Escritura, religión y poder. La transformación del sistema
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Escritura, religión y poder. La transformación del sistema
Escritura, religión y poder
Genaro Chic García
Universidad de Sevilla
En 1993, durante un viaje que tuve que realizar a Las Palmas de Gran Canaria, a raíz de la trágica muerte de mi discípulo Gerardo Torres (motivo por el cual me acuerdo de la fecha), leí un libro que me produjo un gran impacto, posiblemente como consecuencia de mis estudios de Licenciatura como lingüista. Se trataba de ‘La lógica de la escritura y la organización de la sociedad’ (Alianza Ed., Madrid, 1990), de J. Goody. En él aprendí la enorme importancia que tiene el hecho de la escritura como elemento de poder, y en particular referida al poder religioso: suponía pasar del mito al logos, de la palabra flexible (con varias posibilidades de significado) a la inflexible (a la que sólo tiene un significado, como los números); de la posibilidad de entender al mundo como una realidad multiforme a través de las parábolas de los dioses, a la rigidez inflexible de la ortodoxia (en las religiones que no tienen sus dogmas [“lo que hay que creer”, en griego] por escrito no hay herejías) de las religiones de libro, cuya interpretación queda, en todo caso, en manos de una suprema autoridad religiosa.
Y he dicho autoridad, o sea la capacidad de lograr que los demás crean en ti y te sigan voluntariamente, lo cual, paradójicamente, se puede convertir en un gran poder, o sea en la capacidad de obligar a los demás a que te sigan. Para ello basta ser lo suficientemente hábil para garantizar la tranquilidad del creyente con la fuerza coactiva.
Pienso que eso fue precisamente lo que consiguió el general Constantino, hijo de Constancio el Pálido [Cloro], cuando se logró afianzar en el poder a comienzos del siglo IV llevando como ideología el cristianismo, una religión minoritaria (del 5 al 10 % de la población -eso sí población urbana, que era la más influyente desde el punto de vista intelectual-) que pasó en la práctica a transformarse en la religión oficial gracias a la habilidad de hacerse mostrar como tolerante durante el tiempo suficiente para convertirse en absolutamente mayoritaria. Como todas las creencias.
Esto lo he visto con claridad en otro libro, en este caso de P. Veyne: Quand notre monde est devenu chrétien (312-394), (Ed. Albin Michel, Paris, 2008), traducido al español como El sueño de Constantino. El fin del Imperio pagano y el nacimiento del mundo cristiano (Paidós, Barcelona, 2008). Para ello el nuevo emperador se habría valido del habitus o inclinación natural de las masas de seguir al vencedor, al menos de manera formal, y de su habilidad para la tolerancia, conformándose de entrada con esa sumisión formal a las nuevas ideas imperantes. Como han hecho todos los grandes dirigentes que han innovado a través del poder.
Otra lectura que me causó honda impresión fue la respuesta que Raimon Panikkar dio a J. Bris en una entrevista que le realizó para la revista de la Sociedad de Estudios Clásicos llamada Iris (“Raimon Panikkar: Un puente entre Oriente y Occidente" (entrevista), Iris, 12, Enero 2005, p. 2):
PREGUNTA: ¿Por qué ahora se cree en una Democracia, una Banca y un Mercado Mundial y antes se creía en un Dios, una Civilización, una Cultura?
R.: “Primero, porque la humanidad debe siempre creer en alguna cosa. O sea, que no hay hombre ni periodo histórico que no crea en alguna cosa. Y esto que se cree, lo es tan profundamente, porque ni siquiera se cree que se cree en ello. Y esto es lo que yo llamo un mito. Y, en consecuencia, ya no se pregunta, porque se ve evidente que, si no, iríamos al infinito: ¿Por qué, por qué, por qué...?. Allí donde todos los porqués se paran y uno cree en ello, pues esto es lo que es un mito. Es que la creencia es una cosa muy fuerte y muy peligrosa. Y ahora, como estamos dentro de esta cultura y no hemos sabido integrar la visión profunda de las otras culturas, las hemos tolerado como folclore: muy bien, Vd. viste como quiera, o puede danzar, o comer con las manos, o ir a un restaurante chino….”.
Una necesidad de creer que por otro lado he aprendido que se fundamenta en la estructura biológica de nuestro cerebro, que dispone de una doble estructura de pensamiento, en el fondo inseparables, como son la emocional y la racional, siendo la primera previa pero moldeable por la segunda. El libro del neurobiólogo F.J. Rubia, La conexión divina. La experiencia mística y la neurobiología (Barcelona, Crítica, 2004, 2ª ed.) me ha sido de gran ayuda en mi proceso de racionalización de estas ideas (de cuya base emocional no dudo, como no lo dudo de de ninguna otra).
Cuando un hecho de fuerza (como por ejemplo, la imposición del respeto al sexo de otro individuo de la comunidad salvo que esta te de permiso para no hacerlo) se convierte en creencia sabemos que ha pasado a formar parte de la cultura de un pueblo, que ha dejado así de ser inculto para convertirse así en cultivado (y el campo cultivado es el que es obligado a producir de una determinada forma, al contrario del inculto). La fuerza ajena se asume así como deseo propio de someter las propias inclinaciones: una derrota se transforma así en una victoria sobre las propias pasiones o pulsiones del instinto, en una virtud (virtus, cosa propia de la fuerza del vir, del varón) que termina deviniendo en hábito. Un hábito que puede ser moldeado a través del proceso educativo para adecuarlo a las nuevas circunstancias que una comunidad ha de afrontar en su proceso de dominio de la Naturaleza, procurando sobre todo huir de la muerte o puerta de salida de la vida, contraria a la del nacimiento.
Algo que se ve muy bien en el proceso religioso, como aprendí en otro libro, en este caso de G. Bataille: El erotismo (Barcelona, 1997 [1957]). La religión (o sea el hecho de religar el nuevo orden humano con el orden impuesto por la Naturaleza, a la cual se tolera mientras no se conoce una manera eficaz de someterla) permitía de forma controlada dar acceso puntual a la expresión de las pulsiones naturales de cualquier ser humano: el deseo de reproducirse, concretado en la sexualidad, y el de matar. El primero se manifestaba a través de las “orgías” o ceremonias religiosas de exaltación del sexo en las que, por razones obvias, la mujer tenía una gran importancia. El segundo a través del sacrificio sangriento, que vendría a ser algo así como el levantamiento provisional del tabú de la muerte.
Conforme el hombre se fue sintiendo más poderoso gracias al desarrollo de su racionalidad, que le permitía controlar los procesos naturales a los que se veía sometido, su religión fue cambiando. Dado el predominio de la fuerza en el desarrollo de esta nueva forma de comprender el mundo, y por tanto de continua exaltación de la mitad más fuerte desde el punto de vista físico -o sea de la mitad masculina- el primer impulso de represión se dirigió hacia las orgías, imponiendo una sexualidad progresivamente represiva, al menos entre las mujeres. Algo que no empezaría a cambiar (al menos formalmente) hasta que el desarrollo de la fuerza física llevase a la humanidad a la imposibilidad de ir más allá, con el desarrollo de unas armas nucleares que impiden en el fondo la victoria al destruir incluso al ganador. La supresión de las orgías significaría así un avance en el plano religioso; un avance hacia su destrucción, por supuesto.
El otro avance lo encontramos en la supresión del sacrificio sangriento, aunque sea a través de un periodo de sacrificio simbólico, como vemos que logra el cristianismo, doctrina dotada así de una gran modernidad racional, aunque transmitida paradójicamente en apariencia a través de la emotividad controlada.
Porque no hay que olvidar que el cristianismo nace en realidad, en un mundo que ya estaba preparado para recibir la idea como era el Imperio Romano, como una forma de “antisistema” que podía en principio chocar. Lo que había sido una ideología judía de liberación nacional se fue transformando en una liberación del individuo en términos generales, dando al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios. Un dios, eso sí, que había dejado de ser una realidad externa –como era en la religión tradicional romana- para convertirse en algo que habita dentro de uno. El individuo era concebido así como receptáculo del viento sagrado que anima a todo ser vivo, o sea de un spiritus sanctus supremo.
Era la exaltación del individuo a través de su inclusión en un nuevo horizonte cultural, superior al del mundo político antes dominante. De ahí que encajara a la larga tan bien en el marco del nuevo dominio universal (imperium universale en latín; katholikós, en griego) buscado por el poder militar dominante. El éxito de Constantino posiblemente estuvo en intuirlo y en ir convirtiendo una actitud anarquista (“perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores", decía la oración enseñada por su ágrafo fundador) en un sistema jerárquico de encuadramiento social a través de la manipulación de las asambleas (ekklesíai en griego) cristianas.
Una manipulación que ya había sido realizada por las clases poderosas al menos desde un siglo antes, cuando la pavorosa crisis económica de fines del siglo II facilitó el paso de un sistema evergético a otro basado en la caridad. Según el primero los poderosos “hacían el bien” a las clases populares consintiéndoles un cierto grado de bienestar (pan y circo, que diría Juvenal en su Sátira X, 81) de acuerdo con una política de tener en cuenta teóricamente la ratio popularis o derecho del pueblo a beneficiarse de las conquistas, como hacían ya los dirigentes, que arrancaba al menos del político populista Cayo Sempronio Graco y que fue puesta en práctica en el año 123 a.C. Una política que siguió Julio Cesar y que se mantuvo vigente hasta Nerón (54-68 d.C.), como gesto del dictador populista que gobernaba la República, para ir transformándose, a medida que el nuevo sistema político de desarrollaba como monarquía a partir de los emperadores Flavios (69-96), en una política de subvenciones a determinados grupos de población que se entendía necesario mantener contentos por razones de imagen en la capital, al tiempo que se animaba a los grandes señores a hacer lo mismo en las provincias.
Cuando no hubo dinero para mantener ese sistema asistencial oficial, las asociaciones de ayuda a los pobres, como eran las cristianas, se convirtieron en un elemento de poder importante (lo que explicaría su progresiva persecución), atrayendo a parte de las clases poderosas desde el punto de vista económico (sobre a las mujeres ricas, y en particular a las viudas, que no tenían que dar cuentas de sus acciones en este sentido a los miembros varones de sus familias), que encontraron así un medio de establecer en la práctica fuertes clientelas, al tiempo que el sentido jerárquico propio de las instituciones oficiales (como los collegia tenuiorum, [asociaciones de pobres por motivos religiosos] por ejemplo) iba calando en esas asambleas (iglesias) en principio igualitarias.
Como su reino no era de este mundo, esas asociaciones religiosas no se preocupaban ya de las causas de la pobreza, sino sólo de paliar sus efectos. Al fin y al cabo se podía echar mano de lo que dijo el maestro: “Porque a los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis.” (Mt. 26.11). No había que preocuparse, como los revolucionarios del siglo II a.C., de atacar las raíces de una situación de trato desigual desde el punto de vista económico, sino sólo de amar al prójimo. Así San Pablo, en I Cor 12,13, señala dos categorías de hombres, los esclavos y los libres. Entre los cristianos no debería haber distinción entre ellos. Todos son hermanos, hijos de un mismo Padre y sólo son siervos (esclavos) de Cristo. San Pablo no intentó hacer de los esclavos hombres libres, solo quiso hacer buenos esclavos de los malos (Ef 6,5-9; Col 3,22-4,1: I Tim 6 1s: I Pedro 2,18). A los esclavos los exhortaba a que fueran buenos siervos, con obediencia a sus amos (Tito 1,9- 10), a los cuales les pedía San Pablo comprensión y consideración (I Cor 7,21s). San Pablo predica una igualdad básica entre amos y esclavos. En la Carta a Filemón le recomienda recibir un esclavo converso fugitivo, como hermano, no como hombre ya libre, pero con la recomendación que lo libere. (H. Vargas Rivera, “Libertad cristiana y ley del espíritu”, en http://www.sitioabm.com/2004_libertad_cristiana.htm ).
Tampoco tenemos constancia de que Jesús hubiese planteado lo contrario, en un mundo en el que el colono aparcero esclavo y el colono libre estaban ya muy cerca en el plano productivo, al menos en la agricultura, de tal forma que se entendía que un siervo podía ser en la práctica jurídica algo así como socio de su amo. De ellos hablaba ya el jurista Labeón en la época de Augusto, cuando debió nacer el Cristo (Dig. 33.7.12.3.1). De alguna manera se obviaban así las clases sociales, como se tiende a hacer hoy en el lenguaje político neoliberal. Dada la estructura clientelar dominante de nuestro mundo antiguo, la lucha de clases era poco menos que imposible.
De esta manera podemos entender perfectamente el funcionamiento del sistema social propio de la Edad Media, cuando los poderosos en el plano de la fuerza física se aliaron y apoyaron a los poderosos en el plano de las creencias; y viceversa. Se tenía cuidado de los pobres, que al fin y al cabo eran los dueños del reino de los cielos, pero no se procuraba acabar con su pobreza, porque el pobre es absolutamente necesario para que trabaje en esta vida en beneficio de esos ricos a los que, a su muerte, les costaría en teoría entrar en el reino de los cielos lo que le cuesta a un camello entrar por el ojo de una aguja de coser las redes. Ya tendrían tiempo del desquite cuando se murieran.
Luego, con el desarrollo del dinero no monetario (títulos negociables, con el mismo valor que la moneda pero sin el engorro que suponía la materialidad de ésta), frente a esa Iglesia que se basaba en unas relaciones basadas en aspectos cualitativos, fue surgiendo otra, la iglesia bancaria, que se basaba en relaciones socioeconómicas sustentadas en la cuantificación de la realidad (A. W. Crosby, La medida de la realidad. La cuantificación y la sociedad occidental. 1250-1600, Ed. Crítica, Barcelona, 1998). Frente al dios cualitativo dominante antaño, las revoluciones liberales fueron imponiendo, desde el siglo XVII de forma política, una nueva creencia en un dios cuantitativo al que ya se venía denominando dinero. Se pasaba de “cuanto eres tanto tienes” a lo contrario: “tanto tienes tanto vales”. Algo que en el plano de las ideas se vio muy favorecido por el triunfo de la revolución copernicana a partir de la demostración visual por Galileo de que la Tierra no estaba en el centro del Universo y por consiguiente no había un mundo cualitativamente distinto de los demás, puesto que nuestro planeta no era distinto de los demás, y sólo se diferenciaba por su cantidad de masa.
El problema estaba sin embargo en que, por la estructura de nuestro cerebro, no podemos dejar de considerar las cosas en relación con un centro, empezando por considerar que nosotros mismos somos nuestro propio centro de referencia (consideramos las cosas en relación con nosotros). Por ello la solución habría de ser que, si bien la Tierra y por consiguiente el hombre no están en el centro del Universo, al menos el hombre con su inteligencia se podía considerar que era (algo más que el “estaba en” de antes) ese centro ahora perdido. De esta manera se había encontrado el camino ideológico perfecto para transformar a la naturaleza circundante de una manera decidida, sin miedo, al pasar de la subjetividad mítica anterior a la objetividad (todo era exterior al hombre) propia de la Ciencia (J.M. Naredo, "El oscurantismo territorial de las especialidades científicas", La tierra. Mitos, ritos y realidades, Granada, 1992, pp. 109-144). Por tanto se podía dar un paso más en la supresión de la Religión, que en todo caso debería quedar como algo propio e interior de los individuos, no como regla del comportamiento social. El proceso cultural (o de rechazo a la sumisión al orden natural) se habría completado así, aunque, dado el hábito de la muchedumbre, se imponía el ser tolerante con las inercias religiosas de la multitud. Como en el caso del emperador Constantino, aunque en el marco de un nuevo horizonte mental-cultural, la tolerancia se mostraba como la vía de introducción dominante de las nuevas ideas.
Y si no son nuevas en sí mismas, al menos lo son en su aspecto formal. Hoy por ejemplo, cuando ya no se llevan las ideas religiosas que suprimían las diferencias de clase social que se hicieron patentes con el triunfo del liberalismo, se han inventado en su lugar las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs), en principio independientes de los gobiernos, destinadas a cuidarse de los pobres y desprotegidos, aunque sin atacar normalmente las causas de esa pobreza y desprotección, como nuevas asociaciones caritativas aunque desligadas en general de las religiones. Los gobiernos no sólo las han tolerado, sino que las han considerado muy provechosas en cuanto que ayudan en la práctica al mantenimiento del sistema, y por ello las subvencionan generosamente. Alivian la pobreza sin por ello convertirse en elementos revolucionarios. Y si en algún caso surge la tentación de hacerlo, entonces se actúa quirúrgicamente. Como hizo la Iglesia tradicional (esa que ha cambiado el sentido del Padrenuestro de “perdona nuestras deudas” en “perdona nuestras ofensas”) con la Teología de la Liberación. La Iglesia del dinero (pues el dinero no es hoy ya más que una creencia, una cuestión de fe compartida, de confianza, de modo que cuando ésta desaparece lo hace también el dinero, como sucede con cualquier otro dios) no puede actuar de otra manera. Como tampoco nosotros podemos prescindir de nuestra necesidad de creer, aunque se llegue a extremos tan contradictorios como el de creer en la Razón, o sea creer en que no se cree. Avanzamos hacia atrás.
Genaro Chic García
Universidad de Sevilla
En 1993, durante un viaje que tuve que realizar a Las Palmas de Gran Canaria, a raíz de la trágica muerte de mi discípulo Gerardo Torres (motivo por el cual me acuerdo de la fecha), leí un libro que me produjo un gran impacto, posiblemente como consecuencia de mis estudios de Licenciatura como lingüista. Se trataba de ‘La lógica de la escritura y la organización de la sociedad’ (Alianza Ed., Madrid, 1990), de J. Goody. En él aprendí la enorme importancia que tiene el hecho de la escritura como elemento de poder, y en particular referida al poder religioso: suponía pasar del mito al logos, de la palabra flexible (con varias posibilidades de significado) a la inflexible (a la que sólo tiene un significado, como los números); de la posibilidad de entender al mundo como una realidad multiforme a través de las parábolas de los dioses, a la rigidez inflexible de la ortodoxia (en las religiones que no tienen sus dogmas [“lo que hay que creer”, en griego] por escrito no hay herejías) de las religiones de libro, cuya interpretación queda, en todo caso, en manos de una suprema autoridad religiosa.
Y he dicho autoridad, o sea la capacidad de lograr que los demás crean en ti y te sigan voluntariamente, lo cual, paradójicamente, se puede convertir en un gran poder, o sea en la capacidad de obligar a los demás a que te sigan. Para ello basta ser lo suficientemente hábil para garantizar la tranquilidad del creyente con la fuerza coactiva.
Pienso que eso fue precisamente lo que consiguió el general Constantino, hijo de Constancio el Pálido [Cloro], cuando se logró afianzar en el poder a comienzos del siglo IV llevando como ideología el cristianismo, una religión minoritaria (del 5 al 10 % de la población -eso sí población urbana, que era la más influyente desde el punto de vista intelectual-) que pasó en la práctica a transformarse en la religión oficial gracias a la habilidad de hacerse mostrar como tolerante durante el tiempo suficiente para convertirse en absolutamente mayoritaria. Como todas las creencias.
Esto lo he visto con claridad en otro libro, en este caso de P. Veyne: Quand notre monde est devenu chrétien (312-394), (Ed. Albin Michel, Paris, 2008), traducido al español como El sueño de Constantino. El fin del Imperio pagano y el nacimiento del mundo cristiano (Paidós, Barcelona, 2008). Para ello el nuevo emperador se habría valido del habitus o inclinación natural de las masas de seguir al vencedor, al menos de manera formal, y de su habilidad para la tolerancia, conformándose de entrada con esa sumisión formal a las nuevas ideas imperantes. Como han hecho todos los grandes dirigentes que han innovado a través del poder.
Otra lectura que me causó honda impresión fue la respuesta que Raimon Panikkar dio a J. Bris en una entrevista que le realizó para la revista de la Sociedad de Estudios Clásicos llamada Iris (“Raimon Panikkar: Un puente entre Oriente y Occidente" (entrevista), Iris, 12, Enero 2005, p. 2):
PREGUNTA: ¿Por qué ahora se cree en una Democracia, una Banca y un Mercado Mundial y antes se creía en un Dios, una Civilización, una Cultura?
R.: “Primero, porque la humanidad debe siempre creer en alguna cosa. O sea, que no hay hombre ni periodo histórico que no crea en alguna cosa. Y esto que se cree, lo es tan profundamente, porque ni siquiera se cree que se cree en ello. Y esto es lo que yo llamo un mito. Y, en consecuencia, ya no se pregunta, porque se ve evidente que, si no, iríamos al infinito: ¿Por qué, por qué, por qué...?. Allí donde todos los porqués se paran y uno cree en ello, pues esto es lo que es un mito. Es que la creencia es una cosa muy fuerte y muy peligrosa. Y ahora, como estamos dentro de esta cultura y no hemos sabido integrar la visión profunda de las otras culturas, las hemos tolerado como folclore: muy bien, Vd. viste como quiera, o puede danzar, o comer con las manos, o ir a un restaurante chino….”.
Una necesidad de creer que por otro lado he aprendido que se fundamenta en la estructura biológica de nuestro cerebro, que dispone de una doble estructura de pensamiento, en el fondo inseparables, como son la emocional y la racional, siendo la primera previa pero moldeable por la segunda. El libro del neurobiólogo F.J. Rubia, La conexión divina. La experiencia mística y la neurobiología (Barcelona, Crítica, 2004, 2ª ed.) me ha sido de gran ayuda en mi proceso de racionalización de estas ideas (de cuya base emocional no dudo, como no lo dudo de de ninguna otra).
Cuando un hecho de fuerza (como por ejemplo, la imposición del respeto al sexo de otro individuo de la comunidad salvo que esta te de permiso para no hacerlo) se convierte en creencia sabemos que ha pasado a formar parte de la cultura de un pueblo, que ha dejado así de ser inculto para convertirse así en cultivado (y el campo cultivado es el que es obligado a producir de una determinada forma, al contrario del inculto). La fuerza ajena se asume así como deseo propio de someter las propias inclinaciones: una derrota se transforma así en una victoria sobre las propias pasiones o pulsiones del instinto, en una virtud (virtus, cosa propia de la fuerza del vir, del varón) que termina deviniendo en hábito. Un hábito que puede ser moldeado a través del proceso educativo para adecuarlo a las nuevas circunstancias que una comunidad ha de afrontar en su proceso de dominio de la Naturaleza, procurando sobre todo huir de la muerte o puerta de salida de la vida, contraria a la del nacimiento.
Algo que se ve muy bien en el proceso religioso, como aprendí en otro libro, en este caso de G. Bataille: El erotismo (Barcelona, 1997 [1957]). La religión (o sea el hecho de religar el nuevo orden humano con el orden impuesto por la Naturaleza, a la cual se tolera mientras no se conoce una manera eficaz de someterla) permitía de forma controlada dar acceso puntual a la expresión de las pulsiones naturales de cualquier ser humano: el deseo de reproducirse, concretado en la sexualidad, y el de matar. El primero se manifestaba a través de las “orgías” o ceremonias religiosas de exaltación del sexo en las que, por razones obvias, la mujer tenía una gran importancia. El segundo a través del sacrificio sangriento, que vendría a ser algo así como el levantamiento provisional del tabú de la muerte.
Conforme el hombre se fue sintiendo más poderoso gracias al desarrollo de su racionalidad, que le permitía controlar los procesos naturales a los que se veía sometido, su religión fue cambiando. Dado el predominio de la fuerza en el desarrollo de esta nueva forma de comprender el mundo, y por tanto de continua exaltación de la mitad más fuerte desde el punto de vista físico -o sea de la mitad masculina- el primer impulso de represión se dirigió hacia las orgías, imponiendo una sexualidad progresivamente represiva, al menos entre las mujeres. Algo que no empezaría a cambiar (al menos formalmente) hasta que el desarrollo de la fuerza física llevase a la humanidad a la imposibilidad de ir más allá, con el desarrollo de unas armas nucleares que impiden en el fondo la victoria al destruir incluso al ganador. La supresión de las orgías significaría así un avance en el plano religioso; un avance hacia su destrucción, por supuesto.
El otro avance lo encontramos en la supresión del sacrificio sangriento, aunque sea a través de un periodo de sacrificio simbólico, como vemos que logra el cristianismo, doctrina dotada así de una gran modernidad racional, aunque transmitida paradójicamente en apariencia a través de la emotividad controlada.
Porque no hay que olvidar que el cristianismo nace en realidad, en un mundo que ya estaba preparado para recibir la idea como era el Imperio Romano, como una forma de “antisistema” que podía en principio chocar. Lo que había sido una ideología judía de liberación nacional se fue transformando en una liberación del individuo en términos generales, dando al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios. Un dios, eso sí, que había dejado de ser una realidad externa –como era en la religión tradicional romana- para convertirse en algo que habita dentro de uno. El individuo era concebido así como receptáculo del viento sagrado que anima a todo ser vivo, o sea de un spiritus sanctus supremo.
Era la exaltación del individuo a través de su inclusión en un nuevo horizonte cultural, superior al del mundo político antes dominante. De ahí que encajara a la larga tan bien en el marco del nuevo dominio universal (imperium universale en latín; katholikós, en griego) buscado por el poder militar dominante. El éxito de Constantino posiblemente estuvo en intuirlo y en ir convirtiendo una actitud anarquista (“perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores", decía la oración enseñada por su ágrafo fundador) en un sistema jerárquico de encuadramiento social a través de la manipulación de las asambleas (ekklesíai en griego) cristianas.
Una manipulación que ya había sido realizada por las clases poderosas al menos desde un siglo antes, cuando la pavorosa crisis económica de fines del siglo II facilitó el paso de un sistema evergético a otro basado en la caridad. Según el primero los poderosos “hacían el bien” a las clases populares consintiéndoles un cierto grado de bienestar (pan y circo, que diría Juvenal en su Sátira X, 81) de acuerdo con una política de tener en cuenta teóricamente la ratio popularis o derecho del pueblo a beneficiarse de las conquistas, como hacían ya los dirigentes, que arrancaba al menos del político populista Cayo Sempronio Graco y que fue puesta en práctica en el año 123 a.C. Una política que siguió Julio Cesar y que se mantuvo vigente hasta Nerón (54-68 d.C.), como gesto del dictador populista que gobernaba la República, para ir transformándose, a medida que el nuevo sistema político de desarrollaba como monarquía a partir de los emperadores Flavios (69-96), en una política de subvenciones a determinados grupos de población que se entendía necesario mantener contentos por razones de imagen en la capital, al tiempo que se animaba a los grandes señores a hacer lo mismo en las provincias.
Cuando no hubo dinero para mantener ese sistema asistencial oficial, las asociaciones de ayuda a los pobres, como eran las cristianas, se convirtieron en un elemento de poder importante (lo que explicaría su progresiva persecución), atrayendo a parte de las clases poderosas desde el punto de vista económico (sobre a las mujeres ricas, y en particular a las viudas, que no tenían que dar cuentas de sus acciones en este sentido a los miembros varones de sus familias), que encontraron así un medio de establecer en la práctica fuertes clientelas, al tiempo que el sentido jerárquico propio de las instituciones oficiales (como los collegia tenuiorum, [asociaciones de pobres por motivos religiosos] por ejemplo) iba calando en esas asambleas (iglesias) en principio igualitarias.
Como su reino no era de este mundo, esas asociaciones religiosas no se preocupaban ya de las causas de la pobreza, sino sólo de paliar sus efectos. Al fin y al cabo se podía echar mano de lo que dijo el maestro: “Porque a los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis.” (Mt. 26.11). No había que preocuparse, como los revolucionarios del siglo II a.C., de atacar las raíces de una situación de trato desigual desde el punto de vista económico, sino sólo de amar al prójimo. Así San Pablo, en I Cor 12,13, señala dos categorías de hombres, los esclavos y los libres. Entre los cristianos no debería haber distinción entre ellos. Todos son hermanos, hijos de un mismo Padre y sólo son siervos (esclavos) de Cristo. San Pablo no intentó hacer de los esclavos hombres libres, solo quiso hacer buenos esclavos de los malos (Ef 6,5-9; Col 3,22-4,1: I Tim 6 1s: I Pedro 2,18). A los esclavos los exhortaba a que fueran buenos siervos, con obediencia a sus amos (Tito 1,9- 10), a los cuales les pedía San Pablo comprensión y consideración (I Cor 7,21s). San Pablo predica una igualdad básica entre amos y esclavos. En la Carta a Filemón le recomienda recibir un esclavo converso fugitivo, como hermano, no como hombre ya libre, pero con la recomendación que lo libere. (H. Vargas Rivera, “Libertad cristiana y ley del espíritu”, en http://www.sitioabm.com/2004_libertad_cristiana.htm ).
Tampoco tenemos constancia de que Jesús hubiese planteado lo contrario, en un mundo en el que el colono aparcero esclavo y el colono libre estaban ya muy cerca en el plano productivo, al menos en la agricultura, de tal forma que se entendía que un siervo podía ser en la práctica jurídica algo así como socio de su amo. De ellos hablaba ya el jurista Labeón en la época de Augusto, cuando debió nacer el Cristo (Dig. 33.7.12.3.1). De alguna manera se obviaban así las clases sociales, como se tiende a hacer hoy en el lenguaje político neoliberal. Dada la estructura clientelar dominante de nuestro mundo antiguo, la lucha de clases era poco menos que imposible.
De esta manera podemos entender perfectamente el funcionamiento del sistema social propio de la Edad Media, cuando los poderosos en el plano de la fuerza física se aliaron y apoyaron a los poderosos en el plano de las creencias; y viceversa. Se tenía cuidado de los pobres, que al fin y al cabo eran los dueños del reino de los cielos, pero no se procuraba acabar con su pobreza, porque el pobre es absolutamente necesario para que trabaje en esta vida en beneficio de esos ricos a los que, a su muerte, les costaría en teoría entrar en el reino de los cielos lo que le cuesta a un camello entrar por el ojo de una aguja de coser las redes. Ya tendrían tiempo del desquite cuando se murieran.
Luego, con el desarrollo del dinero no monetario (títulos negociables, con el mismo valor que la moneda pero sin el engorro que suponía la materialidad de ésta), frente a esa Iglesia que se basaba en unas relaciones basadas en aspectos cualitativos, fue surgiendo otra, la iglesia bancaria, que se basaba en relaciones socioeconómicas sustentadas en la cuantificación de la realidad (A. W. Crosby, La medida de la realidad. La cuantificación y la sociedad occidental. 1250-1600, Ed. Crítica, Barcelona, 1998). Frente al dios cualitativo dominante antaño, las revoluciones liberales fueron imponiendo, desde el siglo XVII de forma política, una nueva creencia en un dios cuantitativo al que ya se venía denominando dinero. Se pasaba de “cuanto eres tanto tienes” a lo contrario: “tanto tienes tanto vales”. Algo que en el plano de las ideas se vio muy favorecido por el triunfo de la revolución copernicana a partir de la demostración visual por Galileo de que la Tierra no estaba en el centro del Universo y por consiguiente no había un mundo cualitativamente distinto de los demás, puesto que nuestro planeta no era distinto de los demás, y sólo se diferenciaba por su cantidad de masa.
El problema estaba sin embargo en que, por la estructura de nuestro cerebro, no podemos dejar de considerar las cosas en relación con un centro, empezando por considerar que nosotros mismos somos nuestro propio centro de referencia (consideramos las cosas en relación con nosotros). Por ello la solución habría de ser que, si bien la Tierra y por consiguiente el hombre no están en el centro del Universo, al menos el hombre con su inteligencia se podía considerar que era (algo más que el “estaba en” de antes) ese centro ahora perdido. De esta manera se había encontrado el camino ideológico perfecto para transformar a la naturaleza circundante de una manera decidida, sin miedo, al pasar de la subjetividad mítica anterior a la objetividad (todo era exterior al hombre) propia de la Ciencia (J.M. Naredo, "El oscurantismo territorial de las especialidades científicas", La tierra. Mitos, ritos y realidades, Granada, 1992, pp. 109-144). Por tanto se podía dar un paso más en la supresión de la Religión, que en todo caso debería quedar como algo propio e interior de los individuos, no como regla del comportamiento social. El proceso cultural (o de rechazo a la sumisión al orden natural) se habría completado así, aunque, dado el hábito de la muchedumbre, se imponía el ser tolerante con las inercias religiosas de la multitud. Como en el caso del emperador Constantino, aunque en el marco de un nuevo horizonte mental-cultural, la tolerancia se mostraba como la vía de introducción dominante de las nuevas ideas.
Y si no son nuevas en sí mismas, al menos lo son en su aspecto formal. Hoy por ejemplo, cuando ya no se llevan las ideas religiosas que suprimían las diferencias de clase social que se hicieron patentes con el triunfo del liberalismo, se han inventado en su lugar las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs), en principio independientes de los gobiernos, destinadas a cuidarse de los pobres y desprotegidos, aunque sin atacar normalmente las causas de esa pobreza y desprotección, como nuevas asociaciones caritativas aunque desligadas en general de las religiones. Los gobiernos no sólo las han tolerado, sino que las han considerado muy provechosas en cuanto que ayudan en la práctica al mantenimiento del sistema, y por ello las subvencionan generosamente. Alivian la pobreza sin por ello convertirse en elementos revolucionarios. Y si en algún caso surge la tentación de hacerlo, entonces se actúa quirúrgicamente. Como hizo la Iglesia tradicional (esa que ha cambiado el sentido del Padrenuestro de “perdona nuestras deudas” en “perdona nuestras ofensas”) con la Teología de la Liberación. La Iglesia del dinero (pues el dinero no es hoy ya más que una creencia, una cuestión de fe compartida, de confianza, de modo que cuando ésta desaparece lo hace también el dinero, como sucede con cualquier otro dios) no puede actuar de otra manera. Como tampoco nosotros podemos prescindir de nuestra necesidad de creer, aunque se llegue a extremos tan contradictorios como el de creer en la Razón, o sea creer en que no se cree. Avanzamos hacia atrás.
Genaro Chic- Mensajes : 729
Fecha de inscripción : 02/02/2010
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