarea común después de largas luchas.
[b]https://www.youtube.com/watch?v=8wWbmIFuSVM
Los primeros tres minutos de esta grabación, correspondientes a la famosa película La vida de Brian, reflejan con gran sentido del humor cómo las masas son susceptibles de ser compradas con dones, como establece el principio básico de la Economía de Prestigio. El tema de la inmoralidad, con la que se pueden haber obtenido los fondos necesarios para esos bienes que uno recibe sin haberse manchado ni arriesgado por ello, pasa a segundo plano entre la mayoría de la población.
No obstante siempre ha habido personas que se han indignado por ello y han procurado predicar la necesidad de tener más espíritu solidario que individualista a la hora de actuar. Una de esas personas, según nuestras fuentes documentales, fue Jesús (Heb. ישׁוע, Yeshúa: «Yahvéh es Salvación»), de una familia de pequeños constructores, pues su padre, Yosefyah («Yahvé añadirá»), se nos dice que tenía esa profesión arquitectónica de carpintero. Su preocupación era ética, no política. Lo único que pedía era que se actuara bien, no que se cambiara de sistema de gobierno:
«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22, 15-21).
Su predicación de ese mensaje de bondad (εὐαγγέλιον o evangelio) le atrajo numerosas simpatías, sobre todo en las capas pobres de la población que estaban dispuestas a recibir esa invitación, pero es evidente que no todos eran iguales (pensar que el pobre es bueno por ser pobre es una ingenuidad digna de conmiseración). Las clases poderosas, especialmente el clero al que ponía en evidencia, se sentían inquietas ante la indignación creciente sobre fundamentos morales contra los que era difícil luchar. Por ello buscaron su anulación denunciándolo, como suele suceder, al poder ejecutivo, representado en este caso Poncio Pilato -hijo posiblemente de un general de Augusto que luchó contra los astures- que fue Procurador de la provincia romana de Judea entre los años 26 y 36. Éste había sido designado para el cargo por el emperador a instancias del prefecto del pretorio Sejano, notorio antisemita, que luego se sublevaría contra el emperador y sería ejecutado, tras lo cual Pilato recibiría la orden de cambiar hacia una política menos represiva.
Mateo (27) nos cuenta que los jefes religiosos lo llevaron ante él, y así:
«Jesús compareció ante el gobernador, y este le preguntó: "¿Tú eres el rey de los judíos?" Él respondió: "Tú lo dices".
Al ser acusado por los sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No oyes todo lo que declaran contra ti?"
Jesús no respondió a ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador».
(27:11-14)
Éste no encontró ninguna actitud penal que condenar, pero al mismo tiempo no quiso enfrentarse con las acusaciones de tibieza que los sacerdotes pudiesen llevar contra él a Roma. Por ello, nos sigue diciendo Mateo (27: 15-27), que aprovechó la ocasión de tener preso a un terrorista antirromano que había causado una muerte, Barrabás, para dejar la cuestión en manos de la multitud:
«En cada Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno famoso, llamado Barrabás.
Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: "¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?"
Él sabía bien que lo habían entregado por envidia.
Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho".
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: "¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?" Ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato continuó: "¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?". Todos respondieron: "¡Que sea crucificado!"
Él insistió: "¿Qué mal ha hecho?" Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: "¡Que sea crucificado!"
Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: "Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes".
Y todo el pueblo respondió: "Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos".
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado.»
No obstante el movimiento de indignación moral no desapareció, sino que tendió a extenderse. Ello llevará al senador Tácito (Annales, 15.44) a escribir acerca de la represión llevada a cabo por Nerón en un momento de crisis económica, agravada en la capital con un incendio que fue mucho más devastador de lo normal:
«Cristo, el fundador del nombre, había sufrido la pena de muerte en el reinado de Tiberio, sentenciado por el procurador Poncio Pilato, y la perniciosa superstición se detuvo momentáneamente, pero surgió de nuevo, no solamente en Judea, donde comenzó aquella enfermedad, sino en la capital misma [Roma]».
Luego, con Flavio Vespasiano, que había comenzado su gobierno con la toma de Jerusalén (70) tras reprimir una revuelta, el Estado volvió a mirar para otro lado, sin duda para no causar tensiones innecesarias, y los cristianos se fueron adaptando a las instituciones romanas de asistencia mutua que estaban permitidas (de una manera similar a lo que hicieron los comunistas con los sindicatos en España en la última etapa de Franco). El hecho de que éstas asociaciones hubiesen de tener una jerarquía similar a la de los organismos oficiales (una asamblea [ekklesía en griego], con un consejo de ancianos [presbiteroi] y un personaje supervisor [episcopós]) no iba a dejar de tener trascendencia en la paulatina transformación de lo que en principio era anárquico, sin jefatura reconocida alguna.
Esa tolerancia vigilante sabemos que se mantuvo con Trajano (98-117) y que no perjudicó especialmente al movimiento cristiano el aplastamiento de la nueva revuelta judía (132-135) que Hadriano llevó a cabo provocando la expulsión de cientos de miles de judíos de Judea (a la que cambió el nombre por el de Palestina) y les prohibió a todos pisar la capital, Jerusalén. Posiblemente esa expulsión no hizo sino beneficiar indirectamente la expansión.
La crisis económica que había estallado en el año 64 nunca permitió volver a una situación similar a la de expansión de la época anterior. El régimen se cerró en sí mismo y adoptó una política de control de la economía similar a la que siempre habían tenido hasta entonces los grandes estados centralizados: el individualismo industrial y comercial fue progresivamente limitado por el poder y puesto al servicio de los intereses de éste. Y entre ellos no era menor el del mantenimiento de un estado de bienestar general para la población, ahora institucionalizado. Así, por ejemplo, el aceite de la Bética todo indica que se vio sujeto a controles en todo su proceso de encaminamiento hacia Roma (donde se formaría con los restos de sus ánforas el monte Testaccio) y las legiones occidentales, mientras que los productos gestionados por lo que podríamos llamar iniciativa privada cada vez iban saliendo más de los circuitos comerciales amplios. Después de Trajano no volvió a haber conquistas importantes que suministraran botín y la economía fue decayendo hasta la época de Marco Aurelio (161-180) donde, teniendo que soportar por el contrario invasiones, la economía antigua quebró definitivamente por su incapacidad de crear elementos financieros ágiles que llevaran el dinero fiduciario a donde la moneda no podía alcanzar.
Ante esta situación las masas, desprotegidas cada vez más por un Estado exhausto y cuyos gobernantes se veían muy apartados del común, con una riqueza escandalosa en medio de la creciente depauperación, se mostraron cada vez más indignadas al ver que los beneficios de los latrocinios de los jefes ya no repercutían para nada en ellas. No tiene nada de extraño pues que los cristianos, convertidos en núcleo aglutinante de esa indignación y con iglesias bien estructuradas, se convirtiesen por vez primera en un problema que el Estado intentó erradicar con la fuerza de las persecuciones. Nada de particular tiene que comenzasen precisamente con el emperador filósofo, Marco Aurelio, amante de los hombres pero sobre todo amante del Estado. Pero el movimiento resultó tan imparable como la misma crisis económica que lo había llevado a primer plano. Había que reconstruir el Estado desde sus raíces, como en efecto se intentaría hacer uniendo a los contrarios en una tarea común después de largas luchas.
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El matrimonio del Cristianismo con el Estado
EL CRISTIANISMO COMO RELIGIÓN ROMANA: LA POLÍTICA DE CONSTANTINO
No podemos asegurar, como a veces se hace, que Constantino ya sintiera simpatías hacia los cristianos cuando los emperadores tetrarcas decretaron la gran Persecución en febrero del 303, ni tampoco sabemos si las sentía cuando accedió al poder en Britania tres años después. Pero pocas dudas caben de que, tras vencer a Majencio en Puente Milvio (octubre del 312) y adueñarse de toda la pars occidentis, compartía plenamente la idea avanzada en el edicto de Galerio, que estimaba necesaria la benevolencia del dios de los cristianos para garantizar la paz social y la seguridad del Imperio. Esta creencia es, de hecho, el fundamento del pacto sellado con Licinio en Milán, a inicios del 313, y reaparecerá una y otra vez en los años siguientes de su reinado, bien fuera para justificar su política de favor hacia los clérigos, bien fuera para exigir a éstos un mayor espíritu de tolerancia y concordia para el bien de todos [NOTA 1] .
Lo que realmente hubo de innovador en la política de Constantino, respeto a sus diversos colegas imperiales, fue percibir la consecuencia lógica de esta creencia y otorgar a los clérigos cristianos un papel relevante en la vida pública. Todo parece indicar que esta pretensión constantiniana sorprendió menos a la sociedad romana, acostumbrada a ver en los sacerdotes simples magistrados del Imperio, que a la comunidad cristiana y a gran parte de su jerarquía, tradicionalmente alejada de las instituciones del Estado. No obstante, esta ideología dominante en el ámbito religioso, que identificaba el sacerdocio con una magistratura cívica, fue de inmediato asumida por la Iglesia y abrió las puertas a la transformación del cristianismo en religión de Estado.
El efecto más visible, y de los más trascendentes, de tan intensa y rápida politización del cristianismo fue la exaltación religiosa de Constantino, al que se adornó de una autoridad carismática y sobrenatural, excepcional en todos los sentidos, que lo situó sin discusión posible no sólo a la cabeza del Estado, sino también de la Iglesia. Para ésta, el emperador es un nuevo san Pablo, apóstol de la gentilidad, y un nuevo Moisés, que lleva a su pueblo perseguido a la tierra prometida, venciendo con la ayuda divina a todos sus enemigos. De ahí que lo titulen «obispo general» (VC, I, 44), «obispo de los de afuera» (VC, TV, 24) y hasta isapóstolos o «igual a los apóstoles», siendo por ello enterrado en medio de los doce cenotafios supuestamente pertenecientes a los doce apóstoles. Tamaña magnificación imperial limitaba considerablemente el papel religioso de la Iglesia, como bien ilustra la marginación del papa de Roma durante todo el reinado de Constantino, pero esta renuncia quedó sobradamente compensaba con el nuevo protagonismo clerical en las esfera pública.
Nada indica que a Constantino le afectara especialmente esta exaltación cristiana de su persona, pues a fin de cuentas él era pontifex maximus y, como tal, responsable supremo de los asuntos religiosos, naturalmente, los cristianos. Estos, en cambio, quedaron fuertemente impresionados por la catarata de privilegios que el emperador les prodigó, quizá sin percibir hasta qué punto esa política de favor suponía un paso decisivo en el proceso de romanización del propio cristianismo y el distanciamiento, ya irreversible en Occidente y otras regiones, de sus lejanos orígenes evangélicos y judíos.
Junto á la antes citada exención clerical de funciones públicas en reconocimiento por los beneficios que ello reportaba al Imperio, los privilegios que, a mi juicio, más afectaron a este proceso fueron los de carácter jurídico, en especial la disposición que daba rango de ley a los acuerdos sinodales (que Constantino justificó porque los sacerdotes de dios merecían más crédito que cualquier juez»), y sobre todo la llamada audientia episcopalis, que convertía de facto a los obispos en poderosas instancias de apelación por cuanto (a) a iniciativa de una de las partes, se permitía transferir al tribunal episcopal un proceso ya incoado ante jueces ordinarios, (b) el veredicto episcopal era sagrado e inapelable, y (c) el testimonio de un obispo era verídico por naturaleza y anulaba en consecuencia cualquier otra prueba o testimonio. Aunque nadie pareció entonces percatarse de su trascendencia, tan insólitos privilegios clericales implicaban aceptar el derecho y hasta la obligación imperial de intervenir en asuntos eclesiásticos que afectaran a estos nuevos responsables de la salud de la República, es decir, daban al emperador una autoridad suprema en los temas internos de la Iglesia, doctrinales y disciplinarios, que de algún modo incidieran en la esfera pública. Y dado que esta incidencia fue cada día más frecuente y más inevitable, otro tanto acaeció con la intromisión del emperador en la vida eclesiástica, la mayoría de las veces a instancia de obispos o de grupos clericales que sentían dañados sus intereses, sus derechos o sus prerrogativas [Nota 2] .
El protagonismo público del clero y de la Iglesia fue debidamente acompasado por un costoso programa edilicio, a expensas siempre de recursos estatales y en ocasiones del expolio de templos paganos. Entre sus exponentes más notorios se encuentran las Basílicas del Santo Sepulcro en Jerusalén, cuyo esplendor contrastaba con las ruinas del Templo judío (VC III, 31, 1), la de San Pedro en Roma, varias veces ampliada y modificada en siglos posteriores, y la de los Santos Apóstoles en Constantinopla, donde reposarían en su día los restos mortales de Constantino. Esta magna escenificación del poder eclesiástico no suponía tan sólo un viraje radical respecto a la mentalidad dominante en los dos primeros siglos, cuando los cristianos se enorgullecían de tener sus almas como templos únicos de dios. Los nuevos escenarios dieron, además, un nuevo sentido a los rituales, que ganaron en tramoya externa y asistencia multitudinaria lo que perdieron en su significado originario de comunicación individual con la divinidad y con los hermanos de fe. La religiosidad romana ganaba de este modo la partida a la sencillez evangélica y a la tradición judía. Así lo ratifica el culto tributado a santos y mártires, posiblemente el que gozaba de más popularidad entre las muchedumbres de neoconversos al cristianismo. Recordemos tan sólo su sentido irremediablemente festivo y profano, libertino incluso, ocasión de todo tipo de excesos mundanos, para desesperación de los fieles más piadosos. Paulino reconoce que las multitudes que acudían a la tumba de Félix en Nola se comportaban como si participaran en un banquete pagano, desvarío que él comprendía y justificaba porque en su simpleza creían «que los santos se complacen cuando sus sepulcros son rociados por el aromático vino» (Poema 27, 563-568). Agustín (Ep. 29, 9-10), en cambio, prefería no ocultar el verdadero rostro de la realidad ni sus causas:
«Al retornar la paz, multitud de gentiles quería recibir el nombre cristiano; pero se veía impedida por su costumbre de celebrar las fiestas de los ídolos con festines abundantes y con embriagueces. No podían abstenerse con facilidad de sus torpísimas e inveteradas diversiones. Entonces les pareció a nuestros mayores que se debía transigir con esa debilidad, permitiendo a los neófitos celebrar las fiestas en honor de los santos mártires en sustitución de las que dejaban. Y ya que se citaban ejemplos de embriagueces cotidianas, en la basílica romana de San Pedro Apóstol, les advertí que, según mis informes, habían sido prohibidas con frecuencia; que el lugar estaba muy lejos de la inspección del obispo; que en una ciudad tan grande como Roma había muchedumbre de mundanos, especialmente de peregrinos que iban llegando, tanto más audaces cuanto más ignorantes de la costumbre» (traducción de L. Cilleruelo).
Es también Agustín (Confesiones, VI, 2) quien nos informa de las medidas tomadas por Ambrosio de Milán para evitar los frecuentes desenfrenos de las fiestas Parentalia, que se celebraban el mes de febrero y se dedicaban ahora a la veneración cristiana de los difuntos [Nota 3] . El asunto, por citar un último y más cercano testimonio, seguía coleando siglos después, según da fe el canon 23 del III concilio de Toledo, celebrado el año 589:
«Debe extirparse radicalmente la costumbre irreligiosa que suele practicar el pueblo en las fiestas de los santos, de modo que las gentes que deben acudir a los oficios divinos, se entregan a danzas y canciones indecorosas...» [RISUS PASCUALIS]
Fue esta intensa romanización —y hasta paganización— del cristianismo lo que le permitió sustituir en exclusiva a la religión clásica en todos los ámbitos de la vida pública —administrativa y popular por igual—, y lo que, en última instancia lo impulsó, con flagrante abandono de sus raíces pacifistas, a la persecución de las demás religiones y de los movimientos cristianos disidentes. Sin contemplar ahora los pormenores de esta empresa, quizá su resultado más trascendente para el propio cristianismo fuese, como acabamos de ver, la asimilación de costumbres externas y su consiguiente configuración como una religión sincretista, ritualista y de espiritualidad superficial, justo aquello que tantas veces había reprobado Jesús y los primeros cristianos.
(Tomado de José Fernández Ubiña, "Romanización e integración del cristianismo en el Imperio romano", en G. Bravo y R. González Salinero (eds.), Formas de integración en el mundo romano, Signifer Libros, Madrid, 2009, pp. 144-148. Se ha despojado de casi todas las notas).
COMENTARIO PERSONAL: La antigua religión pública romana había pasado a ser una cuestión privada cuando Roma pasó a ser la cabeza de un nuevo Estado multicultural a partir de Augusto. Se inventó entonces como sustitutivo el culto al Emperador, como aglutinante general (como el culto a Stalin o a Mao). El hundimiento del prestigio imperial, por cuestiones morales primero y económicas después, favoreció el desarrollo de tendencias como la cristiana, que finalmente terminaría convertida en la nueva religión del Estado Romano, cerrando el ciclo. Puede ser vista como una cuestión estructural de horizontes mentales integrados, que explica la aparición de nuevos sistemas dominantes sin que desaparezcan del todo los anteriores (que se van, eso sí, debilitando al pasar a segundo o tercer plano).
NOTAS
[1] Sirva de ejemplo la carta que Constantino dirigió la primavera del 313 al gobernador norteafricano Anulino, participándole la exención de obligaciones públicas al clero católico para que éste pudiera consagrarse en exclusiva a la adoración de su dios con los consiguientes beneficios para el Estado (Eusebio, HE, X, 7,1-2), idea que reaparece en una ley promulgada en las mismas fechas (CTh., XVI, 2,2), así como en su carta del 314 a Aelafius, subprefecto de África (Opiato, Ap. III, adfinem) y en la que dirigió, diez años más tarde, a Arrio y Alejandro de Alejandría pidiéndoles la reconciliación teológica, todo lo cual reportaría a su juicio un gran beneficio a la administración del Estado (Eusebio de Cesárea, Vida de Constantino E, 65-69).
[2] Los cristianos asumieron espontáneamente la creencia clásica que hacía del emperador una figura sacrosanta, de la que emanaban los criterios últimos de justicia y ortodoxia.
[3] Sobre el mismo asunto se pronunciaron igualmente Juan Crisóstomo (Contra ebriosos et de resurrectione domini nostri Jesu Christi, PG 50, cols. 433-442) y Basilio de Cesárea (Homilia 14, In ebriosos, PG31, cols. 444-464), que condena en particular los bailes de mujeres en basílicas martiriales.
HOY, EN LA ÉPOCA DE LA RELIGIÓN DEL DINERO FIDUCIARIO, LAS COSAS HAN VUELTO A SER DE OTRA MANERA: https://www.youtube.com/watch?v=YVI7doZUW3I&feature=player_embedded
[b]No podemos asegurar, como a veces se hace, que Constantino ya sintiera simpatías hacia los cristianos cuando los emperadores tetrarcas decretaron la gran Persecución en febrero del 303, ni tampoco sabemos si las sentía cuando accedió al poder en Britania tres años después. Pero pocas dudas caben de que, tras vencer a Majencio en Puente Milvio (octubre del 312) y adueñarse de toda la pars occidentis, compartía plenamente la idea avanzada en el edicto de Galerio, que estimaba necesaria la benevolencia del dios de los cristianos para garantizar la paz social y la seguridad del Imperio. Esta creencia es, de hecho, el fundamento del pacto sellado con Licinio en Milán, a inicios del 313, y reaparecerá una y otra vez en los años siguientes de su reinado, bien fuera para justificar su política de favor hacia los clérigos, bien fuera para exigir a éstos un mayor espíritu de tolerancia y concordia para el bien de todos [NOTA 1] .
Lo que realmente hubo de innovador en la política de Constantino, respeto a sus diversos colegas imperiales, fue percibir la consecuencia lógica de esta creencia y otorgar a los clérigos cristianos un papel relevante en la vida pública. Todo parece indicar que esta pretensión constantiniana sorprendió menos a la sociedad romana, acostumbrada a ver en los sacerdotes simples magistrados del Imperio, que a la comunidad cristiana y a gran parte de su jerarquía, tradicionalmente alejada de las instituciones del Estado. No obstante, esta ideología dominante en el ámbito religioso, que identificaba el sacerdocio con una magistratura cívica, fue de inmediato asumida por la Iglesia y abrió las puertas a la transformación del cristianismo en religión de Estado.
El efecto más visible, y de los más trascendentes, de tan intensa y rápida politización del cristianismo fue la exaltación religiosa de Constantino, al que se adornó de una autoridad carismática y sobrenatural, excepcional en todos los sentidos, que lo situó sin discusión posible no sólo a la cabeza del Estado, sino también de la Iglesia. Para ésta, el emperador es un nuevo san Pablo, apóstol de la gentilidad, y un nuevo Moisés, que lleva a su pueblo perseguido a la tierra prometida, venciendo con la ayuda divina a todos sus enemigos. De ahí que lo titulen «obispo general» (VC, I, 44), «obispo de los de afuera» (VC, TV, 24) y hasta isapóstolos o «igual a los apóstoles», siendo por ello enterrado en medio de los doce cenotafios supuestamente pertenecientes a los doce apóstoles. Tamaña magnificación imperial limitaba considerablemente el papel religioso de la Iglesia, como bien ilustra la marginación del papa de Roma durante todo el reinado de Constantino, pero esta renuncia quedó sobradamente compensaba con el nuevo protagonismo clerical en las esfera pública.
Nada indica que a Constantino le afectara especialmente esta exaltación cristiana de su persona, pues a fin de cuentas él era pontifex maximus y, como tal, responsable supremo de los asuntos religiosos, naturalmente, los cristianos. Estos, en cambio, quedaron fuertemente impresionados por la catarata de privilegios que el emperador les prodigó, quizá sin percibir hasta qué punto esa política de favor suponía un paso decisivo en el proceso de romanización del propio cristianismo y el distanciamiento, ya irreversible en Occidente y otras regiones, de sus lejanos orígenes evangélicos y judíos.
Junto á la antes citada exención clerical de funciones públicas en reconocimiento por los beneficios que ello reportaba al Imperio, los privilegios que, a mi juicio, más afectaron a este proceso fueron los de carácter jurídico, en especial la disposición que daba rango de ley a los acuerdos sinodales (que Constantino justificó porque los sacerdotes de dios merecían más crédito que cualquier juez»), y sobre todo la llamada audientia episcopalis, que convertía de facto a los obispos en poderosas instancias de apelación por cuanto (a) a iniciativa de una de las partes, se permitía transferir al tribunal episcopal un proceso ya incoado ante jueces ordinarios, (b) el veredicto episcopal era sagrado e inapelable, y (c) el testimonio de un obispo era verídico por naturaleza y anulaba en consecuencia cualquier otra prueba o testimonio. Aunque nadie pareció entonces percatarse de su trascendencia, tan insólitos privilegios clericales implicaban aceptar el derecho y hasta la obligación imperial de intervenir en asuntos eclesiásticos que afectaran a estos nuevos responsables de la salud de la República, es decir, daban al emperador una autoridad suprema en los temas internos de la Iglesia, doctrinales y disciplinarios, que de algún modo incidieran en la esfera pública. Y dado que esta incidencia fue cada día más frecuente y más inevitable, otro tanto acaeció con la intromisión del emperador en la vida eclesiástica, la mayoría de las veces a instancia de obispos o de grupos clericales que sentían dañados sus intereses, sus derechos o sus prerrogativas [Nota 2] .
El protagonismo público del clero y de la Iglesia fue debidamente acompasado por un costoso programa edilicio, a expensas siempre de recursos estatales y en ocasiones del expolio de templos paganos. Entre sus exponentes más notorios se encuentran las Basílicas del Santo Sepulcro en Jerusalén, cuyo esplendor contrastaba con las ruinas del Templo judío (VC III, 31, 1), la de San Pedro en Roma, varias veces ampliada y modificada en siglos posteriores, y la de los Santos Apóstoles en Constantinopla, donde reposarían en su día los restos mortales de Constantino. Esta magna escenificación del poder eclesiástico no suponía tan sólo un viraje radical respecto a la mentalidad dominante en los dos primeros siglos, cuando los cristianos se enorgullecían de tener sus almas como templos únicos de dios. Los nuevos escenarios dieron, además, un nuevo sentido a los rituales, que ganaron en tramoya externa y asistencia multitudinaria lo que perdieron en su significado originario de comunicación individual con la divinidad y con los hermanos de fe. La religiosidad romana ganaba de este modo la partida a la sencillez evangélica y a la tradición judía. Así lo ratifica el culto tributado a santos y mártires, posiblemente el que gozaba de más popularidad entre las muchedumbres de neoconversos al cristianismo. Recordemos tan sólo su sentido irremediablemente festivo y profano, libertino incluso, ocasión de todo tipo de excesos mundanos, para desesperación de los fieles más piadosos. Paulino reconoce que las multitudes que acudían a la tumba de Félix en Nola se comportaban como si participaran en un banquete pagano, desvarío que él comprendía y justificaba porque en su simpleza creían «que los santos se complacen cuando sus sepulcros son rociados por el aromático vino» (Poema 27, 563-568). Agustín (Ep. 29, 9-10), en cambio, prefería no ocultar el verdadero rostro de la realidad ni sus causas:
«Al retornar la paz, multitud de gentiles quería recibir el nombre cristiano; pero se veía impedida por su costumbre de celebrar las fiestas de los ídolos con festines abundantes y con embriagueces. No podían abstenerse con facilidad de sus torpísimas e inveteradas diversiones. Entonces les pareció a nuestros mayores que se debía transigir con esa debilidad, permitiendo a los neófitos celebrar las fiestas en honor de los santos mártires en sustitución de las que dejaban. Y ya que se citaban ejemplos de embriagueces cotidianas, en la basílica romana de San Pedro Apóstol, les advertí que, según mis informes, habían sido prohibidas con frecuencia; que el lugar estaba muy lejos de la inspección del obispo; que en una ciudad tan grande como Roma había muchedumbre de mundanos, especialmente de peregrinos que iban llegando, tanto más audaces cuanto más ignorantes de la costumbre» (traducción de L. Cilleruelo).
Es también Agustín (Confesiones, VI, 2) quien nos informa de las medidas tomadas por Ambrosio de Milán para evitar los frecuentes desenfrenos de las fiestas Parentalia, que se celebraban el mes de febrero y se dedicaban ahora a la veneración cristiana de los difuntos [Nota 3] . El asunto, por citar un último y más cercano testimonio, seguía coleando siglos después, según da fe el canon 23 del III concilio de Toledo, celebrado el año 589:
«Debe extirparse radicalmente la costumbre irreligiosa que suele practicar el pueblo en las fiestas de los santos, de modo que las gentes que deben acudir a los oficios divinos, se entregan a danzas y canciones indecorosas...» [RISUS PASCUALIS]
Fue esta intensa romanización —y hasta paganización— del cristianismo lo que le permitió sustituir en exclusiva a la religión clásica en todos los ámbitos de la vida pública —administrativa y popular por igual—, y lo que, en última instancia lo impulsó, con flagrante abandono de sus raíces pacifistas, a la persecución de las demás religiones y de los movimientos cristianos disidentes. Sin contemplar ahora los pormenores de esta empresa, quizá su resultado más trascendente para el propio cristianismo fuese, como acabamos de ver, la asimilación de costumbres externas y su consiguiente configuración como una religión sincretista, ritualista y de espiritualidad superficial, justo aquello que tantas veces había reprobado Jesús y los primeros cristianos.
(Tomado de José Fernández Ubiña, "Romanización e integración del cristianismo en el Imperio romano", en G. Bravo y R. González Salinero (eds.), Formas de integración en el mundo romano, Signifer Libros, Madrid, 2009, pp. 144-148. Se ha despojado de casi todas las notas).
COMENTARIO PERSONAL: La antigua religión pública romana había pasado a ser una cuestión privada cuando Roma pasó a ser la cabeza de un nuevo Estado multicultural a partir de Augusto. Se inventó entonces como sustitutivo el culto al Emperador, como aglutinante general (como el culto a Stalin o a Mao). El hundimiento del prestigio imperial, por cuestiones morales primero y económicas después, favoreció el desarrollo de tendencias como la cristiana, que finalmente terminaría convertida en la nueva religión del Estado Romano, cerrando el ciclo. Puede ser vista como una cuestión estructural de horizontes mentales integrados, que explica la aparición de nuevos sistemas dominantes sin que desaparezcan del todo los anteriores (que se van, eso sí, debilitando al pasar a segundo o tercer plano).
NOTAS
[1] Sirva de ejemplo la carta que Constantino dirigió la primavera del 313 al gobernador norteafricano Anulino, participándole la exención de obligaciones públicas al clero católico para que éste pudiera consagrarse en exclusiva a la adoración de su dios con los consiguientes beneficios para el Estado (Eusebio, HE, X, 7,1-2), idea que reaparece en una ley promulgada en las mismas fechas (CTh., XVI, 2,2), así como en su carta del 314 a Aelafius, subprefecto de África (Opiato, Ap. III, adfinem) y en la que dirigió, diez años más tarde, a Arrio y Alejandro de Alejandría pidiéndoles la reconciliación teológica, todo lo cual reportaría a su juicio un gran beneficio a la administración del Estado (Eusebio de Cesárea, Vida de Constantino E, 65-69).
[2] Los cristianos asumieron espontáneamente la creencia clásica que hacía del emperador una figura sacrosanta, de la que emanaban los criterios últimos de justicia y ortodoxia.
[3] Sobre el mismo asunto se pronunciaron igualmente Juan Crisóstomo (Contra ebriosos et de resurrectione domini nostri Jesu Christi, PG 50, cols. 433-442) y Basilio de Cesárea (Homilia 14, In ebriosos, PG31, cols. 444-464), que condena en particular los bailes de mujeres en basílicas martiriales.
HOY, EN LA ÉPOCA DE LA RELIGIÓN DEL DINERO FIDUCIARIO, LAS COSAS HAN VUELTO A SER DE OTRA MANERA: https://www.youtube.com/watch?v=YVI7doZUW3I&feature=player_embedded
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